“Trabajábamos como burras al sol sin poder quejarnos ni luchar”
La activista marroquí fue explotada recogiendo fresas hasta que supo que tenía derechos Desde entonces no ha dejado de reivindicarlos para las mujeres del sector
Charifa Beja, marroquí de 25 años, empezó a trabajar cuando tenía 14. Había dejado de estudiar porque la escuela estaba a 10 kilómetros de su casa, en Douar Oulad Ouchih, y era inseguro para ella realizar ese trayecto a través del bosque cada día. “Había mucho riesgo de violaciones”, aclara. Así, cuando aparecieron furgonetas en su aldea que buscaban jóvenes para la recogida de la fresa, se subió. “Por necesidad”, dice.
Al principio estaba contenta con su empleo. “Me sentía útil y ganaba un poco de dinero”, explica. Entonces, un día en la vida de Beja consistía en levantarse a las tres y media de la madrugada para preparar la comida de toda la familia; después, la furgoneta pasaba a recogerla junto a otro grupo de mujeres. “Nos llevaba a la fábrica. Mi jornada laboral empezaba a las siete de la mañana. Cogíamos una caja de plástico a la espalda e íbamos al vivero. Cuando llegaba el encargado a mediodía, nosotras ya estábamos cansadas por el calor debajo de los plásticos; pero él nos gritaba con violencia para que no parasemos”, recuerda.
Beja, hoy presidenta de la Asociación de Mujeres Valientes del Sector de los Frutos Rojos, luce una perfecta manicura francesa que delata que sus manos hace tiempo que no se hieren o cortan arrancando el fresón de la mata. Pero recuerda con nitidez los siete años de servicio que no constan en ningún papel oficial, en los que su patrón no le dejaba ni beber agua cuando ya no soportaba la sed. “No podíamos llevar botellas, ni salir del invernadero; así que nos veíamos forzadas a beber de la de riego, que contenía productos químicos, o de la que se acumulaba en los plásticos en la época de lluvia”, detalla. “Algunas compañeras se han intoxicado o envenenado”, denuncia aún indignada. Las hay que, incluso, sufren malos tratos y abusos sexuales de sus capataces, abunda. Harta de padecer callada, con 21 años la joven fue despedida por exigir ayuda a sus superiores para llevar a su prima al hospital tras un accidente laboral.
Cuando llegaba el encargado a mediodía, nosotras ya estábamos cansadas por el calor debajo de los plásticos; pero él nos gritaba
Pese a que las vejaciones e irregularidades eran evidentes, Beja no supo que sus jefes habían vulnerado sus derechos hasta poco después de perder su empleo, en 2010, cuando una caravana del programa Justicia de Género de Oxfam Intermón llegó a su pueblo impartiendo charlas informativas. La joven, a la que ya nadie quería contratar, escuchó y aprendió. Y desde entonces, no ha dejado de reivindicar unas condiciones mejores para las mujeres de la fresa. “Trabajábamos sin contrato, sin horario fijo, ni cotizar a la seguridad social. Trabajábamos como burras al sol sin poder quejarnos ni luchar”, lamenta con energía en su última visita a Madrid invitada por la ONG en el marco de su campaña Avanzadoras.
Actualmente, una de las principales labores de la activista es precisamente la de impartir formación a otras mujeres de zonas rurales que, como ella, no han tenido acceso a la educación y no alzan la voz contra las injusticias a las que son sometidas porque desconocen sus derechos. Para ser más eficiente en esta tarea, Beja creó su propia asociación desde la que ha formado a las trabajadoras de 30 aldeas en las que, además, ha establecido sedes de su organización.
¿Ha cambiado algo? “Sí. En el transporte ya no van mezcladas con hombres; antes sí y se producían casos de abusos. Se empezaron a hacer contratos previamente leídos por las empleadas y con derecho a la seguridad social. Se estableció un horario y un salario acorde a los que dicta el Estado. No se da ahora tampoco esa violencia del patrón, hay un trato de respeto por parte de todos”, enumera.
Según mi padre, tenía que quedarme en casa y tener la misma vida que mi madre
El camino hasta convertirse en una reconocida activista marroquí y lograr sus objetivos allí donde interviene no ha sido fácil. No solo se tuvo que enfrentar al rechazo de los empresarios y la comunidad, sino que sus padres tampoco aceptaron inicialmente su dedicación sindical. “Pero yo continué; tenía que ir a congresos y convenciones sobre derechos, y dejé de ponerme la vestimenta que llevaba en la aldea. Mi padre no lo aprobaba. Según él, tenía que quedarme en casa y tener la misma vida que mi madre”, rememora. E
lla, que ha logrado importantes avances en su lucha colectiva, también consiguió que sus progenitores comprendieran finalmente la importancia de su reivindicación. Un día, accedieron acompañarle a la ciudad. Observaron cómo su nueva hija se desenvolvía y hablaba con soltura. “Se convencieron de que estaba haciendo algo bueno e importante”, resume. “Ahora tengo mi independencia y libertad”.
Aún vive con sus padres en su pueblo natal, pero viaja por diferentes países, imparte conferencias y mantiene reuniones con mandatarios allá donde se la requiere, también en las aldeas donde todavía demasiadas mujeres son víctimas de explotación. Siempre con los pies y las manos enraizados en la tierra.
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