Una tarde con Hemingway
Conocí, hará ya una friolera de años, a un tipo llamado Alfonso, exiliado político español en París y lector compulsivo de todo lo que encontraba en su camino. Era un tipo sin duda inteligente, pero abocado por las circunstancias a ser traficante de hachís para subsistir en París. Cuando yo le veía, él iba siempre vestido con un chándal de boxeo y llevaba encima una camisa y encima de la camisa un jersey azul de marinero francés, es decir, que iba tal como solía ir muchas veces vestido Hemingway en sus años de juventud en aquella ciudad. Por lo demás, se parecía bastante al escritor cuando era joven, sobre todo a una fotografía que había visto yo de éste cuando era teniente de la Cruz Roja. Yo tenía muy claro ese parecido suyo con Hemingway, pero no le decía nunca nada, le compraba la mercancía, soportaba su envidia o su rencor que procedía de excesivas lecturas sobre la lucha de clases, soportaba sus bromas sobre mí y sobre mi patética buhardilla y me marchaba. No veía útil decirle algo sobre su parecido con Hemingway, pues el chándal lo llevaba porque practicaba el boxeo en sus ratos libres. Pero también era cierto que su jersey azul de marinero francés era el más viejo y antiguo que había visto en mi vida, lo que convertía en probable -no mucho, pero en probable- que ese jersey pudiera ser el mismo que en su momento había sido propiedad de Hemingway. Pero yo no le decía nada. Para qué, pensaba. Hasta que una tarde se propasó en cuanto a las bromas y comenzó a reírse con tanta crueldad de mi buhardilla y de mi afición al hachís y la absenta que no pude más y le pregunté si no se había dado cuenta de que él iba vestido igual que Hemingway cuando éste era joven y vivía en París. Reaccionó más rápido de lo que esperaba y logró sorprenderme al decirme: "Es que soy Hemingway. Yo creía que ya te habías dado cuenta".
"He tratado de salir de la miseria a través de mis conocimientos autodidactos, pero de nada me ha servido"
"Es curioso que casi nadie acepte consejos y en cambio sí acepte dinero; será que el dinero es más valioso"
Cuando me preguntan si los textos los tengo organizados en la cabeza antes de escribirlos o bien se desarrollan sorprendiéndome a mí mismo a medida que avanzan, siempre contesto que en la redacción se producen sorpresas infinitas. Y que por suerte es así, porque la sorpresa, el sesgo repentino, la frase que se presenta en el momento preciso sin que se sepa de dónde viene, son el dividendo inesperado, el fantástico empujoncito que mantiene activo a un escritor. Eso es lo que logró Alfonso aquel día con su sorprendente respuesta, mantenerme despierto y bien activo y con un más que aceptable juego de cintura. Me di cuenta de que haría bien en seguir por la senda que él había iniciado al decirme que era Hemingway. Porque si lo era, si era Hemingway (que no lo era, claro) tenía yo una oportunidad única de entrevistarlo. Y, de lo contrario, no pasaba nada: la ficción siempre ha sido ficción y hay que creer en ella cuando aparece con gracia. Cuando eso sucede, hay que ser consciente de que se trata de una exquisita ficción y, sabiéndolo, creer en ella. Uno no debe ser remilgado ante situaciones de este estilo. Si Alfonso decía que era Hemingway, lo más práctico que yo podía hacer era dar por buena su afirmación y pasar a interrogarle para ver cómo se defendía siendo el que decía ser.
"Los ricos son gente muy distinta, no se parecen a nosotros", le dije. Esto, como se sabe, es lo que en cierta ocasión Scott Fitzgerald le había dicho a Hemingway, que le había contestado: "Ya lo creo. Tienen más dinero". En cambio, Alfonso me respondió: "La maldición de los ricos es que tienen que vivir con los ricos". Con ser ingeniosa la respuesta, no era en todo caso la más pertinente. ¿O acaso ésa era la forma de hablar de Hemingway? Por supuesto que no, Hemingway no hablaba como si fuera Oscar Wilde o Chesterton. Decidí que lo mejor sería abandonar aquella entrevista, pero antes le hice una última pregunta, una pregunta que me atañía directamente: "Señor Hemingway, ¿cuál cree que es el mejor adiestramiento para el aprendiz de escritor?". Cuando ya menos lo esperaba, su respuesta me sorprendió. Regresó el sesgo inesperado, y yo pude seguir activo, entrevistando entusiasmado. "Digamos", me contestó, y eso sonaba muy Hemingway, "que ese aprendiz de escritor debería ahorcarse porque descubre que escribir bien es intolerablemente difícil. Entonces alguien debería salvarlo sin misericordia y su propio yo debería obligarlo a escribir tan bien como pudiera durante el resto de su vida. Así al menos tendría la historia del ahorcamiento para comenzar".
Yo, que no podía estar ya más animado, le pregunté entonces: "Señor Hemingway, ¿cambian el tema o la trama o un personaje a medida que uno escribe?". "Algunas veces uno sabe la historia", dijo cubriéndose la cara como si estuviera boxeando, "y otras veces uno inventa esa historia a medida que escribe y no tiene la menor idea de cómo van a ir las cosas. En realidad todo cambia a medida que se mueve. Eso es lo que produce el movimiento que produce el cuento. Algunas veces el movimiento es tan lento que no parece estar moviéndose. Pero siempre hay cambio y siempre hay movimiento".
Me animé todavía más. "Señor Hemingway, cuando escribe ¿alguna vez descubre que está influido por lo que está leyendo en ese momento?". Estuvo unos segundos concentrado en sí mismo hasta que por fin me dijo: "Actualmente nada de lo que leo me influye, pero hubo una época en la que Joyce fue importante. Eso me trajo graves problemas con mi amiga Gertrude Stein cuando se me ocurrió comentar que Ulises era un libro jodidamente bueno, y ella me dijo que si alguien mencionaba dos veces a Joyce en su casa, no se le invitaba nunca más". "¿Y usted qué hizo?", pregunté. "¿Qué iba a hacer, amigo? Reprimirme. No volví a pronunciar aquel nombre en su casa".
Parecía haberse quedado triste, pero de pronto reaccionó de forma imprevista, se animó y pidió más preguntas. "¿Usted diría que su obra tan sólo contiene una o como máximo dos ideas?". Se rió. "¿Quién ha dicho esto? El hombre que lo dijo posiblemente tenía solamente una o dos ideas", me contestó.
Estuve un buen rato entrevistándole y tuve la sensación de haber aprendido mucho, pues la verdad es que escuché con atención algunos de sus consejos. "Es raro", me dijo hacia el final de la entrevista, "que usted atienda a mis consejos. Normalmente nadie los escucha ni los acepta. Es curioso que casi nadie acepte consejos y en cambio sí acepte dinero; será que el dinero es más valioso".
Esto último no me sonó para nada a Hemingway. Y mucho menos lo que a continuación dijo: "He tratado de salir de la miseria a través de mis conocimientos autodidactos, pero de nada me ha servido. Tengo que malvivir vendiendo mierda. De niño, apenas teníamos qué comer. Madre inválida y padre borracho. Pero eso sí, había que mantener las apariencias. Pobres, pero limpios. Todavía no entiendo cómo la conciencia social se despertó en mí, porque yo no la tenía, estaba resignado".
Sólo cuando dijo esto, que tampoco me sonó para nada a Hemingway, di por acabada la entrevista. Una exclusiva mundial, pensé, algún día la escribiré. "¿Algo más que añadir?", pregunté. "Ponga que me gusta mucho la nieve y los inviernos y llevar a mis hijitas a las clases de piano", me dijo. Y ante la feroz mirada que le envié -como pidiéndole que por favor no se saliera tanto del guión- añadió: "¿Qué pasa? No suelo contarlo todo, me rijo por el principio del iceberg. La historia secreta de este encuentro constrúyala usted con lo no dicho, no voy a ser yo el que trabaje siempre. Padre borracho y madre inválida. Recuerde esto y vuelque toda su pericia en la narración hermética de mi tristeza".
¿Tenía yo una entrevista en exclusiva mundial o más bien un cuento? Había ya oscurecido y debía regresar a mi buhardilla, se había hecho tarde y no debía olvidarme de que me esperaba una amiga para compartir el hachís. A él, por otra parte, quien le esperaba era un pintor. "He quedado con el pintor Miró en el gimnasio donde boxeo", dijo. Y la palabra boxeo sonó muy contundente, como un puñetazo al entrevistador, y también al cuentista.
Periodista
Ernest Hemingway, escritor y periodista norteamericano, nació el 21 de julio de 1898 en Oak Park, Illinois. En 1917 se empleó como reportero en The Kansas City Star. Declarado inútil para el servicio militar por un defecto ocular se enroló en la Cruz Roja para participar en la Primera Guerra Mundial. En 1918 cae herido en el frente austro-italiano, y en 1926 publicó su primera gran obra, Fiesta, y en 1929 Adiós a las armas, novela basada en su experiencia como herido de guerra. En 1938 viene a España como corresponsal de guerra y en 1940 escribe Por quién doblan las campanas. En 1952 publica El viejo y el mar y, dos años más tarde, en 1954, consiguió el Premio Nobel de Literatura. Se suicidó el 2 de julio de 1961.
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