Un golpe que cambió la historia
En general, los historiadores han acercado mucho sus posturas acerca de un pasado tan controvertido como el español, pero la sublevación que en la madrugada del 13 de septiembre de 1923 llevó al poder al general Primo de Rivera sigue teniendo aspectos muy controvertidos referidos a aspectos básicos de la interpretación histórica. No cabe la menor duda de que la aceptación del golpe por el Rey tuvo como consecuencia última la proclamación de la República. Lo que se sigue discutiendo es hasta qué punto Alfonso XIII participó en la conjura y si un régimen liberal como el que había en España en 1923 hubiera podido evolucionar hacia una democracia.
Esto segundo hubiera sido, desde luego, posible, pero también improbable a medio plazo. España tenía un sistema político liberal, pero en ella los resultados electorales eran objeto de pacto entre clientelas ante la mayoritaria pasividad ciudadana. El régimen parlamentario presenciaba a menudo una seria confrontación incluso sobre temas tan espinosos como las responsabilidades acerca de los sucesos de Marruecos. Pero no les daba la solución, y además, la fragmentación en grupos personalistas de los grandes partidos producía fuerte inestabilidad. No hubo un intento realmente serio de cambiar el sistema político en el sentido de hacerlo más veraz y responsable, al menos ante una opinión pública urbana cada día más inquieta. En estas circunstancias era muy posible un golpe de fuerza. Algo parecido sucedió en Portugal y en Italia, aun con unas características distintas.
La resistencia fue escasa o nula, incluso en los medios sindicalistas o intelectuales. Los políticos desplazados consideraron irremediable una situación autoritaria temporal corta
El paralelismo con el 23-F no es correcto. El Gobierno de 1923 no tenía el apoyo que tuvo tras de sí la democracia española. La actitud del nieto de Alfonso XIII fue decidida y muy distinta
Una interpretación tradicional, nacida en la época republicana, ha sido que fue el Rey quien utilizó a un puñado de generales, en especial a Primo de Rivera, para dar el golpe. Pero la reconstrucción minuciosa del mismo a través del archivo de Primo de Rivera prueba que no fue así.
En realidad, en la España de 1923 no hubo una sola conspiración militar, sino varias. El liberal Aguilera, exigente perseguidor de las responsabilidades por el desastre de Annual desde un puesto al frente de la justicia militar, pudo encabezar una. Su actitud política era de izquierdas, por así denominarla, y había logrado el apoyo de intelectuales disidentes como Unamuno. Pero también había inquietos generales como Cavalcanti quejosos precisamente porque las responsabilidades les afectaban a ellos. El Rey pensó por un momento en asumir el poder político mediante una especie de golpe institucional acompañado por la Junta de Defensa, formada por las más altas figuras militares y políticas del reino, pero lo desechó. Y, en fin, hubo otra conspiración, la realmente triunfante: la de Primo de Rivera, un militar a la vez muy metido en política cuyo rumbo había sido errático y del que en absoluto podía decirse que fuera el líder militar del momento.
El Gobierno y también el Rey conocían de sobra que había rumores de movimientos militares. Pero en España, durante toda la Restauración habían sido muy frecuentes e incluso periódicamente se producían intromisiones de los militares en la vida política. Un golpe militar propiamente dicho les parecía a los ministros del Gobierno de concentración liberal algo muy improbable. Uno de ellos llegó a decir que todo aquello no era más que "jarabe de pico", es decir, conspiración de café. Pero se equivocó. El golpe, que hubiera podido ser evitado si el Gobierno hubiera sido más firme y decidido, fue descartando unas posibilidades y haciendo más viables otras. El más brillante de los generales afectados por las responsabilidades, Cavalcanti, fue procesado y quedó en las peores condiciones para capitanear un golpe. El general Aguilera se suicidó desde el punto de vista político, tras un sonoro incidente con el político conservador Sánchez Guerra, que acabó con un bofetón de éste. Tampoco parecía el arquetipo del buen golpista quien había dado esa imagen. El Rey, quizá por su inconsistencia o por el consejo de Maura, dejó pasar su proyecto. Primo de Rivera, en cambio, se mantuvo en él. Barcelona le proporcionaba una buena base de partida.Allí, en absoluto parecía inmediata la revolución social: el anarcosindicalismo se había autodestruido a través del ejercicio del pistolerismo y una larguísima huelga de limpieza había demostrado la impotencia del Estado.Había militares ultraderechistas,jóvenes nacionalistas exaltados y catalanistas en estado de perplejidad. La ambigüedad de Primo de Rivera le permitió aparecer alineado con sectores muy diversos. No tenía muchas simpatías entre los altos mandos militares, pero con muy escasa antelación al golpe difundió entre ellos que iba a hacer algo; desde el principio señaló como su adversario fundamental a la clase política.
Como suele suceder en toda conspiración, el golpe acabó adelantándose debido a incidentes inesperados. En Zaragoza, un emisario civil adelantó una preparación que estaba retrasada.En Barcelona, en la madrugada del 12 al 13 de septiembre, el ministro de la Guerra conminó a Primo de Rivera a la disciplina y se encontró con que éste interrumpía la comunicación.
Ahora ya no cabía duda de lo que estaba sucediendo, pero la actuación gubernamental siguió siendo desconcertada y poco firme. Alba, la principal figura del Gabinete, dimitió sin ni siquiera pedir resistencia, sino pacto con los sublevados; luego se exilió.Tan sólo algunos ministros se inclinaron por la resistencia: Portela Valladares fue enviado a Barcelona, pero tuvo que detenerse en Zaragoza, ya sublevada. El almirante Aznar (luego presidente en el último Gobierno de la Monarquía) propuso también resistir. Se pensó en enviar al general Weyler, un prestigioso liberal, a Barcelona para restablecer la disciplina. Pero fue demasiado tarde.
Alfonso XIII, desde San Sebastián, preguntó a los altos mandos militares cuál era su posición a través del jefe de su cuarto militar, el general Milans del Bosch. También lo hicieron las autoridades de Madrid. La respuesta parece haber sido unánime con una sola excepción: no estaban con el Gobierno, aunque tampoco de manera completamente explícita por Primo de Rivera. Hubo, como tantas otras veces, un "pronunciamiento negativo". Sólo en Valencia hubo resistencia durante algunas horas, pero la oficialidad se impuso al capitán general.
Sin la confianza real
Primo de Rivera, desde un principio, había pensado que el acto final de su golpe era "dar cuenta al Rey". No tenía, por tanto, total confianza en su apoyo. Alfonso XIII, ante las primeras noticias, sólo le recomendó que mantuviera el orden. Luego recibió del general una confusa pero grave amenaza de que podía producirse derramamiento de sangre o volverse el golpe contra la Monarquía si se alineaba con el Gobierno. Éste, en un gesto que pudo ser tan sólo formal, pidió el absoluto apoyo del Rey, pero reconoció no tener garantías de poder someter a Primo de Rivera.Alfonso XIII, ya en Madrid, llamó al general a la capital.
El golpe había triunfado, pero en realidad no se sabía bien cuál. La resistencia fue escasa o nula,incluso en los medios sindicalistas e intelectuales. Los propios políticos desplazados consideraron irremediable una situación autoritaria temporal corta. Pero Primo de Rivera, que había pensado en un Gobierno colectivo militar con técnicos civiles, en su viaje a Madrid cambió de postura. Ahora quería ser dictador él solo. El Rey recurrió a una fórmula complicada: le nombró ministro único y se guardó la legalidad porque juró ante el titular de Justicia anterior. Explicó a los embajadores francés y británico que el golpe no había sido cosa suya, pero pronto se sintió confortable en la nueva situación y acabó violando la Constitución cuando no convocó las Cortes. Se había jugado el trono.
Sesenta años después, en febrero de 1981, se reprodujo una situación parecida. El general Armada ha justificado su actitud como una posición intermedia entre unos mandos militares totalmente golpistas y unas instituciones inhabilitadas. Pero el paralelismo no es correcto. El Gobierno liberal de 1923 no tenía el apoyo que en cualquier momento tuvo tras de sí la democracia española. Entre los mandos militares, la actitud claramente alineada con el golpe, al menos de modo pasivo, fue importante, aunque menor que seis décadas antes. Pero, sobre todo, la actitud del jefe del Estado, el nieto de Alfonso XIII, resultó decidida y muy distinta. Sin duda, en esto y en muchas otras cosas había aprendido de la historia.
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