Hi(p)sterismo
Ser moderno exige un esfuerzo titánico, que, francamente, no está muy claro si compensa
Vale, somos hipsters. Uno se ha comprado una bicicleta supermolona que vigila más que a la niña de sus ojos, no se la vayan a robar con candado y todo. Tiene en casa la obligatoria cubitera en forma de piña. Solo lleva calcetines de rayas de procedencia ecológica y ha reservado para festivales de música todos los fines de semana de aquí a que empiece la campaña de Navidad.
Ser moderno exige un esfuerzo titánico, que, francamente, no está muy claro si compensa. La histeria por estar a la última nos lleva a hacer demasiados sacrificios y a complicarnos la vida. Por ejemplo, eso de tener que beber cerveza artesanal en vez de la de siempre, que te sirven bien fresquita en cualquier bar con palillero y servilleta de papel biblia, puede llevarte a la deshidratación en estos días de cuarenta grados a la sombra. O tener que engullir un cupcake con cara de deleite a sabiendas de que bajar uno solo, y de los pequeños, son tres días a gazpacho y agua. Por no hablar de la obligación de ser original y tener que recurrir a lo vintage, cuando las rebajas de los grandes almacenes están que lo tiran, y todo nuevecito.
Demasiadas renuncias en aras de una mal entendida modernidad. Afortunadamente no hay mal que cien años dure, y lo peor-mejor de las modas es que pasan de moda.
Ser hipster ya es lo menos hipster que hay. ¿No se han dado cuenta de que las colas en las barberías dan la vuelta a la manzana? Dentro de poco habrá piras de piñas, y las bicicletas, para el Tour.
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