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UN VERANO TRAS LA MASCARILLA Y 21

Lloret no fue una fiesta

La población ya mira hacia adelante tras una temporada que ha golpeado a hoteleros y trabajadores, y ha dado alas a la imaginación de veraneantes

La playa de Lloret de Mar (La Selva).
La playa de Lloret de Mar (La Selva).AGUSTÍ ENSESA
Josep Catà Figuls

Último fin de semana de agosto. El final del verano llega siempre insospechado, a la contra y en emboscada, como si eso de no trabajar y no saber qué día es se hubiese convertido en ley y orden por el propio peso del sol, el mar y las siestas. Esta vez el final de este verano raro ha llegado con nubarrones negros, testigo del año que hemos pasado y (esperemos que no) profecía de lo que queda.

Al menos lo ha sido para poblaciones costeras como Lloret de Mar (La Selva), donde el nubarrón de la pandemia obligó a esta ciudad turística (de esta industria dependen casi el 100% de la actividad y los habitantes del municipio) a descubrir algo que desde hace décadas no sabía que existía: un Lloret sin turistas, o al menos sin la aglomeración a la que se había acostumbrado desde los años sesenta.

En el último fin de semana de agosto, la estampa es inaudita: ni un alma en las playas; la Riera, una especie de calle del Pecat de Sitges sin complejos, vacía; y los restaurantes, en mínimos, casi recogiendo ya los restos de una temporada que más vale dejar atrás y pensar en cómo salvar la siguiente.

Lloret era una fiesta y este año ha tenido que conformarse con ser un aperitivo, aunque para locales y turistas de proximidad este verano ha sido la oportunidad para descubrir playas y calas, bares y chiringuitos y un mar como nunca se había visto: ni boat party ni reggaeton que encuentra el eco en las olas.

- Perdone, ¿Los frares?

- No tiene pérdida, después del castillo. Veréis que son siete.

Era raro, al menos inusual, que alguien preguntase por el paseo marítimo por la cala de los frares, un rincón tras el castillo que preside todas las postales de Lloret (el espejismo medieval costero empezó a construirse en los años treinta y terminó después de la guerra, y es todavía propiedad privada).

Después de pasar el castillo y atravesar un agujero en la roca, el camino de ronda plantea una empinada subida, y desde arriba de todo ofrece un ancho de mar donde se ven dispersadas siete grandes rocas, siete frares en procesión constante sin moverse, con la fe de los monjes que saben que el mar siempre estará ahí.

En los veranos anteriores, pocos te preguntaban por los frares, o por cala Trons, o por Sa Boadella. Los que saben que la Costa Brava del sur tiene, bajo el ruido, perlas que no tienen nada que envidiar a la del norte, ya saben donde están.

En años anteriores, el visitante preguntaba por la Riera, cuna de la fiesta desde que se inmortalizó la llegada de turistas con ansias de baile en la película La piel quemada. Preguntaban por el Colossos, el St Trop, el Tropics, y los más vintage por el Revolution. Un breve diálogo entre una veraneante veterana y una esporádica resume el cambio: “Cuando era joven mi novio me llevaba a Cala Banys, iban todas las parejas, está aislado”. “Uy, pues yo tuve un ligue de Lloret y me llevó al Casino”, responde la otra.

Ahora, según la herramienta que tiene el Ayuntamiento para controlar el aforo de las playas, las céntricas, siempre repletas de turistas, están ahora más vacías, y las periféricas y más escogidas aparecen como llenas. Algunas cosas nunca cambian: esta semana un grupo de 200 franceses han protagonizado en la playa una macrofiesta sin medidas contra el coronavirus, que tuvo que ser desalojada por la policía.

Para visitantes y veraneantes, este ha sido un año de reconciliación con el sitio, pero el golpe ha sido devastador para muchos. Lloret tiene 30.000 plazas hoteleras, casi tantas como habitantes residentes. Durante el verano, solo el 60% ha estado abierto, y la ocupación no ha subido del 10% al 15%. “¿Para qué van a venir, si no se puede salir?”, lamenta un hotelero.

Los que más lo han sufrido, en esta población donde ya en 2016 la renta per cápita era un 35% inferior a la media catalana, son los trabajadores sin empleo de temporada o en ERTE, o los que sobreviven con economía sumergida. Cáritas destaca que en Lloret la demanda de ayuda por alimentos se ha incrementado un 100%. ¿Quién paga la fiesta?

Las calas recónditas

Población: 38.373 habitantes.

Actividades: Turismo.

Lugares para visitar: Por el sur, cala Boadella, la dona marinera, el bar de Cala Banys; por el norte, els frares, cala Trons y las rocas y calas bajo la carretera hacia Tossa; también, los jardines de Santa Clotilde y la ermita de Santa Cristina. Para cenar, el Pop’s o el hostal La Bella Dolores (en el hotel más antiguo del pueblo, año 1954, preturismo), y para comer, el chiringuito de Cala Canyelles.

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Sobre la firma

Josep Catà Figuls
Es redactor de Economía en EL PAÍS. Cubre información sobre empresas, relaciones laborales y desigualdades. Ha desarrollado su carrera en la redacción de Barcelona. Licenciado en Filología por la Universidad de Barcelona y Máster de Periodismo UAM - El País.

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