Putin, amenazado por el síndrome de Gorbachov
La crisis internacional ha potenciado la imagen de Putin en Occidente, pero su prestigio en casa está sin consolidar
En Occidente, el prestigio de Rusia y la imagen de Vladímir Putin han salido reforzados de la cumbre entre el presidente ruso y su homólogo norteamericano George W. Bush. En Rusia, sin embargo, es pronto para saber cómo contribuirá el nuevo clima de distensión al principal objetivo del líder del Kremlin, a saber: la integración de su país en el selecto club de las naciones que deciden los aspectos económicos, políticos y militares en el mundo.
Con una popularidad muy superior al 70%, Putin está en un momento espléndido. Los rusos ya no sienten la vergüenza que experimentaban ante las payasadas de Borís Yeltsin, y se consideran bien representados por el joven deportivo que se comporta de forma apropiada. A la hora de etiquetarlo como un tipo encantador y 'sincero', muchos olvidan ya que Putin rara vez baja la guardia y que concibe su imagen como parte de su trabajo. Y en este ejercicio de autocontrol tiene una buena escuela. En su entrevista a National Public Radio en Nueva York, Putin reconoció que su paso por el espionaje exterior le ayuda hoy a relacionarse con la gente.
La popularidad del presidente ruso se basa en parte en su contraste con Borís Yeltsin
El último presidente de la URSS vivió entre el amor de Occidente y el rechazo de sus conciudanos
El afianzamiento de Putin en Rusia se ha basado en parte en el contraste con su predecesor, en parte en la buena coyuntura del petróleo y en parte en sus propios méritos y en su determinación para llevar a cabo la reforma económica. Con todo, su posición no es todavía estable. Los serios problemas que Rusia debe resolver exigen un trabajo tenaz y a largo plazo. Por realizar, quedan medidas que afectan a los intereses de amplios sectores, como la reforma de las pensiones, de los servicios sociales y de la vivienda y la reforma militar. Esta última esta frenada ante la dificultad del Kremlin para decidir qué clase de Estado quiere ser la nueva Rusia.
Mientras Putin conversaba con Bush, en Moscú la Duma estatal (Parlamento) aprobó en primera lectura una ley que equipara los sueldos de los militares a los de los funcionarios. En el sector castrense se cree que la medida no compensa la pérdida de los privilegios de los que gozaba hasta hace poco, desde las viviendas y servicios subvencionados a la exención del impuesto sobre la renta. Centenares de jóvenes oficiales dejan el Ejército para mantener a sus familias. La insatisfacción de los cuarteles obligó al ministro de Defensa, Serguéi Ivanov, a dirigirse a Putin. 'A principios del año 2002 hay que adoptar ya algunas medidas para mejorar la situación material de los militares, porque su problemática situación social ha llegado a un punto crítico, y, dada la creciente inestabilidad de la situación política y militar en el mundo, ha comenzado a representar una amenaza real para la seguridad nacional del Estado', escribía Ivanov en octubre, según la carta divulgada por el servicio informativo grani.ru. La bonanza ha permitido al Gobierno ruso pagar las nóminas a tiempo, cuadrar el presupuesto y atender la deuda exterior. Con el precio del crudo en descenso, nadie sabe aún si Rusia podrá mantener esta política o si habrá de recurrir a nuevos créditos.
Rusia no se ha librado aún de la nostalgia de gran potencia. Parte de la satisfacción que el encuentro de Putin y Bush ha generado en Rusia tiene que ver con el reconocimiento del protagonismo de Moscú. Putin está obsesionado por no quedar marginado de las decisiones importantes del mundo. La lucha antiterrorista iniciada tras el 11 de septiembre le da una oportunidad singular. Afganistán y la lucha antiterrorista fueron motivo de acuerdo total entre Bush y Putin, un campo que Moscú utiliza en función de sus objetivos de integración globales, desde el ingreso en la Organización Mundial de Comercio (OMC) hasta un cambio radical en la relación con la OTAN que le tenga en cuenta en los mecanismos de decisión.
En Estados Unidos, Putin ha pronunciado varias veces la palabra 'irreversible' para referirse a la transformación de su país en una economía de mercado y una democracia. Pero, para garantizar la 'irreversibilidad', hay que tomar decisiones que afectan al papel de Rusia como superpotencia capaz de medirse con Estados Unidos en el terreno militar. El síndrome de gran potencia a la soviética (que se define en función de la paridad nuclear) se ha reflejado en la insistencia de Putin por fijar los recortes en los arsenales estratégicos, anunciados por Bush en un tratado, en la línea de los START I y START II y por mantener el tratado ABM de antimisiles balísticos. Washington está dispuesto a hacer ciertas concesiones a la hora de verificar si las cabezas nucleares sólo se desmontan o si se destruyen, pero no quiere volver al complejo sistema de tratados de desarme soviético-norteamericanos. En lo que se refiere al ABM, la Casa Blanca ha dejado claro que seguirá con sus pruebas, y que, en algún momento no definido, habrá que superar las 'limitaciones' del tratado, del que puede salir avisando con seis meses de antelación.
Rusia no puede obligar a Washington a dejarse controlar, ni puede seguir sus pasos en la creación de un escudo antimisiles, pero se resiste a dejar ir a los norteamericanos, porque ello supone reconocer la pérdida de su propio status. Condoleezza Rice, la consejera de Seguridad de Bush, ha subrayado que el armamento ocupa un lugar más modesto que en el pasado en el conjunto de los intereses comunes. Pero, para los nostálgicos de la Gran Potencia Rusa, el tema es existencial. Putin no les está dando satisfacción, y, para no repetir la experiencia de Gorbachov, que sucumbió atrapado entre el amor de Occidente y el rechazo de sus conciudanos, a Putin le queda un camino: el éxito en la reforma en su propio país, un éxito que compense por la pérdida de la vieja identidad.
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