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El divorcio

JULIO SEOANE La inauguración del curso universitario, y más concretamente el acto académico que le sirve de marco, se está convirtiendo cada vez más en un espectáculo, en un juego de luces y bambalinas que intenta representar la ficción de que todo va bien y que en la Universidad siguen estando los depositarios de la ciencia, la cultura y el conocimiento. El resto de la comunidad académica, mientras tanto, nos saludamos por los pasillos de las facultades con esa sonrisa de resignación y esa sensación triste y culposa que produce la obediencia debida. En los actos de inauguración están rectores, decanos, políticos, gestores, todos los que están o desean estar relacionados con el poder y con la legitimación social del conocimiento público. Son los padres de la Universidad, la parte fáustica, que representan, garantizan y defienden la institución hacia el exterior. Algo necesario hasta hace poco. La otra parte, la docencia, la enseñanza, la formación, la investigación silenciosa y cotidiana, en consecuencia, es la parte femenina, el aspecto materno, que siempre estuvo más cercano a la educación, a la transmisión de saberes y a la cultura en comparación con el papel masculino y patriarcal. Hubo un tiempo en que ambos papeles estaban integrados. El poder, la apariencia y la gestión junto con la educación y la cultura se apoyaban adecuadamente. El matrimonio funcionaba. Pero después de ochocientos años de institución, casi un milenio de convivencia, es evidente que se resienten las relaciones. En el mejor de los casos sólo queda el recuerdo y la liturgia. Y esperemos que no aparezca la violencia doméstica, que todo es posible. A medida que el padre se convierte en una estrella no ya menguante, como dice Lluís Flaquer, sino en franca decadencia, casi un fuego fatuo, intenta desesperadamente acaparar toda la atención social. Es fácil observar como los llamados actos culturales y demás celebraciones públicas se concentran cada vez más en los rectorados y casi desaparecen de las facultades, departamentos y cátedras, los lugares donde antes se observaba el auténtico tejido cultural y la vida de las universidades mientras que ahora sólo existe el silencio doméstico y la paga mensual. Deberían admitir la situación y aceptar un divorcio sin conflictos, de mutuo acuerdo, para que la enseñanza y la formación, liberadas de su dominio, se desarrollen con plena autonomía y mayor espontaneidad. La Universidad ya no es una fábrica de conocimientos, característica de la sociedad industrial y del modelo masculino. Ahora debe ser una red de información y de relaciones, propia de la sociedad de servicios, donde la educación significa crear actitudes, habilidades y orientaciones hacia la sociedad de la comunicación, una serie de capacidades que siempre ha cultivado más el otro género. Y si no lo aceptan, el futuro sigue estando claro. Antes inauguraban el curso académico para toda España, después por distritos universitarios, más tarde por comunidades autónomas, ahora en las múltiples universidades dentro de la misma Comunidad, más adelante en la Universidad que existirá en cada sector urbano o en algún país imaginado por Jonathan Swift. Cualquier cosa antes que renunciar a la enseñanza como espectáculo, al margen de su contenido.

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