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Hoy, Luis Mateo Díez | Ficciones | 'Mi primera vez'

En bicicleta

Fue mi tío Esteban quien regaló a sus sobrinos una primera bicicleta, y de todos mis hermanos yo fui el último en aprender a montar en ella. Lo hice por primera vez, tras algún entrenamiento más bien calamitoso, cuando Esteban decidió que lo más efectivo es que corriera la aventura, carretera abajo, mientras él y alguno de mis hermanos, todos hasta el gorro de mi incapacidad, aguardaban apostados para evitar lo peor. Lo peor no sólo se correspondía con mi ineptitud, también con el miedo y la osadía del descontrolado. Yo era un chico tan pacato como contradictorio, capaz de las mayores inutilidades y de las más inesperadas hazañas. Monté en la bicicleta con poca convicción pero mucha arrogancia y mi tío Esteban me dio un leve impulso. La carretera atravesaba en lenta pendiente el centro del pueblo, eran las doce de la mañana y, al margen de mis hermanos, hastiados y chillones, no parecía que hubiera muchos espectadores. Comencé a pedalear cuando Esteban, que venía corriendo tras de mí con precisas ordenes y advertencias, me pidió que frenara un poco. El impulso fue el contrario y la bicicleta comenzó a tomar una velocidad que rebasaba con mucho lo previsible. El primero que salió a la carretera fue mi hermano Antón, más asustado de lo debido y abriendo los brazos para contenerme. A mis hermanos lo único que les importaba era lo que pudiera pasarle a la bicicleta. Fui hacia él sin destino, prevalecido de la dirección incontrolada pero todavía sin que la sensación de peligro me conturbase. Antón corrió como un desgraciado, pidiendo auxilio, y cuando ya estaba a punto de atropellarlo, hice un viraje y salí a la derecha de la carretera, hacia la casa más cercana. Nada frenaba ya mi velocidad ni mis convicciones. Derribé al abuelo Perto, un hombre silencioso que pasaba el día en el poyo de la entrada de su casa, y enfilé el largo pasillo de la misma hasta la cocina, donde Pura, su hija, separaba de la lumbre el puchero del cocido, mientras la embestía y lo derramaba entre gritos y aspavientos. La dirección la tenía obviamente perdida, pero no el control. Di la vuelta en la cocina, dejando a Pura en el suelo, entre el caldo y los garbanzos, y volví a la carreterera, mientras el abuelo Perto me amenazaba con la cayada. Esteban y mis hermanos Floro y Miguel aguardaban más sorprendidos que consternados, y me vieron seguir como una bala, carretera adelante y, debo reconocerlo, con la conciencia de quien pisa el acelerador con placer y valentía. Ya con cierta habilidad logré sortear al perro de Tomás, que siempre estaba dormitando en medio de la carretera, y fue al final del pueblo cuando de pronto me percaté de que no sería capaz de detenerme, de que la bicicleta me llevaba succionado en el ímpetu de su velocidad incontrolable. Entonces cerré los ojos, alcé las manos del manillar, separé los pies de los pedales y grité como un poseso, sabiendo que no habría socorro posible. Lo que aquello pudo durar, hasta que me estrellé contra un chopo, no puedo recordarlo. Fueron unos instantes exaltados, tal vez los más arriegados y libres de mi vida. La cicatriz que conservo en mi brazo derecho siempre me pareció la huella de una dirección encaminada al destino y al aprendizaje. Mis hermanos jamás me perdonaron el estropicio de la bicicleta.

Di la vuelta en la cocina, dejando a mi tía en el suelo, entre garbanzos, y volví a la carretera
FERNANDO VICENTE

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