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Partidos y democracia

JOAN ROMEROLos sistemas democráticos atraviesan una crisis de representación que se traduce en una distancia creciente entre los ciudadanos y aquellos que estos eligen para que les representen. Cuando menos, se han quebrado las bases tradicionales que hace tres décadas otorgaban a una opción política legitimidad y fidelidad en cada convocatoria electoral. En este último cuarto de siglo, las sociedades occidentales han experimentado cambios muy profundos. Las estructuras sociales son ahora más horizontales y porosas. En gran parte se han debilitado los mecanismos de identificación política basados en la clase social; han aparecido nuevos elementos de identidad social y política y han emergido nuevos valores postmateriales, gracias al impacto positivo de las políticas de bienestar desplegadas durante décadas. Todo ello hace posible que el margen de maniobra de los partidos sea mayor en cada convocatoria electoral.Pero en este brumoso final de siglo, el proceso de globalización y la nueva era de la sociedad de la información, introducen en nuestras sociedades occidentales muchos elementos de incertidumbre e inseguridad. Las estructuras sociales van dejando de tener forma de rombo para ir cobrando forma de reloj de arena. El empleo pierde calidad, los salarios bajan en muchas unidades familiares; la familia afronta cambios hasta ahora desconocidos; muchos sectores productivos resisten con dificultad la competencia creciente de otras regiones del planeta donde se localizan empresas europeas porque reducen costes. Las sociedades están cada vez más segmentadas. Es probable que muchos de estos procesos estén en la base de la apatía electoral de muchos ciudadanos. Algunos hablan incluso de "demoesclerosis" o de "fatiga civil", pero no es menos cierto que la mayoría de los ciudadanos buscan en las opciones políticas seguridad y confianza.

La geografía del poder político está cambiando y habrá que repensar conceptos básicos como los de soberanía, autonomía, eficacia del Estado y legitimidad democrática. Habrá que definir, como diría Held, el locus y la comunidad relevante en cada caso, para afrontar los nuevos problemas. Pero, hoy por hoy, la piedra angular de los sistemas democráticos sigue siendo los partidos políticos. Es cierto que ya no están solos como hace treinta años, porque han proliferado multitud de nuevos centros de poder. Por eso es necesario buscar continuamente espacios de consenso. Y por eso la política es hoy mucho más compleja que hace treinta años y la responsabilidad y los retos que deben afrontar hoy los partidos son formidables.

Los partidos son la piedra angular de la democracia, pero no son patrimonio de sus dirigentes. La opinión pública, los electores, el conjunto de los ciudadanos en definitiva, tienen tanto derecho como los afiliados a saber lo que pasa en ellos, puesto que a través de los partidos se articula su representación política. Los que votan son muchos más que los que militan y aunque sólo den el voto, dan legitimidad a la representación. Son su razón de ser. Quiero decir con esto que no puede haber una legitimidad interna y otra social y mucho menos contradicción entre valores y actitudes dentro y fuera de una organización por la sencilla razón de que dentro estamos todos ya que a todos nos incumbe. Lo decía Flores d'Arcais hace años y sus palabras siguen siendo válidas: los partidos políticos deben ser "instrumento político de los ciudadanos, sustraídos al monopolio de los políticos profesionales, abiertos a la sociedad civil, a medida del ciudadano".

Existe otra razón más. Hoy los partidos constituyen sólo uno de los elementos de la vida política. Se puede actuar en política a través de aquellos movimientos que defienden valores y actúan contra lo que resulta intolerable e injusto. Hace unas décadas apenas llegaba a tres centenares el número de organizaciones que canalizaban energías ciudadanas en esa dirección. Hoy el número supera las cinco mil. Un elemento de complejidad añadido para el trabajo futuro de los partidos.

Se sabe que no es un trabajo sencillo. No es tarea fácil avanzar hacia modelos de partido abierto y participados por los ciudadanos. Ni tampoco apostar por propuestas de profunda democratización de unas estructuras hace tiempo burocratizadas y con las inercias propias de un partido cerrado y vertical. Los partidos deben ser flexibles. Es necesario comprender los profundos cambios sociales y establecer formas de colaboración que permitan, desde espacios de encuentro horizontales elaborar propuestas que así serán de todos.

Pero sí sabemos qué no debe hacerse. El fortalecimiento de la participación y de la confianza ciudadanas exigen que el comportamiento de los partidos sea transparente y ejemplarmente democrático. Difícilmente puede ofrecerse un proyecto progresista a la sociedad actual si no se actúa con respeto escrupuloso a los procesos democráticos, con participación, libertad, autocrítica y ética solidaria en su funcionamiento interno, primando por el contrario la falta de control democrático de dirigentes, la perpetuación en los cargos, el clientelismo y la promoción a partir de fidelidades personales. Nadie ha de ampararse en la imprescindible unidad de un partido o en la necesaria autoridad política para llevar a cabo determinadas actuaciones en cuyo carácter sectario, clientelar, autoritario o prepotente se encuentra el origen del alejamiento de muchos ciudadanos de una determinada opción política. La autoridad política no se consigue infundiendo temor sino desde el respeto y la credibilidad.

En ocasiones aparecen disfunciones y patologías en las organizaciones cuando un núcleo reducido de personas -elegidas o impuestas- garantiza el funcionamiento doméstico y acumula funciones. Estos llamados aparatos, partiendo de algunos tópicos doctrinales, tienden a desarrollar formas crecientes de control y consolidan fuertes déficits democráticos. Se aseguran fidelidades creando dependencias en lugar de vínculos basados en las ideas. Los esfuerzos se concentran en la lucha por el control interno de la organización y la acción política como tal, pasa a ocupar un plano secundario. De este forma se sustituye a la política y se reduce el espacio de la democracia, Puede llegar incluso a jibarizarse. Y la falta de iniciativa política es precisamente la que otorga autonomía de acción a esos pequeños núcleos.

También sabemos cómo no debe ser entendida la política. La política no es un espacio para el ejercicio de la astucia y la justificación del cinismo. Ni tampoco es una reserva natural para la especie protegida de los políticos. La política, entendida como tarea noble, desinteresada, de servicio temporal a la colectividad de que se forma parte, debe ser entendida como actividad donde predomine la búsqueda de espacios de consenso para solucionar necesidades sociales, partiendo de la defensa radical de todo aquello que vaya contra al autoritarismo, la intolerancia y la desigualdad.

La sociedad sólo tiene mecanismo de control democrático sobre los cargos públicos. En consecuencia, si percibe -y suele percibirlo con una gran rapidez- que la lógica interna de los partidos no se corresponde con su delegación de soberanía y que los elegidos están subordinados a una lógica interna partidaria distinta o contradictoria, se produce desconfianza y se amplía la base social de quienes desconfían de la política. Y llegados a ese punto de nada sirven discursos, ni propuestas, ni programas. Y mucho menos en una época en la que se han debilitado los mecanismos tradicionales de identificación política.

No hay recetas ni posibilidad de imitar experiencias de otros ámbitos. Cada país tiene su biografía, su propio contexto. En ningún sitio está escrito que un partido no pueda seguir perdiendo confianza de la ciudadanía si persiste en refugiarse, en defenderse de lo ajeno, de los de fuera. La experiencia indica que negar la evidencia de los cambios sociales y mantenerse en el conservadurismo y en las recetas tradicionales que otorgan seguridad a unos pocos, conduce a la imposibilidad de ampliar espacios de confianza ciudadana.

En mi opinión el problema más importante que, por ejemplo, ahora afronta el socialismo español es más de continente que de contenidos. Es más de instrumento que de ideas. Es más de mensajero que de mensaje. Otros partidos, dentro y fuera de España, pasaron por esa fase. Y la experiencia me ha enseñando que en esos casos es fundamental actuar siempre desde un profundo respeto a los ciudadanos. Si esa cuestión, básica, no está resuelta, estos darán la espalda, una y otra vez, a cualquier propuesta por muy elaborada y atractiva que, sobre el papel, pudiera presentarse. En una sociedad cada vez más segmentada y compleja, todo es posible en materia de suelos y fidelidades electorales.

Joan Romero es catedrático de Geografía Humana en la Universidad de Valencia.

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