La moda que se ponen ellas la diseñan ellos (otra vez)
La presencia cada vez más reducida de diseñadoras en puestos de poder evidencia mucho más la desigualdad en el negocio del vestir actual

Se va Donatella Versace y, para sorpresa de nadie, la posición de poder que deja vacante la asumirá un hombre. La salida de la diseñadora de la firma que fundara su hermano Gianni —y en la que ha permanecido al pie del cañón como directora creativa desde el asesinato de este, en 1997— pilló a propios y extraños con la guardia baja, mirando hacia frentes más alborotados en un momento de máxima tensión en el negocio del vestir. Cierto que los rumores de adquisición de la popular casa de la Medusa por parte del grupo Prada llevan sonando insistentes un rato largo, pero que el posible acuerdo de compra pasara por la renuncia previa de su emblemático mascarón de proa femenino es un giro de guion que nadie vio venir. “Ardo en deseos de contemplar Versace a través de nuevos ojos”, concedía en el comunicado emitido a propósito de su retirada por Capri Holdings, el conglomerado que se agenció la otrora empresa familiar italiana en 2018 tras desembolsar 2.000 millones de euros y que, como medida de gracia, le ha concedido el título de embajadora jefa de marca a la mujer que tiró de semejante carro durante casi tres décadas. Un cargo testimonial, decorativo. Mientras, recién llegado de dirigir el equipo de diseño de Miu Miu, Dario Vitale ocupará el que fuera su trono creativo. El fin de una era, clamaron los titulares. Tampoco hubo tiempo para llorarla.




La tarde del mismo día de autos, el pasado 13 de marzo, se anunciaba el aterrizaje de Demna Gvasalia en Gucci, procedente de Balenciaga. Un trasvase de choque en absoluto traumático, que todo queda en casa: ambas enseñas pertenecen a Kering, el entramado que más ha sufrido las consecuencias de la desaceleración del consumo de lujo este último año, en parte por lo mal que le salió la jugada de renovación de la firma florentina. Demna tiene, de hecho, la misión de sacarla del hoyo, económico pero también emocional-identitario, en el que la habría hundido su antecesor en la dirección creativa, Sabato de Sarno, fulminado en febrero tras apenas dos años como sustituto de Alessandro Michele. Otro hombre que, en 2015, irrumpió en escena como abrupto reemplazo de una mujer, Frida Giannini. A su paisana Maria Grazia Chiuri le espera idéntica suerte: con la colección crucero que desfilará en Roma el próximo 27 de mayo dirá adiós a Dior, allí donde una vez se la aclamó como la primera diseñadora en ocupar la silla del fundador en los casi 80 años de la maison. En 2026 habría alcanzado una década en su dirección artística, engordando como nunca las arcas de LVMH hasta que las consecuencias de la greedflation (el aumento avaricioso, continuado y abusivo de precios) hicieron saltar todas las alarmas a mediados de 2024 y, para despistar, las empresas comenzaron a presionar a sus diseñadores. El primer espada del lujo, eso sí, acaba de reconocerle la labor dedicándole el documental Her Dior. Las colaboraciones de Maria Grazia Chiuri con mujeres artistas, dirigido por Loïc Prigent y estrenado el 8 de marzo para conmemorar el Día Internacional de la Mujer. Un homenaje envenenado, si hacemos caso a las nuevas revelaciones de la periodista Dana Thomas: el norirlandés Jonathan Anderson, oficialmente fuera de Loewe, llevaría varios meses alardeando a diestro y siniestro, indiscreto, de estar ya “bien instalado” en la firma, cuenta la autora de Deluxe. De cómo el lujo perdió su lustre (2007).
El relato de los más recientes acontecimientos que, desde hace un año, mantienen en vilo a la industria de la moda con tanto ir y venir de creativos vuelve a dejarlo claro: a la mujer se le siguen resistiendo esos espacios de poder en una ocupación que, histórica y culturalmente, siempre ha sido su prerrogativa. Ahora mismo, al frente de las casas que conforman la primera división del lujo ya solo quedan Chemena Kamali en Chloé, Nadège Vanhee-Cybulski en Hermès, Silvia Venturini en Fendi (colecciones de hombre y accesorios), Louise Trotter en Bottega Veneta, Sarah Burton en Givenchy y Veronica Leoni en Calvin Klein. Ignoradas proverbialmente por el sistema, digamos, patriarcal en el que ha devenido la creación indumentaria como magno exponente del capitalismo neoliberal, se entiende que la mayoría haya emprendido su propio camino como empresarias independientes. Para el caso, la cuestión ya no es tanto la desigualdad de género y la falta de oportunidades para medrar en el sector, que también, sino sobre todo la escasa capacidad de sus colegas masculinos para dar respuesta a las necesidades indumentarias femeninas.




“Cuando una mujer diseña para otra mujer, existe un sentido de la realidad. Los hombres suelen tener una idea de las mujeres que no se corresponde con la realidad de nuestras vidas”, exponía Venturini al presentar la colección de alta costura otoño/invierno 2019-2020 de Fendi, haciéndose cargo por primera vez de la línea femenina en la enseña romana tras la muerte de Karl Lagerfeld (el británico Kim Jones la desplazaría al poco). “Una prenda que dificulta el movimiento no es una prenda bonita”, proclamaba ya en 1954 la visionaria Elizabeth Hawes, que instaba a las consumidoras a no comprar nunca una prenda sin haberla probado antes. A la vista de lo que ha desfilado en estas últimas semanas de la moda, hay que darles, más que nunca, la razón.
“Sentirnos bien con lo que nos ponemos puede resultar muy estresante, siempre habrá alguien que nos va a juzgar por la apariencia. ¿Será apropiado?, ¿se me verá guapa?, ¿estaré cómoda? Resolver este rompecabezas no es fácil, por eso muchas mujeres, incluso las de éxito, terminan vistiendo una suerte de uniforme, sea un traje, un jersey de cuello vuelto o una camiseta con vaqueros”, explica la psicóloga Carolyn Mair, miembro de la Psychological Society británica, que incide, además, en que las asociaciones culturales que establecemos con aquello que vestimos —proceso mental activado por los significados simbólicos de las prendas— están condicionadas más que nunca por diseños aspiracionales de alcance imposible. Aunque el producto final que llega a las tiendas no sea en realidad el mismo (a veces, ni se produce), lo que se muestra en los desfiles determina un impulso de compra que, muchas veces, conduce a la frustración y la pérdida de confianza.
La paradoja es que los diseñadores que abundan en ese tipo de creaciones impracticables, que convierten a las mujeres (ricas y famosas) que las lucen en muñecas incapaces de manejarse por sí mismas, hasta el punto de tener que ser llevadas en volandas por ejércitos de asistentes que las colocan a tiro de cámara, son los más jaleados en redes sociales, en especial por esa generación de jóvenes usuarios que tilda a quienes practican la funcionalidad y se empeñan en el ejercicio de la realidad de aburridos, mercenarios y, peor, comerciales. “La ropa la moldea nuestra humanidad, es la vida que lleva la mujer la que le da sentido”, decía no hace mucho Miuccia Prada. Habría que recordárselo más a menudo a quienes todavía se escudan en eso de que su objetivo es “empoderar a la mujer haciendo que se sienta sexy”, el nuevo “embellecer a la mujer” que disfraza la cosificación de lujuria, el sexismo de poder y el materialismo de autoestima.
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