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Columna
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Ya llegó

El proyecto más ambicioso desde que en 1957 se pusiera en marcha el proceso de integración europeo está a punto de convertirse en realidad. Dentro de poco más de una semana el euro dejará de ser una moneda virtual, cuyo complejo funcionamiento escapa a la comprensión de la mayoría, para transformarse en papel y en trozos de metal con los que efectuar pagos y cobros en la vida cotidiana, operaciones económicas en las que participa casi toda la ciudadanía. Los jubilados cobrarán sus pensiones en billetes de euro y los niños comprarán chicles y gusanitos utilizando céntimos de dicha unidad monetaria.

En apenas un par de semanas, la preocupación o el interés por el cambio de moneda ha crecido de forma espectacular. Hasta hace poco, las campañas publicitarias en radio y televisión lanzaban a los cuatro vientos un mensaje que, de tanto escucharlo, comenzaba a perder fuerza. Algo así como esos partes metereológicos que anuncian fuertes temporales que nunca llegan.... hasta que llegan, y cogen a todo el mundo desprevenido. En pocos días se ha desatado la fiebre del euro y todo el mundo corre a comprar los famosos monederos para tocar la nueva divisa, discutir sobre su forma y color con las amistades, o para colgarlos como regalo en el árbol de Navidad. La gente habla del redondeo y se apresura a hacer vaticinios sobre los precios. Algunos anuncian un fuerte crecimiento de la inflación como consecuencia del ajuste al alza de los mismos, mientras otros apuestan por un descenso del consumo, resultante de la desconfianza de los compradores. Quien más quien menos hace chistes sobre el caos que puede organizarse al pagar las copas el día de Nochevieja, mientras los sindicatos negocian las condiciones de apertura de las entidades financieras en Año Nuevo y el número de trabajadores que se quedarán sin juerga o irán a currelar con la resaca a cuestas. Unos y otros, en fin, esperan con relativa expectación lo que pueda ocurrir a partir del uno de enero.

Sin embargo, paradojas de la vida, los primeros ciudadanos del mundo que utilicen el euro como moneda contante y sonante no serán europeos. Como ya sucedió con el famoso cambio de milenio, las islas del Pacífico nos tomarán la delantera. En este caso, serán los habitantes de Nueva Caledonia -una de las posesiones francesas de ultramar, esas que en el país vecino denominan los Dom-Tom- los llamados a inaugurar la nueva era. Quién sabe si el Gobierno galo tiene pensado ya regalar una pensión vitalicia -por supuesto en euros- al primer ciudadano caledonio que, en la mañana del día uno, compre el pan y el periódico en la moneda común, o al menos obsequiarle con un euromonedero, como cuando nacen quintillizos o llega el turista tres millones, ése que se benefició de no bajar tan deprisa del avión. Aunque a lo mejor no se les ha ocurrido y es Aznar quien, en su afán por parecerse al césar, decide tomar la iniciativa y dar así, en los inicios de su presidencia europea, un golpe de efecto que extienda su autootorgada aureola de estadista hasta los confines del universo. Algunas malas lenguas cuentan que su patriotismo ha subido varios enteros más al conocer que los franceses han calculado mal la fabricación de piezas de 10 céntimos y que el Banco de España ha tenido que aprovisionarles con 100 millones de monedas con la efigie de Cervantes en el reverso.

Entre tanto, al otro lado del Canal, fieles a las tradiciones, los británicos miran por encima del hombro a sus socios del continente como si la cosa no fuera con ellos, mientras los inversores japoneses deshojan la margarita para decidir si les interesa seguir fabricando coches en la pérfida Albión para luego venderlos en Italia, Francia, o Alemania, debiendo hacer frente a un cambio de divisa siempre incierto. Tonterías o minucias para un país en el que muchos ciudadanos siguen todavía resistiendo frente a la dictadura del Sistema Métrico Decimal, y cruzan apuestas sobre cuantas yardas hay desde Covent Garden a Trafalgar Square mientras beben la enésima pinta de cerveza.

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