El mismo debate, otra televisión, otro país
El escenario desangelado, la realización minimalista, el moderador desaparecido. Veníamos de ver contiendas más ágiles y dinámicas. Estuvieron mejor los medios privados
La Academia de Televisión era territorio neutral. Como ha ocurrido desde 2008, los candidatos de PP y PSOE preferían ese escenario para su cara a cara, en vez de una cadena pública o privada. La fórmula, además de evitar suspicacias, aseguraba una difusión masiva (9,7 millones de espectadores, récord del año). Neutral desde luego fue la Academia: demasiado neutral. Como la Cruz Roja en medio de una batalla. El moderador, el veterano Manuel Campo Vidal, apenas intervenía, ni siquiera cuando Sánchez y Rajoy hablaban a la vez y no se les entendía. Tampoco cuando no respondían al tema planteado (Cataluña) porque no habían resuelto el anterior (corrupción). En la primera intervención del socialista, en esa sí, Campo Vidal le cortó por criticar la ausencia de Rajoy en otros debates; luego se esfumó. Se comprende que adoptara un perfil bajo: no era el protagonista. Pero tampoco tenía que desaparecer del todo. El árbitro tiene que estar en el campo.
Habían anunciado Campo Vidal y el realizador, Fernando Navarrete, que solo sería importante la palabra. No el escenario (un plató desangelado) ni la realización (minimalista). Lo que vimos, esa mesa blanca con los candidatos sentados y rodeados de papeles, era anticuado y estático, en contraste con la agitación que alcanzó la discusión. Como producto televisivo, no fue distinto al González-Aznar de 1993, pero tanto el medio como la política han cambiado mucho desde entonces.
Veníamos de asistir a debates más ágiles y dinámicos. Desde la charla de café entre Rivera e Iglesias en Salvados (no fue un debate: se emitió editado y en diferido, pero abrió apetito), se celebraron dos contiendas de gran impacto: a tres entre Sánchez, Iglesias y Rivera en EL PAÍS, y a cuatro con estos y Soraya Sáenz de Santamaría en Atresmedia. En ambos programas vimos a los candidatos de pie, cámaras que seguían sus gestos o los contraponían, la flexibilidad anunciada, periodistas que preguntaban con intención. La televisión pública acogió encuentros sectoriales de formato más convencional, sin los líderes principales y en horarios de madrugada disuasorios para el espectador, hasta que la Junta Electoral obligó a adelantar a hora razonable el último debate a nueve. Al final, fueron más atractivos los debates en los medios privados que los de los públicos, y desde luego que el pretendido neutral.
Un cambio evidente en todos los formatos: se acabó la sucesión de monólogos. Eso de que se plantee un tema y cada uno tenga sus dos o tres minutos para dar su mensaje sin tener que responder al otro. Será una concesión a la política espectáculo, que está aquí para quedarse, pero la interrupción da viveza al diálogo. También puede llevar a que se alcancen niveles de agresividad inauditos, lo que no será cortés, pero puede ser clarificador. El contraste entre la dureza con que se trataron Sánchez y Rajoy y la amabilidad entre Iglesias y Rivera en el programa posterior en La Sexta también acentuaba contrastes: ¿no decían que es lo mismo PP que PSOE? No son tan nítidas las fronteras entre la nueva y la vieja política. Sí entre televisión rancia y moderna.
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