Inmigración de todos
Con el pacto sobre la inmigración que intentan negociar el Gobierno y el partido socialista se ha repetido el mismo escenario que con el pacto antiterrorista. Al inicial desdén del Gobierno ha sucedido el convencimiento por su parte de que tal pacto es posible y necesario. Y urgente habría que añadir a la vista de los discursos xenófobos que afloran. Una política migratoria lo más consensuada posible y en sus líneas generales alejada de la lucha partidista es el mejor antídoto contra el riesgo para la convivencia que encierra ese tipo de discursos.
Los primeros contactos entre representantes del Gobierno y de la oposición socialista muestran que existe espacio para el acuerdo en un asunto que exigirá durante los próximos años la máxima concentración de energía por parte de todos. Se podría ironizar sobre el empecinamiento del Gobierno en sacar adelante una ley de inmigración hecha a su medida para reconocer, a la hora de su aplicación, que existen muchos cabos sueltos que él solo no puede atar. En todo caso, el líder de los socialistas, José Luis Rodríguez Zapatero, ha tendido una mano inteligente al Gobierno al no hacer de la reforma de la Ley de Extranjería una cuestión de principio para el posible pacto.
Zapatero parte del supuesto de que el fenómeno de la inmigración tiene aspectos que trascienden la letra de la Ley de Extranjería y que pueden negociarse independientemente de sus aspectos más cuestionables. Intentarlo puede constituir una actitud opositora responsable, además de pragmática, al margen de que la ley concluya ante Tribunal Constitucional por otras vías. Pero, aunque no se cuestione formalmente la ley, será necesario atemperar algunos de sus efectos. Si, como ha afirmado el portavoz parlamentario socialista, Jesús Caldera, es impensable un pacto que no tenga en cuenta los derechos sociales del inmigrante sin papeles, ello supondría una enmienda de hecho de la ley en uno de sus aspectos más controvertidos.
Mariano Rajoy ha señalado que para el inmigrante es 'mejor llegar a España legalmente que no manipulado y estafado por mafias' y que 'ése es el verdadero debate'. Tiene razón el nuevo ministro del Interior, pero esa cuestión, con ser básica, no agota el debate sobre la inmigración. Controlar los flujos migratorios y fijar los cupos necesarios para la economía no dejará de ser un objetivo, en parte, inalcanzable. La legalidad en origen, un desiderátum al que siempre debe tender una política de inmigración responsable, no podrá impedir situaciones de irregularidad acreedoras, bajo determinadas condiciones, de una legitimidad sobrevenida, sin que ello se oponga al 'hábito de la legalidad' que echaba en falta en la inmigración el anterior ministro del Interior.
Una política de Estado sobre la inmigración que desconozca al inmigrante irregular en el grado en que lo hace la actual Ley de Extranjería, negándole los derechos civiles y dejándole indefenso ante la Administración, no es realista, al margen de que sea o no constitucional. Un pacto que dejara a un lado esta cuestión no sería tal. Pero hay muchos aspectos de la inmigración legal que tampoco pueden ser sólo cosa del Gobierno. Hacen falta medios y el concurso de muchos para instrumentarla y gestionarla con solvencia. ¿Es capaz el Gobierno, por sí solo, de fijar los cupos anuales de inmigrantes exigidos por la economía? La experiencia dice que no. Por eso tiene sentido la propuesta de Zapatero de crear una mesa de diálogo, con la participación de empresarios, sindicatos y comunidades autónomas, que se encargue de regularizar esos flujos de acuerdo con las necesidades de la economía. Después queda toda la compleja tarea de la integración del inmigrante, para la que, además de dinero, hacen falta medidas efectivas de inserción en el entorno social. De momento, el Gobierno se ha limitado a aprobar en solitario un plan de ayuda a la inmigración -el llamado plan Greco- que carece de dotación presupuestaria específica. Todo ello deberá ser revisado si se quiere un acuerdo político sobre la inmigración que sirva para los próximos años.
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