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Tribuna
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El fin de la clase media, también en ciencia

Los recortes presupuestarios en I+D, más del 34% entre 2009 y 2013, no han afectado igual a los grandes centros, donde la capacidad de captación de recursos es mucho mayor, que a las universidades y en los centros de menos renombre

En los últimos tiempos nos hemos ido acostumbrando a noticias que nos alarman respecto a la creciente desigualdad entre ricos y pobres en los países que forman parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). En concreto, España se ha convertido en el país con más desigualdad de ingresos entre ricos y pobres según el último informe de Government at a Glance para la OCDE. Una de las consecuencias de esta diferencia es lo que se ha venido denominando como “el fin de la clase media”. Este drama, que lo es, ya está bastante digerido por nuestra sociedad, habiéndose extendido una sensación de culpa y mala conciencia entre la gente, que poco tiene que ver con las causas que nos han llevado a esta situación, y probablemente nada con las soluciones a adoptar.

Pero quizá lo que no ha trascendido tanto socialmente es que este proceso se está dando también en la ciencia de nuestro país. Para ejemplificar este, a mi entender, dramático proceso, voy a centrarme en mi área de conocimiento, puesto que resulta un ejemplo palmario. En las últimas décadas, la errática política científica de nuestro país decidió apostar por la creación de grandes centros de élite que ubicasen a nuestra Ciencia entre la excelencia internacional. Así nacieron el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), el Centre de Regulació Genòmica (CRG), y algunos más. Ciertamente, estos centros de élite junto a algunos más clásicos, como el Centro de Investigaciones Biológicas (CIB), el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (CBMSO), y algunos otros, han demostrado que en nuestro país se puede realizar investigación puntera, de primer nivel internacional, vamos, que juegan la Champions League si se me permite la frivolidad del símil.

Con la creación de estos y otros centros se ha incrementado significativamente el número de grupos de investigación y se ha ampliado la masa crítica del país, asentando las bases de un sistema de Ciencia que no ha desmerecido al de los países de nuestro entorno. Esta es en sí misma una buena noticia, pero cabe preguntarse: ¿cuál es el precio que hemos tenido que pagar por ello? Y para hablar del coste que ha tenido crear y mantener esta élite debemos echar un vistazo a la evolución de la financiación de la ciencia en este periodo.

De los datos del reciente informe Análisis de los recursos destinados a I+D+i contenidos en los Presupuestos Generales del Estado (PGE) aprobados para el año 2016, elaborado por la Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE), se desprende que el periodo 2002-2009 la cuantía dedicada a financiar la investigación tuvo un crecimiento sostenido, manteniéndose y afianzando no solo la productividad científica de los centros de élite sino también la de las universidades y centros de investigación de menos renombre pero con un nivel científico de reconocido prestigio internacional. Ahora bien, en el mismo informe de la COSCE se denuncia que los recursos destinados a ciencia en los PGE cayeron más del 34% entre el 2009 y el 2013. Si hay más grupos de investigación y menos financiación, el resultado es el famoso más por menos, pero cualquiera con una mínima formación matemática sabe que más por menos es menos. Mucho menos, diría yo en este caso.

Por supuesto, la competencia draconiana que esta disminución de la financiación ha generado ha repercutido de forma desigual en los distintos actores del sistema de español ciencia. Obviamente, los recortes no han supuesto lo mismo en los grandes centros, donde la capacidad de captación de recursos es mucho mayor, que en las Universidades y en los centros de menos renombre. La consecuencia ha sido, en el último quinquenio, el reagrupamiento de grupos de investigación en proyectos Frankenstein, que intentan aunar capacidades y experiencias diversas con el fin último de sumar currículos para ser más competitivos en los programas de financiación, o directamente el cierre de laboratorios de investigación que ejercían un papel formativo de incalculable valor.

Si hay más grupos de investigación y menos financiación, el resultado es el famoso más por menos, pero cualquiera con una mínima formación matemática sabe que más por menos es menos. Mucho menos, diría yo en este caso

De hecho, con la entrada de los nuevos Grados y Postgrados integrados en el Plan Bolonia del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), se ha maximizado la docencia individualizada a través del incremento de tutorías en grupos reducidos, o los famosos Trabajos Fin de Grado y Trabajos Fin de Máster, si bien este esfuerzo formativo se ha hecho prácticamente a coste cero dado que no ha habido una mayor contratación de profesores/investigadores ni dotación económica para la realización de estos trabajos, más bien todo lo contrario.

Así, la desaparición de la clase media científica española no va a suponer únicamente un perjuicio para los laboratorios directamente implicados, sino también un hándicap formativo para nuestros futuros egresados, que sin duda finalizarán su periplo universitario con una formación inferior respecto a sus homólogos del EEES.

Recientemente se han publicado las resoluciones del MINECO (Ministerio de Economía y Competitividad) de financiación de los proyectos de investigación del Plan Nacional y, a primera vista, los resultados podrían calificarse de muy buenos, con porcentajes de éxito por encima del 50% en muchas de las áreas de conocimiento. Si bien esta parece una buena noticia, no lo es tanto cuando se analiza con un poco más de detalle. Existen al menos un par de razones por las que estos elevados porcentajes de éxito resultan engañosos. La primera es consecuencia de lo expuesto anteriormente, en referencia a que estos últimos seis años de recortes han supuesto la reorganización y el fin de muchos grupos de investigación, lo que redunda en que los porcentajes de éxito sean elevados porque ya solo presentan solicitudes de financiación los pocos grupos que han conseguido mantenerse activos en investigación en esta complicada coyuntura.

Esto significa que los grupos que no han conseguido ver financiados sus planes de investigación en esta última convocatoria muy probablemente acaben abandonando el sistema. Y esto se debe en gran medida a que los proyectos del Plan Nacional son en España lo que en el ámbito internacional se conoce como el core funding de nuestros laboratorios. Ello quiere decir que, a diferencia de lo que ocurre en los países de nuestro entorno, la mayoría de nuestras instituciones (universidades, CSIC, y demás OPIs) no disponen de fondos para financiar mínimamente el funcionamiento básico de sus laboratorios, por lo que conseguir financiación del Plan Nacional se convierte en la práctica en la única posibilidad de mantenerse en activo en nuestro sistema de Ciencia.

Lo que se vislumbra para el futuro con este panorama no parece alentador, y quizá como sociedad avanzada deberíamos plantearnos si es esto lo que queremos y, sobre todo qué podemos hacer para mejorarlo. Quizá se podría comenzar por aumentar la transparencia del sistema de evaluación y hacerlo más sensible a la realidad de la productividad científica de nuestro país. Así por ejemplo, de acuerdo con los datos contenidos en el último informe de la Fundación Cotec para la Innovación Tecnológica, si más del 50% de la productividad científica de nuestro país proviene de las Universidades Públicas, parece razonable que los órganos de Gestión de nuestro sistema de financiación pública presenten un porcentaje similar de miembros provenientes de estas instituciones, lo que en la actualidad no parece ocurrir. Precisamente, la actual composición elitista de estos órganos de Gestión parece favorecer excesivamente las evaluaciones basadas exclusivamente en factores bibliométricos (índices de impacto, posiciones de firmantes, citas, etcétera) y no tanto en la valoración de la solidez de las trayectorias científicas y en el potencial de los grupos y sus proyectos. En la misma dirección para la obtención de un sistema más transparente, este debería en la medida de lo posible, ser más parecido al sistema de revisión por pares que adoptan las revistas científicas en las que publicamos.

La competencia draconiana que esta disminución de la financiación ha generado ha repercutido de forma desigual en los distintos actores del sistema de español ciencia

Así, las evaluaciones recibidas por los paneles deberían llegar directamente a los investigadores, y no solo los resúmenes que actualmente realizan, con la mejor voluntad, los Gestores de los distintos programas, con el fin último de conocer las fortalezas y debilidades que ven los evaluadores en los proyectos presentados, y por supuesto, evitar que estas evaluaciones se basen en opiniones subjetivas y poco cuantificables con parámetros científicos internacionalmente establecidos. De hecho, deberíamos tener, como en las revistas científicas, la posibilidad de rebatir los argumentos de los revisores.

Estas modificaciones en los procesos de evaluación ya se realizan en sistemas de financiación internacionales como los National Institutes of Health (NIH) de Estados Unidos, en los que una misma solicitud puede discutirse varias veces entre los investigadores y los paneles evaluadores. Lo que contribuye a mejorar la propuesta, puesto que, al igual que ocurre con los artículos científicos, las sugerencias de los evaluadores y el trabajo adicional de los investigadores (aportando resultados preliminares, pruebas de concepto, etcétera) pueden enriquecer y consolidar su viabilidad.

Al final uno tiene la impresión descorazonadora de que todos los actores de este proceso somos cómplices de un sistema perverso en el que desde los responsables de la política científica hasta los investigadores que solicitamos la financiación, y pasando por los gestores, los miembros de los paneles de evaluación y los evaluadores de los proyectos, acatamos unas normas que, como poco, están acabando con nuestra clase media científica. Quizá todos deberíamos recordar aquello de que “dimitir no es un nombre ruso”, y si el problema fundamental es que no llega suficiente financiación para mantener a la clase media dentro de nuestro sistema de ciencia quizá deberíamos notificárselo de manera firme a nuestros representantes políticos.

Seguro que si estas dimisiones se dieran, gozarían del apoyo de la comunidad científica, sirviendo de revulsivo para la sensibilización de nuestra sociedad en este importante tema. Yo por lo pronto voy a dejar de participar como evaluador en nuestro sistema. Seguiré evaluando proyectos para las Agencias de Francia, Canadá, República Checa, Noruega, Uruguay,…, como he hecho hasta ahora, porque mi percepción como evaluador para esas Agencias no es la de estar contribuyendo a cerrar laboratorios, pero no volveré a ser cómplice de nuestro sistema a menos que este cambie.

Ismael Mingarro es catedrático de Bioquímica y Biología Molecular y Secretario de la Escuela de Doctorado de la Universidad de Valencia.

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