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Tribuna:ADIÓS A UNA MAESTRA
Tribuna
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Todas las edades

Javier Marías

Desde muy joven yo traté a dos escritores viejos que habían nacido el mismo año y no se habían llevado mucho ni demasiado bien entre sí. Uno, Vicente Aleixandre, era cálido, entusiasta y curioso, ingenuo y malicioso a la vez, esencialmente bondadoso, pero con capacidad para la indignación; un hombre de gran astucia y que por tanto la disimulaba, con un fuerte sentido de la circunstancia y de lo teatral, el abuelo perfecto: divertía, enseñaba, escuchaba y aconsejaba. Murió hace casi diez años.Ahora ha muerto el otro, la vieja escritora mucho más vieja, Rosa Chacel. A ella la conocí no de joven, Sino de niño, la primera vez que vino a Madrid tras su exilio debido a la guerra, hace más de 30 años. No tenía entonces un aspecto muy distinto del que tuvo hasta anteayer, ni la cabeza más clara, ni menor experiencia. Como una vez me dijo, ella tenía toda la experiencia desde que nació, quizá incluso desde un poco antes, según se atrevió a contar en su excelente- autobiografía, Desde el amanecer.

Rosa Chacel venía del Brasil, y de allí siguió viniendo durante muchos años, cada vez que aparecía por la casa de mis padres, uno de los más exóticos personajes de la galería de exóticos que solía desfilar por allí, quizá atraídos por la normalidad de un hogar en regla, con marido y mujer y cuatro niños correteando por los pasillos. En aquel tiempo era una completa desconocida en su país, de manera que tardé en poder verla como escritora (carecía de la dimensión pública), y sin embargo, tampoco podía verla como a "una señora" sin más, como si ese concepto hubiera estado siempre reñido con ella, pese a su físico, ya entonces venerable, y su peinado de cuento inglés.

Nunca pudo ser una abuela perfecta porque, desmintiendo las apariencias, había en ella algo fuertemente infantil y caprichoso y de desobediente que la acercaba a cualquier edad, incluida la de un niño de nueve o diez años, no digamos la de un adolescente o un universitario. Como si las tuviera todas. Poseía una extraña capacidad para hacerle ver a cualquiera que también estaba a su altura, que podía establecer con él una relación de compañerismo, por consiguiente de rivalidad. Nunca pude verla como a una anciana, ni entonces ni siquiera anteayer. No pedía respeto y no lo tenía para con nadie, no esperaba buenas palabras y por tanto no las brindaba con facilidad, se pemitía ignorar el mundo puesto que el mundo la ignoraba a ella.

A veces, en medio de una tertulia, preguntaba sinceramente: "¿Pero quién es este Kennedy del que habláis sin parar?" (esto en 1962); o bien afirmaba sin la menor preocupación (esto en 1989): "Gorbachov. Ah, no lo conozco. ¿Un político? No me interesa". No había fingimiento en ello, uno notaba que era la pura verdad. Pero a la vez era una de las personas más despiertas y penetrantes que yo he conocido, siempre alerta para lo que le interesaba, con sus enormes facultades de observación y divagación siempre a punto: "Ésta es la cosa", solía concluir, "ésta es la cosa", tras una exhaustiva disquisición o más bien análisis microscópico de algún detalle que había puesto en marcha su maquinaria de trituración.

La verdad es que era implacable, o, como ella prefería decir, "despiadada". Nunca he visto a nadie utilizar los diminutivos del castellano con mayor venenosidad: "Esta mujercita...", "este niñito...", "este poetita...". Era para echarse a temblar. Por suerte, y que yo sepa, a mí no me los aplicó, aunque cuando empecé a publicar a los 19 años no me libré de unas cuantas ironías que me hicieron reír: "Imprevisible criatura", "niño descomunal", así me llamaba en sus cartas de los años setenta, y me doy por contento de que no fuera más allá.

No hace falta decir que alguien tan perspicaz era también despiadada consigo misma, y sólo en eso disimulaba en público: se trataba mejor de lo que se trataba en privado, porque en privado se perdonaba poco y se administraba la misma acidez que guardaba para los demás. Eso puede verse muy bien en sus diarios, titulados Alcancía. Y aunque era muy sensible al halago, no acababa de creérselos del todo nunca, quizá por eso no le bastaban. Tal vez su mayor limitación era que sólo apreciaba la inteligencia, es decir, no era capaz de apreciar a nadie por las muchas cosas apreciables que puede haber en las personas y que a veces no van acompañadas de la inteligencia o incluso se repelen con ella. En su última dedicatoria me escribió: "Para Javier, con todo el cariño de la persona intolerable que soy".

Una vez la engañé en una carta. Le dije que me faltaba experiencia "como el morado a la bandera española, según un símil corriente entre los jóvenes" (era 1973). Nunca fue corriente tal símil, pero no puedo arrepentirme del engaño, ya que dio lugar en su respuesta a una estupenda y emocionada disertación sobre el morado perdido cuando la joven era ella. Esa carta es un acabado ejemplo de excitación biográfica e intelectual.

Una de las imágenes que ahora se me aparecen con mayor nitidez pertenece al pasado remoto, cuando yo era niño. Una amiga que venía del Brasil trajo de su parte un disco con cantos de aves tropicales, un disco de 33, como entonces se los llamaba. Puede suponerse que el disco no fue escuchado, hasta que meses después apareció Rosa Chacel y preguntó al respecto y lo quiso oír. ¿Se imaginan ustedes? Un disco de 33, por sus dos caras, un pájaro detrás de otro, con los breves intervalos de una voz brasileña de documental. Ahora veo a Rosa Chacel con su sonrisa cruzada de melancolía y sarcasmo, sus entornados ojos de perdonavidas, comentando un canto de ave tras otro, aplicándoles el oído microscópico de la distancia y haciendo que resultaran no sólo soportables, sino atractivos y comprensibles, casi humanos. Creo que hasta los cuatro niños dejamos de corretear por los pasillos ante aquel ejercicio exótico de interpretación, o quizá era de fascinación.

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