Pintar los brotes verdes
Ochenta desempleados participan en un proyecto piloto en Cantabria Entre ellos se forman, se apoyan y trabajan para facilitar su regreso al mundo laboral Una cuarta parte ya ha encontrado trabajo
En el aula de Castro Urdiales es difícil saber quién es el padre de cada niño. Los dos bebés, acostumbrados al baile, ruedan de brazo en brazo sin protestar cada vez que aterrizan en un nuevo regazo. Una pista clara sobre los lazos de parentesco la ofrece Gemma cuando se saca el pecho para amamantar a uno de los críos, pero en cuanto el niño termina de comer se lo pasa a Iratxe y se sienta en un ordenador porque tenía una oferta de empleo a medio mirar que les puede ir bien a ambas. En la mesa de atrás, Patxi llama a Miguel señalando la pantalla: “Este anuncio lo he visto en Infojobs. Yo creo que es tu perfil, ¿no?”.
Cuatro lanzaderas como esta llevan funcionando dos meses en Cantabria. En cada una participan 20 desempleados, y cada uno de ellos se esfuerza para que todos encuentren trabajo. Es un proyecto piloto, y aún es pronto para evaluar resultados, pero los primeros datos llegan puntuados con una exclamación: de los 80 inscritos, 22 ya se han colocado. Pero lo más prometedor no son los números, sino escuchar de boca de estos desempleados un discurso de un optimismo que nadie esperaría en una reunión semejante.
Por ejemplo, Miguel Pascual. Llevaba seis años de administrativo en una funeraria, pero también conducía el coche fúnebre y ejercía la tanatopraxia, una disciplina sobre la que parece mejor no indagar más. “Estaba aburrido, pasivo. Y, claro, me acabaron echando”, cuenta resignado. Pero el susto pasó. “Quiero reinventarme, aprovechar estos meses en la lanzadera”, dice. “La vida es corta y tienes que hacer lo que te guste. Yo había seguido unos cursos de informático hace tiempo, y he descubierto que eso es lo que me interesaría hacer”.
En la lanzadera de Castro Urdiales, Miguel prepara entrevistas laborales o asimila los fundamentos legales para montar una empresa. Al mismo tiempo, da clases de informática a sus compañeros, lo que también le sirve para alimentar el currículo. Se presentó voluntario al proyecto en cuanto le hablaron de él en los servicios de empleo. No fue hasta la primera reunión cuando empezó a ver de qué iba aquello: gente de perfiles diversos, capitaneada por un coordinador, que es el único que cobra, aunque él también deba buscarse un empleo porque, a la conclusión del programa (nueve meses), no se le renueva el contrato. Es parte del espíritu del asunto: todos navegan en el mismo barco.
La mañana en Castro Urdiales ha nacido brumosa, pero se va abriendo. Como todos los jueves, los miembros de la lanzadera se reúnen para una de sus tres sesiones semanales. El aula se ubica en un edificio municipal, un chalé del siglo XIX que fue residencia para señoritas. Dirige el encuentro Paz Santamaría, una psicóloga que sustituye a Julián Ruiz, el primer coordinador del grupo y que, para que no dijesen que no predicaba con el ejemplo, encontró colocación en Catar como ayudante de Valero Rivera, seleccionador de balonmano del emirato.
El plato fuerte del día es una clase de creación de blogs impartida por Hilda y Ainhoa. Esta última es una de los cinco miembros del grupo de Castro que han encontrado empleo. “Trabajo, pero no de lo mío, sino de dependienta”, aclara. Quiere volver a ser administrativa, como lo era hace dos años. Por eso continúa formándose y aprende a venderse mejor ante los empresarios. Además, en la lanzadera ha conocido a Hilda Valmañana, una ingeniera de caminos con la que ha montado el blog Mi regalo personalizado. “A mí me gustan las manualidades, y a ella, la pintura. Ahora sacamos algún dinerillo con ellas”, cuenta.
Mientras Hilda explica a sus compañeros cómo subir fotos a una bitácora digital, Héctor, su bebé, aprende a gatear entre las sillas bajo la supervisión colectiva. Patxi Camacho se distingue por ser de los más atentos con el bebé, pero hoy toda su concentración es para la clase de blogs. Va probando diseños para la cabecera del que está confeccionando bajo supervisión de Hilda y Ainhoa. “Patxi, entrenador personal”, escribe sobre fondos magenta y amarillos buscando el más impactante. Patxi fue escolta durante 13 años. “Ahora llevo año y medio en el paro”, cuenta, un tipo fibroso, en bermudas y con media melena y una mosca de barba bajo el labio inferior. “Al principio ves que te has quedado obsoleto, pero ahora me he sacado el título deportivo y estoy ilusionado”.
El Servicio Cántabro de Empleo es la institución responsable del programa de lanzaderas. Su directora, María Ángeles Sopeña, explica en su despacho, en un edificio de hormigón y vidrio de Santander, cómo surgió la idea de mejorar la preparación y el ánimo de los parados sirviéndose de ellos mismos como mano de obra. “El origen fue una conversación en Navidades con Peridis [José María Pérez, dibujante y arquitecto]. Él tenía un proyecto que encajaba con mi idea de que la recuperación tiene que estar basada en valores que se han perdido en el mundo laboral, como el bien común por encima del lucro rápido”.
Hay que atreverse con nuevas soluciones ante una situación tan dramática”, dice la directora de Empleo
Peridis le planteó el boceto de unos talleres en los que los desempleados abandonaran la posición pasiva que les destina el sistema clásico de colocación: colas, un funcionario que rastrea en su base de datos, formaciones genéricas... El proyecto tocó una fibra sensible, ahora que el paro en la plácida Cantabria rebasa los 55.000 inscritos. “Nos conquistó”, reconoce Sopeña, “y asumimos el riesgo de organizar el piloto: la Administración tiene que atreverse con nuevas soluciones en una situación tan dramática”.
Como el modelo debía basarse en la colaboración público-privada, Cantabria sacó a concurso cuatro lanzaderas por 60.000 euros cada una. Cuatro Ayuntamientos presentaron los proyectos que más aceptación encontraron. Los de Castro Urdiales y Torrelavega están gestionados por Santa María la Real —la fundación de Peridis—, el de Astillero, por la empresa de formación Empléate coaching laboral, y el de Santander, por una psicóloga por cuenta propia. Los ayuntamientos ofrecen locales, ordenadores y sus programas de inserción profesional. Prácticamente, el único gasto es el salario del coordinador de cada grupo. El contenido lo ponen los desempleados inscritos voluntariamente: ellos son los encargados de decidir qué formaciones necesitan, cómo las organizan, si las imparte un miembro de la lanzadera o hay que buscar en otro lugar... El programa es absolutamente flexible, con la excepción de unas habilidades comunes a todas las lanzaderas, como son la preparación de entrevistas y currículos, el manejo de redes sociales, el refuerzo de la autoestima y la mejora de las capacidades de comunicación y trabajo en equipo.
El proyecto pedagógico es deudor del de las escuelas-taller que Santa María la Real promovió durante la crisis de 1985 y que llevan tres décadas funcionando en España y América Latina. La fundación diseñó las lanzaderas como un instrumento abierto que se pudiese trasladar tanto al trabajo con grupos desfavorecidos como a universidades o empresas. “Lo importante es flexibilizar la oferta de acceso al empleo, porque lo de ahora no funciona”, explica Gumersindo Bueno, responsable del proyecto en Santa María la Real. La fundación aspira a, una vez consolidado el modelo, ocuparse de replicarlo en otros territorios —igual que hizo en la primera fase de las escuelas-taller—, asegurándose de que el espíritu no se pierde. Por lo pronto, esta misma semana ha inaugurado una lanzadera en Aguilar de Campoo. Sin embargo, esta voluntad de padrinazgo intelectual no es del todo bien recibida por el resto de lanzaderas cántabras, que se sienten relegadas a un segundo plano.
En cualquier caso, en la conversación con Sopeña se entiende por qué su discurso sintoniza tan naturalmente con el de Santa María. Ella se educó profesionalmente en los talleres-escuela y asumió el principio de que el individuo es quien más tiene que decir en su proceso de formación. Pese al entusiasmo con el que habla de la iniciativa, la directora de empleo mantiene los pies en el suelo respecto a las cifras: “Los de contratación son datos positivos, y también otros, como las 14 ideas de negocio que han surgido, pero hay que tener en cuenta que es verano, los contratos firmados son eventuales...”. Para Sopeña, que aspira a doblar la cantidad de lanzaderas en 2014, lo que no deja lugar a dudas es la evolución en la preparación y mentalidad de los desempleados.
Los primeros días costaba. Nos mirábamos con cara rara cuando la coordinadora hablaba de valores"
El asunto de la mentalidad positiva puede producir, de entrada, algo de rechazo, especialmente cuando el discurso se dirige a un grupo de personas que, ojerosas por la preocupación y con un millón de facturas a la espalda, ya han escuchado todas las arengas del mundo. “La verdad es que al principio nos sentíamos en Alcohólicos Anónimos”, ríe Sara Gómez, una administrativa de la lanzadera de Astillero. Enrique Geijo le da la razón: “No somos un grupo de boy scouts. Esto me ha reforzado, pero los primeros días costaba. Nos mirábamos con cara rara cuando la coordinadora hablaba de valores. Yo volvía a casa y no sabía contar qué había hecho. Pero luego vimos que intentaban crear comunidad, y ha funcionado”.
Los grupos de Astillero y Santander se han reunido en un aula de la capital para explicar su experiencia. Con edades entre los 24 y los 54, son un colectivo variopinto en el que caben diseñadores, reposteros, obreros y expertos en tecnología. La mayoría ya no cobra ninguna prestación, pero se sienten implicados en esta cooperativa de búsqueda de empleo. Cuentan con entusiasmo cómo se reparten las tareas diarias: hay un responsable del Facebook del grupo; otro, de su página web, y también están elaborando un mapa de contactos para llegar por e-mail a empresarios de la zona y venderles sus habilidades. A los de la lanzadera de Santander, un compañero que encontró trabajo en Murcia les envía ofertas; y parados de fuera de Cantabria les solicitan información por internet. “Es como si fuéramos una empresa”, dice otro de los participantes. “Imagina una lanzadera con seis millones de personas”.
Los mayores insisten en que la experiencia les ha servido para romper el aislamiento. Geijo, que ha trabajado de gestor de impagados, comercial y responsable de una cristalería, es muy gráfico relatando su evolución: “En un año y siete meses de paro he pasado por todo: depresión, posdepresión… Aquí te encuentras con gente que lleva 30 entrevistas y sabe más de esto que nadie. A mí me han enseñado a ver cosas positivas de mi perfil que puedo utilizar para encontrar trabajo”.
Fomentar la creación de empresas es otro objetivo. Proyectos modestos como el blog de manualidades de Hilda y Ainhoa en Castro representan una posibilidad de autoempleo, pero las lanzaderas también asesoran para iniciativas más complicadas. Por ejemplo, la de Cristina Fernández-Cotero, una física con 14 años de experiencia en EE UU y Europa: “Venía del extranjero. No sabía cómo buscar en España, y emprender me asustaba, pero ahora, con otro chico de la lanzadera estamos montando un proyecto de aplicaciones móviles”.
Todos los protagonistas coinciden en que este resulta un sistema idóneo para gente activa y con capacidades sociales; otros perfiles, más individualistas, críticos con la metodología o retraídos, podrían cortocircuitarse o coartar al grupo. Por eso, los organizadores insisten en la importancia del proceso de selección de candidatos (ejecutado por los gestores de las lanzaderas). “Es un principio que no se puede perder”, insiste Gumersindo Bueno.
En una sala de informática de un parque empresarial a las afueras de Torrelavega se reúne la cuarta lanzadera. Once participantes trabajan en una actividad de refuerzo de la autoestima. Cada uno está sentado con un sobre abierto ante él, y el resto de compañeros va levantándose e introduciendo en la carta un papelito con la cualidad que piensen que mejor describe al dueño del pupitre.
He aquí una de esas sesiones que los miembros de las lanzaderas bromean con que podría confundirse con un encuentro de Alcohólicos Anónimos, pero a las que ahora ninguno desea renunciar. Una jornada con ellos deja la impresión de que, además de la búsqueda de empleo, uno de los objetivos del proyecto es prepararlos para un mundo de incertidumbres: convencer a estos hombres y mujeres de que de ellos depende atesorar las fuerzas necesarias para vivir activos, tengan o no trabajo. Levantar una muralla para que la precarización laboral no erosione su carácter.
Todos van paseándose de mesa en mesa, introduciendo papeles en los sobres de sus vecinos. Al final del ejercicio leen los que cada uno ha acumulado. Empiezan por un electricista de 34 años llamado David Ruiz, que saca su primer mensaje y enuncia:
—Aquí dice que soy locuaz.
—¿Eso qué es? —pregunta otra chica.
—Que habla mucho —aclara alguien.
—La verdad es que no estoy de acuerdo —dice David acerca de su cualidad, y, para rubricarlo, no volverá abrir la boca en la sesión.
Luego le llega el turno a Natalia García, una diplomada de Trabajos Sociales que a sus 29 años es un vendaval. “Natural” es la cualidad que le atribuye un compañero. Ella la reconoce: “No me callo nunca”.
El coordinador, Manuel Cabo, aplaude la definición e introduce un matiz para reflexionar el próximo día: “Es una característica que aprecio, pero tenemos que hablar también de la diferencia entre cuando se ejerce la sinceridad y sincericidio”. Natalia acepta la sugerencia: “Eso es lo que me falta a mí”.
Han sido tres horas de reunión. Los 11 de Torrelavega se despiden entre bromas que dejan ver que se tienen cariño. Están orgullosos. Saben que se preparan para que los tiempos mejoren, pero también por si los malos se prolongan. “Llevaos el sobre con las cosas buenas que dicen de vosotros. Cuando os encontréis bajos, lo abrís y leéis alguna”, pide Cabo. Papelitos para resistir los días más amargos.
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