Filosofía, poder y sospecha
No existe quizá pensamiento que no genere su antítesis: como la luz añora la tiniebla, así la civilización suspira por la barbarie. Si la reflexión filosófica ha acompañado desde Grecia la autopercepción de la cultura occidental, también la desconfianza y la hostilidad hacia ese ejercicio intelectual han señalado las más ceñudas etapas de reacción y negrura. He aquí dos ejemplos: en el año 529 el emperador Justiniano decretó el cierre de las escuelas de Atenas como foco del paganismo. Perseguidos por la saña cristiana, los filósofos se refugiaron un tiempo en la Persia de Cosroes, pero, mutilada de su lengua y tradición, la planta no enraizó allí. ¿Por qué, en su historia milenaria, el helenismo bizantino no reinventó la actividad filosófica?En 1850, el zar Nicolás 1 encargó la supresión del incipiente estudio de la filosofía a su ministro de Educación, el príncipe Shinovski-Pijmátov. Éste argumentó, al obedecer a su amo, que "el valor de la filosofia no está probado, pero es posible que de ella emanen efectos nocivos". Y, en efecto, hasta la entronización de Alejandro II la malvada materia desapareció de la universidad zarista. Otra vez: ¿cuánto tardó la reflexión filosófica en aclimatarse, si es que en rigor lo hizo con Soloviov o Berdiáyev, a la lengua rusa?
Sólo apunto estos interrogantes para recordar que esa "ocupación de hombres libres", como fue definida de antiguo, es planta de harto delicada naturaleza, requeridora como pocas del apoyo de una tradición y de un cuidado constante en libertad. Y algo tendrá esa especie tan humilde y tierna cuando sus "efectos dañinos" son temidos por los poderosos de todo lugar y tiempo.
Se pensaba décadas atrás que la unidimensionalidad del individuo iba a ser (o ya era) el resultado final de la forma de dominación y alienación contemporánea. ¡Consumado optimista quien así lo coligió! No es la un¡dimensionalidad, sino, para ser pedante y preciso, la unidireccionalidad circular lo que hoy por hoy va configurando a ese ciudadano medio futuro, que, de no hallar remedio, será apéndice de su computador, de su tarjeta de crédito, de su plan de jubilación anticipada y de su televisión de Ansón o Berlusconi. El desarrollo técnico imparable -unidireccional como el hombre mismo- en nada atenúa este proceso de embotamiento: ya nadie que reflexione acepta el idilio de ver en la técnica un instrumento de emancipación moral o política. El mito, como antaño se aseguraba de la materia, ni se crea ni se destruye. Sólo cambia de forma.
Pues bien, el acoso y derribo de los saberes humanísticos en los planes de estudio es palmario síntoma de cuanto aquí manifiesto. Cuando, como ahora, parece llegarle el turno a la filosofia (que en rigor no es una materia humanística y no guarda mayor relación con los estudios clásicos que con la física o la matemática), nuestros enemigos dejan ver su rostro de vulgaridad más agrio y repugnante. No hace mucho argumenta ba yo en estas páginas (EL PAÍS, 29 de junio) la cuasi ¡dentidad funcional que hoy cumple atribuir al hecho político y al hecho religioso. A la postre, ¿a quién puede interesarle que el pensamiento se eduque, por más que sea en su más primario rudimento, en la incómoda disciplina de pensar sobre sí mismo? Y es que, en contra de lo que afirmó un célebre griego en un momento de euforia, embriaguez u olvido, el hombre no apetece por naturaleza saber ni entender nada. Por el contrario, yo estimo que el embuste y la ignorancia (o sea, el engañarse a sí mismo y el engañar a los demás) son descripciones antropológicas más fieles de ese animal gregario que somos. Por eso nos queremos y nos tratamos tan mal, y por eso nos hacemos pasar unos a otros por el ígneo arito del poder de palabras y cosas, como domadores de cobayas en una rebatiña de tómbola y faroleo.
A su manera -compleja, docta, culta-, un Platón o un Kant, un Bacon o un Descartes, un Leibniz, un Spinoza o un Hume, sabían sopesar todos estos lances. Sabían formular preguntas sobre la sociedad o la ciencia; también sabían proponer disciplinadas pautas de rigor para que otros siguieran pensando. Entonces no se confundía su voz con la de un Vargas Llosa metido a politólogo, ni con la media aritmética de Savateres y Ramoncines, Sádabas y Massieles dispuestos a desentrañar los misterios de la equitación por correspondencia y la mancha íntima de mora, la vida lunar en pareja o el consumo autonómico de estupefacientes. ¿Cómo explicar, si no es desde la pavorosa indigencia intelectual de nuestra época, el encumbramiento multimediático de la trivialidad y el triunfo indiscutible del ruido como forma suprema de reflexión? ¿Cómo entender, si no, que se nimbe con el marbete de filosofía cualquier ocurrencia de tertulia, debate o jarana mitinera?
Suele afirmarse, con regusto demagógico ante escolares indefensos, que la filosofía no sirve para nada. ¡Qué trasnochada queja! La risa de la criada que presenció cómo Tales de Mileto se caía a un pozo por contemplar el cielo estrellado no es, desde Platón o Diógenes Laercio, sino una simbólica puesta en guardia frente a la incomprensión del filisteo y frente a la tentación endogámica que aflora en el ejercicio del pensar. Pero esa inutilidad de la filosofía es un tópico falso y maligno.
He aquí algún ejemplo para uso de principiantes. A su manera, Darwin y Pío XII hablaron del origen del hombre. ¿No interesará acaso que la escuela enseñe a colocar y ordenar en diferentes casillas las afirmaciones del naturalista y las del santo padre, y las motivaciones, tácitas o expresas, que les llevaron a decir lo que dijeron? Es harto improbable que, en el diluvio hiperinformativo del presente, nuestro incipiente e indefenso consumidor de imagen y sonido encuentre y articule un hilo de Ariadna que le guíe en el boscaje de tan compulsivo opinar: siempre habrá una multitud de chicos Hermida al acecho. Más: los estoicos reflexionaron sobre lo humano y los motivos racionales que apuntalaban en el hombre su vocación e impostación cosmopolita; el señor Arzalluz documenta, por el contrario, la mística del "pueblo" (la providencia no lo ha colocado en Bosnia) con finas alusiones a la forma del cráneo, al factor RH o al grupo sanguíneo. ¿De verdad es irrelevante que el pensar se temple para discernir lo que es consecuencia rigurosa de premisas indubitables y lo que, aun trivial y anecdótico, se eleva por ignorancia o interés a categoría política?
Más: algunos hombres afirman que hablan desde la fe y otros que hablan desde la razón. A su manera, todos quieren enseñar y mandar. Y el caso es que cuanto formulan puede condicionar nuestra libertad y dicha personal y conformar nuestro destino colectivo. Quizá versan hoy sobre asuntos demográficos; mañana sobre sanitarios o ecológicos. ¿Acaso no hemos de enseñar al educando a que, según sus luces, revise las credenciales del discurso de todos esos hombres y se pregunte en qué consisten esa fe y esa razón desde las que ellos se pronuncian? ¿Es razonable
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Viene de la página anteriorla fe? ¿Es la razón misma razonable en todos los casos? ¿Es la fe en la razón un mito laico que produce poder y dinero? ¿Y no produce poder y dinero la fe en la fe? ¡Cuántas aburridas preguntas para quien sólo busca acomodo municipal en el vivir -pero no lo halla si renuncia a su ser pensante-, y cuán enojosas para quienes colocan el conformismo de sus mandados en el altar de los grandes logos comunitarios! Sería terrible que todos esos interrogantes se tomaran en serio.
Quizá ni una sola vez en su milenaria historia la filosofía ha abdicado de esa "obligación de no caer en ingenuidad" -o sea, en la aceptación muda de valores y creencias del medio- con que ha sido definida en alguna ocasión. Mas la filosofia es un saber y un discurso lento, de elaboración silenciosa y radical. Es también una pasión: la del pensar con el mejor y más riguroso utillaje con el que contamos. El vergonzante intento de ir marginando de la enseñanza secundaria los más difusos atisbos de su herencia supone borrar las huellas del gran pensamiento del pasado a generaciones intelectualmente indefensas -a esas que necesitan, hoy como ayer, tan afinados instrumentos de reflexión y crítica- Discutámoslo si no es así. ¿O acaso el ministro de Nicolás I contaba con una dolorosa parte de razón? Pensémoslo juntos, lector. Pero hagámoslo con rigor y conocimiento de argumentaciones ya periclitadas y de circunstancias históricas concretas. No caigamos en las opiniones de un espontáneo. Esa labor ya será, inescapablemente, filosofía.
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