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Columna
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Cirugía radical

Hay cada vez más gente, desde la orilla izquierda del espectro ideológico, que anda algo perpleja estos días tras constatar que los europeos votan cada vez más a la derecha, cuando ha sido ésta (o, al menos sus intelectuales orgánicos más señalados) una de las principales responsables de la última crisis financiero-inmobiliaria que nos invade. Todo ello, al tiempo que comprueba, atónita, cómo ni los escándalos de presunta corrupción ni las visitas oficiales a las fiestas de Villa Certosa afectan lo más mínimo a los votantes de dicha tendencia ideológica.

Hay dos posibles explicaciones para ello. La primera hace referencia al hecho de que, en general, la gente considera que tales conductas, o bien no son tan nocivas como parece, o bien no son significativas desde el punto de vista político, en un mundo en el que la corrupción está cada vez más generalizada en todos los niveles de la sociedad. De hecho, incluso sus principales autores podrían llegar a ser percibidos como una referencia (amoral, pero referencia al fin y al cabo) para una gran parte de la población, que, ante el desprestigio general de la política, y no creyendo ya que el sistema pueda cambiar lo más mínimo, busca acomodo en el mismo siguiendo modelos de supervivencia de eficacia probada (al modo del inefable S. Berlusconi).

La segunda tiene que ver con el onanismo intelectual (y antropológico) de la izquierda europea, que en tiempos de confusión suele carecer, no solo de discurso propio, sino también de liderazgos creíbles. Sin olvidar, claro está, esa secular tendencia a la fragmentación, a la que tan aficionados suelen ser sus diversos componentes (obsesionados casi siempre con la letra pequeña del contrato).

En mi opinión, para que este estado de cosas cambie sustancialmente se necesita afrontar ambos asuntos de manera verdaderamente radical. Y cuanto antes, mejor. El problema es que, tal como está el patio sociológico, ello solo podrá conseguirse sometiendo a una profunda revisión las bases mismas de un sistema democrático percibido generalizadamente como de muy baja calidad y en el que los partidos de la izquierda y la derecha de este país pastan apaciblemente desde hace ya muchos años.

Elaborar listas abiertas, revisar a fondo los mecanismos de reclutamiento y promoción de militantes y candidatos, perderle el miedo a la autocrítica, y aceptar que el adversario a veces puede llevar razón, son ya objetivos, tan urgentes como imprescindibles, en un mundo poliédrico en el que la verdad no puede estar por completo en un solo lado del espectro doctrinal.

Pero no solo eso. También urge diseñar una estrategia decidida contra la corrupción, allá donde ésta se encuentre; declarar la guerra al despilfarro público y a la propaganda institucional; acabar con el urbanismo salvaje, erigir barreras legales insalvables al control partidista de las televisiones públicas, las cajas de ahorro y demás instituciones de interés general, etc.

Quizá lo que mucha gente está esperando (aunque posiblemente todavía no lo sepa), es que alguien (con el suficiente liderazgo moral para ello) acepte de manera explícita que es el sistema democrático mismo el que está en situación de enfermo terminal. Para hacerle ver, a continuación, que existe una mínima posibilidad real de que éste pueda recuperarse, si se le aplica una cirugía verdaderamente radical, y no solo reparadora. Mientras todo esto no ocurra, la izquierda podrá seguir culpando de todos sus males al adversario político. O lo que es aún más grave, a los votantes en general, al dejarse embaucar por esos modernos trileros de la derecha política que tan bien manejan la inteligencia emocional. Pero la verdadera respuesta a sus desdichas seguirá estando dentro de ella misma. El tiempo me dará la razón.

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