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LA CRÓNICA
Columna
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Focos sobre una sombra

Pasqual Maragall fue el otro día a visitar la exposición de Dora Maar. Y Victoria Combalía, la comisaria de la exposición, directora de Tecla Sala, donde se exhibe después de pasar por la Haus der Kunst de Múnich, y mayor autoridad en la artista hasta el punto de haber soñado repetidamente con ella -pero esto, me explica, suele pasarle a los biógrafos con sus biografiados-, le estuvo glosando durante largo rato el contexto de las obras, los vínculos de Dora Maar con Bataille, Picasso, los surrealistas, su viaje a Barcelona en 1934, lo inteligente que era incluso en sus años de senilidad, su obsesión por la discreción, etcétera. Quizá Maragall salió convencido de que Dora Maar (en adelante DM) fue una gran artista. Y quizá lo fuese, en potencia, y también en las machadianas 'hondas bóvedas del alma', que es donde menos a disgusto se sentía y a las que se retiró en cuanto pudo, a paladear el hastío encerrada a cal y canto. Pero uno, después de haber escuchado a Victoria Combalía (en adelante VC) y después de leerle unos cuantos artículos y ensayos sobre DM, de ver dos veces la expo, de haber estudiado el magnífico catálogo, después, en fin, de haberse empapado de DM de manos de su apóstol, se inclina a pensar que el trabajo creativo aquí ha corrido en buena parte a cargo precisamente de VC; pues ella ha creado a una artista donde, en mi opinión, apenas la hubo.

Quizá Dora Maar fue una gran artista, en potencia y en las 'hondas bóvedas del alma', a las que se retiró en cuanto pudo

DM fue una prometedora fotógrafa durante seis años, en una época fértil en talentos de la especialidad, desde Man Ray a Cartier-Bresson, Brassai, Sudek, Moholy-Nagy y tantos otros cuya obra ofrece la impresión clara de un cumplimiento indiscutible. No es su caso. Según Cartier-Bresson le dijo a VC, 'DM es una notable fotógrafa' cuyas obras poseían 'algo notable y sobrecogedor'. En esta expo, en efecto, vemos algunos aciertos y sugerencias que indican caminos por los que quizá ella hubiera llegado lejos; por ejemplo, en sus collages surrealistas, o en los retratos de lisiados, ciegos y mendigos. Pero abandonó la cámara para convertirse en pintora. Decisión que mantuvo por más de 30 años y que ahora a todos les parece un error, un error fatal.

Por lo demás, nos encontramos aquí ante otro caso interesante de mujer llena de talento y frustrada por el genio al que amó, en la línea de Camille Claudel, de Silvia Plath, de Zelda Fitzgerald, etcétera -cada día se descubre una y Carmen Alborch o Rosa Montero las van a meter a todas juntas en un próximo libro-; en este caso el papel de malo le corresponde a Picasso, que la convenció de que se dejase de fotos y se pasase a los pinceles. En el espíritu de nuestro tiempo está la reivindicación de la mujer como víctima, y de ese papel se beneficia ahora DM, cuya cotización se dispara hacia los cielos y cuya posteridad ya está garantizada. Aunque cabría preguntarse: ¿en calidad de qué? ¿De fotógrafa, de pintora, o más bien de fetiche y figura fantasmal a la que nuestra fantasía puede poner a deambular por el París de las décadas prodigiosas, París de las vanguardias que ya pertenece también a un mundo fantasmal, para alejarse luego, decidida y desdeñosamente y con un piadoso rosario en la mano, hacia el encierro en el sur del que nunca querría regresar? Su magnífica leyenda cuenta de una joven que en un café de París sugiere a Picasso y compañía que se arrodillen, recen y se arrepientan de sus pecados. Una desequilibrada a la que devuelven a la sensatez a base de electrochoques. Una fotógrafa que, considerándose no menor que Man Ray, se pasa la vida pintando sin exponer; una que paga a los comisarios que al fin la descubren, rescatan amorosamente sus obras y llaman la atención hacia las mismas, y les cuelga el teléfono de una vez por todas. Una pintora que corta con su galerista porque ha descubierto en él tendencias anticlericales; una que rechaza la invitación a exponer en el Centro Pompidou porque las tarjetas de invitación le parecen de un gusto muy ordinario. En fin, una que pasa la edad anciana en el 'desorden y el aburrimiento espantosos', hablándose sólo con el cura y la vecina (y con VC por teléfono), entre papeles arrugados y detritus que ya aparecen premonitoriamente en una foto del año 1934: Verja cerrando un patio abandonado. Nos hallamos ante lo contrario de una pop-star o de un filisteo al uso. Vivió como si estuviera arruinada, y a su muerte resultó que poseía 130 picassos, por valor de millones de euros. Con venderse algunos, ella, el cura y la vecina hubieran podido vivir como Curro el del anuncio de los viajes al Caribe, pero prefería ser un personaje de Beckett. Uno, acorde con el espíritu de su tiempo y sumiso a él, cuanto más piensa en su olímpico desprecio y en su espléndido fracaso, más le van gustando sus fotos.

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