Destino Madrid: ocho historias entre un millón de acentos latinoamericanos
El centro del país es la nueva tierra de 1.038.671 inmigrantes latinos que un día emprendieron un camino sin retorno. Ellos cambiaron en Madrid y Madrid cambió con ellos
En los bares de la Comunidad de Madrid ahora se ofrecen tequeños, en el metro se escucha hablar guaraní, los supermercados venden tortillas pero de maíz, se dice “vaina”, se escucha el Burrito sabanero y en las mejores discotecas se baila salsa y reguetón. Madrid ha cambiado con la llegada de más de un millón de latinoamericanos gracias a vidas y biografías muy distintas que han conformado el fenómeno migratorio más potente que ha vivido nuestro país en las últimas décadas. Los nacidos en la América hispanohablante son 1.038.671, uno de cada siete habitantes de la región. Jorge Luis acaba de llegar y busca una oportunidad ofreciéndose como albañil, Verónica es conocida en los círculos más selectos gracias a su elegante colección de mantones de manila y Yolanda es la más madrileña de su familia. Ely enseña a los españoles a bailar, en la exclusiva clínica del doctor Lorenzo casi todos los empleados son latinos y la vida de Victoria cambió radicalmente cuando empezó a trabajar como limpiadora. Lina ha encontrado una nueva familia y Mercedes quiere ser enterrada en un campo de fútbol de Alcorcón donde juega el equipo que dirige. Ocho vidas que cambiaron cuando llegaron a la Comunidad de Madrid, que cuenta con algo más de siete millones de habitantes, y con ellos se ha transformado la región que eligieron para empezar su nueva vida.
“La iglesia evangélica es mi familia”
Por Jacobo García
Lina
Lina González llegó a Madrid hace dos años para estudiar un curso de comunicación y cuando lo terminó decidió quedarse. Lina pertenece a esa minúscula clase media latinoamericana que no necesita enviar dinero a casa y tampoco lo recibe, pero sí necesita dos trabajos y estudiar por las noches para salir adelante. “Españoles y colombianos somos muy parecidos en muchas cosas. Hay un sentido del humor similar y una cultura bastante parecida”, dice. “Somos un millón porque en general los latinos se sienten bien en Madrid”, y cree que, como ella, lo que más valoran es la “seguridad”. A ella además le gusta el estilo de vida. “Esta es una ciudad con una gran oferta de cultura y ocio y como hay un buen transporte te permite exprimirla. Me gusta que los españoles hacen bastante vida aparte de trabajar”, algo complicado en una ciudad como Bogotá, donde nació. Lina tiene un trabajo como contable de una empresa en Colombia que hace cada día vía internet, trabaja en Madrid en un tablao flamenco tres días a la semana y estudia audiovisuales todas las tardes. Hace malabarismos para pagar 430 euros por una habitación en Tetuán.
Para quien tiene a los suyos lejos, las iglesias evangélicas son un buen lugar acogida. “Te da un sentido de pertenencia. Son mi familia aquí donde encuentro gente muy parecida a mí en sus valores y forma de ver la vida”, dice. Lina pertenece a la iglesia Euphoria, un movimiento protestante dirigido a los jóvenes en el que leen, cantan, celebran a Dios o comen juntos. Este domingo de diciembre leen pasajes de Mateo y de Job sobre la importancia de luchar y de “no quedarse en el ‘casi’“, en todo aquello que emprendan. El joven pastor lo hace con un lenguaje que mezcla palabras de aquí y de allá: como guayabo, vaina, tío, en una suerte de sincretismo evangélico que ha calado a gran velocidad.
Se calcula que en España hay unos 400.000 evangélicos cuyo número ha crecido de forma exponencial en los últimos años. En 1998, solo el 0,2% de la población se consideraba evangélico y en 2018 ha subido al 2%. Casi la mitad vive en Madrid, según el Observatorio del pluralismo religioso. En Euphoria recuerdan que hacer el bien es importante y además proporcionan a los recién llegados un grupo de amigos que, en el caso de Lina, le ayudan con cosas del día a día como encontrar una habitación, dejar una maleta a salvo, a traer harina pan de tu tierra.
“Trabajo los fines de semana en un tablao flamenco con gitanos que me tratan muy bien. Obviamente no falta el chiste sobre Colombia, Pablo Escobar, narcotráfico o la cocaína que son los estereotipos que reproducen el cine o las novelas. Como colombiana me tomo como un trabajo cambiar esa imagen de mi país”, dice. Lina no ha vivido episodios de racismo o discriminación y el único pero a su estancia en Madrid lo pone en las relaciones de pareja. “Los españoles son más desprendidos y les cuesta mucho comprometerse. Haces planes con ellos y luego no dan señales o desaparecen”, dice, resumiendo en el pulcro español de Colombia, que los chicos quedan para tener sexo y luego desaparecen.
“Hay heridas del pasado que nunca cierran”
Por Álvaro Sánchez
Victoria
Victoria Segundo tiene 66 años y se gana la vida cuidando a personas mayores en sus casas. Necesita trabajar unos meses más para poder jubilarse, pero eso es algo que no entra en sus planes. “¿Qué voy a hacer yo si no trabajo?”, se pregunta en la cafetería de un centro comercial a las afueras de Madrid. Hace 29 años que llegó a España, una decisión que le cambió la vida.
La primera mujer que le dio empleo en España se llama América. América Martín. De eso ya hace 30 años. Victoria se tomó aquella coincidencia como una buena señal y el tiempo le demostró que acertó. “A ella le debo todo”, explica. Por aquel entonces compaginaba distintos oficios: era limpiadora, vigilante de metro o ayudante en una residencia de mayores. De robarle horas al sueño, ganaba en pesetas el equivalente a lo que hoy serían unos 3.000 euros y solo gastaba lo imprescindible.
Un año y medio después, en 1996, consiguió una hipoteca para comprar un piso en Vicálvaro ubicado en la calle Lago Titicaca, con el nombre del que divide Bolivia y Perú. Otra vez las casualidades se habían cruzado en su camino. Muchos años después América y Victoria siguen siendo buenas amigas. Aunque ya no trabajan juntas, hablar del duro pasado de Victoria en Perú ha fortalecido la relación. “Ella es mi familia”, dice su antigua empleadora.
Cuando Victoria tenía dos años, su padre alcohólico la vendió a cambio de una caja de tomates. La familia que la compró la obligaba a limpiar a cambio de un plato en la mesa. “Era su esclava”, recuerda. También estaban las palizas. “Cada vez que la mujer de la casa discutía con su marido o con sus hijos lo pagaba conmigo”. Cuenta que entonces la llevaba hasta la bañera, abría el grifo del agua fría y la azotaba con una fusta. “Lo hacía porque el cuerpo mojado duele más”.
Ella enviaba cartas a escondidas a la cooperativa azucarera donde trabajaban sus hermanos y su padre y un día, en el recreo del colegio, su hermana fue a rescatarla. Volvió con su padre, arrepentido de haberla abandonado. “Mi papá murió pidiéndome perdón”. Después trabajó como cocinera en la casa de un militar y en esa época conoció al padre de sus hijos. Él tenía 25 años y ella 15 cuando se quedó embarazada. Ese niño nunca llegó a nacer, porque el hombre le provocó un aborto con una de sus palizas.
Victoria dice que los tres hijos que llegaron después nacieron como consecuencia de violaciones. Ella los quiere y siempre los ha protegido. Tuvo una hija más con otro hombre, su actual marido. Cuando llegó a España, se los fue trayendo de uno en uno, hasta que tres años después todos vivían en Madrid. Ahora trabaja para una gran empresa dedicada al cuidado de mayores, una de tantas mujeres latinas que se dedican a esa labor en un país con una población cada vez más envejecida. Todavía no puede jubilarse, pero tampoco quiere. Es feliz con lo que tiene, pero no quiere olvidar su pasado: “Hay heridas que nunca se cierran”.
“Llegar a Madrid fue volver al primer escalón”
Por Fernando Peinado
Manuel
La clínica del doctor Manuel Lorenzo Fernández se llama Salus y se encuentra en un lugar privilegiado, junto a la plaza de Gregorio Marañón, en la Castellana. Aquí Fernández dirige a un equipo de 46 médicos, casi todos venezolanos. Algunos eran muy respetados en su país de origen, donde dirigían empresas sanitarias en los barrios más pudientes de Caracas y a menudo eran entrevistados en medios de comunicación. Muchos venezolanos que han desembarcado en Madrid en los últimos años se han llevado una grata sorpresa al descubrir que sus antiguos médicos han hecho también el viaje. “Me pasa que estoy en el supermercado y un antiguo paciente me reconoce”, dice Fernández una mañana en su despacho. “Que estemos aquí es para ellos como agua bendita”.
Fernández es uno de tantos emprendedores que ha encontrado fortuna en España. En su caso, ha conseguido repetir en Madrid el éxito empresarial que tuvo en su país, donde era propietario de dos consultorios en el complejo del Hospital de Clínicas Caracas, uno de los más conocidos de la capital venezolana.
Emigró en 2010, con 50 años. El viaje supuso un corte abrupto para su carrera. “Aquí no me conocía nadie”, rememora. “Lo primero que hice en Madrid fue hacer guardias en unas urgencias, como un médico recién graduado”, añade, y baja la palma de la mano: “Volví al primer escalón”.
Podía haber sido peor. Por debajo de esa escalera profesional, hay un hoyo en el que caen muchos compatriotas médicos. “Compañeros míos han trabajado como mesoneros (camareros) o en call centers”. No les queda remedio porque deben esperar años para homologar sus títulos de medicina. Por fortuna, Fernández esquivó ese proceso gracias a su experiencia previa en España. Es hijo de asturianos que emigraron a Venezuela en la década de los cincuenta y había vivido por temporadas en Madrid. En 1999, meses después de la primera victoria electoral de Hugo Chávez, convalidó en España su título venezolano, por miedo a lo que pudiera pasar. A la vista de lo que sucedió después, fue una decisión clarividente.
En 2013, fundó Salus en un pequeño local del distrito de Salamanca, cuando el éxodo aún no había despegado en su país. El número de venezolanos se ha multiplicado por seis en Madrid hasta 185.000, la principal comunidad inmigrante. “Cuando abrimos éramos solo tres médicos y había semanas en las que apenas atendían a tres pacientes”, afirma Fernández. “Ahora vemos a más de 1.000 pacientes al mes”.
Salus ha sido bautizada en algunos artículos de prensa como “la clínica de los venezolanos”, aunque Fernández huye de esa etiqueta para no cerrar sus puertas a otra clientela. Su pareja, la venezolana Adriana Díaz, directora administrativa en Salus, interviene para aclarar que han ideado un nuevo lema para poner el foco en su seña distintiva, la razón por la que creen que su negocio funciona: “Somos una familia que cuidamos familias”. Fernández explica que sus clientes buscan un médico que te atienda sin prisas y se preocupe por tu vida personal. Ese es un rasgo de la medicina de pago venezolana. “Si le pregunto a un español adulto por el nombre de quién fue su pediatra cuando era niño, nadie se acuerda. Eso no pasa en Venezuela. Allí tu médico es parte de tu familia”, dice este emprendedor sanitario, que ya busca por la zona un local más grande.
“Emigrar fue la mejor decisión que tomé”
Por Natalia Jiménez
Yolanda
Cuando en 1999 la ecuatoriana Yolanda Naranjo se bajó en Barajas de un avión de Iberia empezó una etapa difícil como empleada doméstica en un país extraño. Se sentía “sola y atemorizada”. Había dejado atrás a sus hijas, Jenny y Tatiana, y a su madre, Dolores Trávez. Años después, se reencontró con ellas donde vive, en Parla. Hoy, con 63 años, tiene a su madre y a sus hijas cerca y se siente completa. Ha cerrado el círculo, pero no es fácil mantener a la familia unida.
La vida sigue siendo dura. Sigue limpiando casas y oficinas mañana y tarde, y vive en un piso humilde, pero el calor familiar no tiene precio. Su corazón es más español que latino. En su casa ya no se cocina ningún plato de Ecuador ni se escucha la música de su país. Lo único que la conecta con su lugar de origen son las llamadas con sus hermanos, que siguen allí. “Ecuador es mi país, pero no lo extraño nada”, dice, hablando con pausa. “Venir acá es la mejor decisión que he tomado”.
La hija mayor es Jenny, de 44 años y migró en 2006. Ella tiene su propia casa y las puertas de su hogar dan entrada a un mundo diferente. Allí sí se respiran los aromas de Ecuador. La comida favorita de sus hijos, Paula y Matthew, de 16 y 8 años, es la fritada tradicional: trocitos de cerdo fritos, acompañados de mote (maíz), encurtido de tomate con cebolla y plátano frito. Las baladas y el vallenato tampoco dejan de sonar en su piso, especialmente el de su grupo favorito: Binomio de Oro.
Dolores, o ‘Chelita’, como la familia llama a la abuela de 84 años, hizo su viaje algo más tarde, en 2016. Vive con su nieta y sus bisnietos, y a duras penas logra levantarse de una cama improvisada en el salón, hecha con palés y un colchón. Habla poco, pero cuando lo hace deja claro las tremendas ganas que tiene de volver a Ecuador. “Allá tengo a cuatro hijos. Ellos me atenderán también”, dice con voz temblorosa. Yolanda, en cambio, se resiste a perderla otra vez y cree que ellas la cuidarán mejor. Es por eso que no la dejan regresar. Para ella, que tanto luchó por este reencuentro, no hay duda: “La mejor etapa de mi vida es la que estoy viviendo acá”.
“Me imaginaba otra realidad”
Por Sebastián Forero
Jorge Luis
La mañana todavía no ha despuntado y en una esquina de Usera un grupo de hombres levanta la mano a cada coche que pasa como si estuvieran parando un taxi. Uno de ellos es Jorge Luis, peruano, de 38 años, que conoce de memoria la rutina. Lleva dos meses en Madrid y un par de amigos le recomendaron este lugar en un barrio obrero del sur de la capital para conseguir chamba, un empleo. Aguarda desde muy temprano en la calle de acceso a Obramat, el enorme almacén de materiales de construcción y reforma. Decenas de inmigrantes como él esperan a que el conductor de alguna furgoneta reduzca la velocidad, baje el vidrio y pida uno, dos o tres albañiles, los suba y se los lleve, sin saber dónde. La oferta se resuelve en segundos. El único contrato es un intercambio de frases. Lo que vale es la palabra. Peruanos, colombianos y venezolanos, todos sin papeles, se paran en esta esquina antes del amanecer, esperando que el nuevo día les sonría.
Por una jornada de nueve a seis rompiendo pisos, cargando escombros o ayudando en la obra pagan 50 euros. O 60, si dan con un buen “patrón”. Un día a Jorge Luis lo llevó uno de estos vehículos a Valencia, a quitar escombros tras la riada. Tres días después lo volvió a dejar aquí, en Obramat.
Vive en Legazpi, en una habitación que comparte con otras dos personas en un piso en el que viven seis latinoamericanos más y por el que paga 200 euros mensuales. Con tanta gente bajo un mismo techo ya se ha acostumbrado a que una parte de lo que compra en el mercado se pierde en la cocina compartida. “Te compras cinco bolsas de arroz, desaparece una”, dice, “tu aceite que estaba lleno, cuando te das cuenta va por la mitad”. Nunca había salido de Perú. Lo hizo por lo de siempre: la plata no alcanza, no hay empleo, no hay una oportunidad. También, cuenta, porque la extorsión y el crimen en Lima están disparados.
Plaza Elíptica era el lugar habitual para este tipo de contrataciones exprés, pero se hizo tan popular que la policía vigila continuamente y ya “está quemada”. Tanto en uno como en otro lugar, los migrantes son un blanco fácil para la explotación y la estafa. Otros como él han buscado trabajo en otras partes de España como albañiles o recogiendo fruta y allí es aún peor. Es más frecuente que no les paguen lo pactado.
Por el boca a boca y los foros en internet saben que el nuevo reglamento de Extranjería redujo el tiempo para conseguir un permiso de residencia y trabajo por arraigo, el camino más rápido para regularizarse. Ahora son necesarios dos años en lugar de tres, lo que supone menos tiempo de incertidumbre. Jorge Luis imaginaba “otra realidad”. Aquí sin papeles “hay que soportar abusos”, dice, mientras tanto comparte la esperanza de sus compañeros en la acera del Obramat: aguantar lo necesario para salir de las sombras.
“Las casas de mis amigas son ahora de latinoamericanos que pagaron millones”
Por Lucía Franco
Verónica
Con 50 años recién cumplidos, la colombiana Verónica Durán Castello lleva media vida en España. Hace 25 años dejó atrás una vida privilegiada en Bogotá y llegó a Madrid para empezar una nueva carrera laboral. Después de trabajar tres años en una tienda de corbatas y como periodista de la agencia EFE, descubrió una pasión que la ha hecho conocida en la capital: los mantones de Manila.
En su piso del barrio de Salamanca cuenta con una colección de más de 80 de esos maravillosos mantones, algunos expuestos en sus paredes junto a obras de arte y muebles antiguos que ha utilizado en varias ocasiones para sus exposiciones en la Casa América. “Mi casa refleja lo que soy”, afirma. La reproducción de sus mantones en pañuelos se puede comprar en las tiendas de regalos de los palacios y museos de Madrid y hasta en el Corte Inglés.
La comisaria de exposiciones lleva 15 años viviendo en el barrio de Salamanca, un distrito exclusivo y de alto poder adquisitivo de Madrid, con una renta per cápita que se encuentra entre las más altas de España. Desde esa privilegiada posición, ha sido testigo de la transformación del barrio, que actualmente cuenta con 149.778 habitantes, un 17% de ellos de origen latinoamericano. En los últimos años, la inversión de empresarios provenientes de países como Venezuela, México, Colombia y Perú ha aumentado considerablemente, consolidando su presencia en la zona. La inversión latinoamericana en España se ha disparado en un 80% en los últimos cinco años.
De hecho, el distrito de Salamanca ha sido rebautizado por algunos como Little Caracas, en referencia a la gran cantidad de venezolanos que se han establecido allí. En algunas zonas del distrito, las personas nacidas en Venezuela representan el 6,86% de la población, según los últimos datos disponibles del Instituto Nacional de Estadística. “Mis amigas españolas de toda la vida se han ido a vivir a las afueras. Ahora, en sus casas, viven principalmente latinoamericanos que pagaron varios millones por estar en el barrio”, cuenta. A Verónica le entusiasma “que la imagen sobre los latinoamericanos ha mejorado entre los españoles”. El metro cuadrado en Salamanca se vende por 9.615 euros, según la plataforma Fotocasa.
En su tiempo libre, Durán disfruta paseando con su bulldog por el Retiro y cuando puede le gusta ir a tabernas y bares castizos “porque me da pena que están desapareciendo poco a poco”, dice. “Disfruto mucho el barrio. Es único. Lleno de edificios maravillosos que mejoran cada día gracias a los nuevos vecinos que hacen que en la calle se escuchen cada vez más acentos latinoamericanos”.
“Siempre tengo a Venezuela presente”
Por Daniela Gutiérrez
Ely
En julio, Karol G llenó cuatro Bernabéus (260.000 personas) durante cuatro días consecutivos y en noviembre, la cadena de discotecas colombiana Perro Negro abrió una nueva sede en pleno barrio de Salamanca. En Madrid se “perrea” como nunca y las discotecas latinas ya no son un fenómeno periférico.
El venezolano Ely Méndez ha sido protagonista de ese cambio. En noviembre de 2003 llegó a Madrid y un mes después ya trabajaba como profesor de baile y animador en la discoteca Azúcar, uno de los templos de la salsa y la bachata de Madrid ubicada en calle Atocha. Azúcar ganó notoriedad por ser una de las primeras discos que contrataban a profesores como él para dar clases de baile una o dos horas antes de que abriera el local. Los mismos que te enseñan, se quedan luego a bailar con los aprendices. Los géneros de moda han evolucionado. Primero la salsa era “la reina”, y luego tomaron el trono la bachata y el reguetón, ambos más sencillos de aprender y más populares.
Una bachata de Prince Royce suena de fondo mientras una decena de parejas baila en la pista. Méndez recuerda cuánto extraña a la Venezuela que dejó atrás hace más de 20 años: “Cuando me acuesto a dormir, cuando me levanto, cuando estoy en la mesa con mi madre. Siempre”. Junto a su hermano cumplió el sueño de venir a Europa gracias a un contrato de trabajo en Italia y tras un año en Verona, llegó a Madrid para pasar unas vacaciones, que terminaron convirtiéndose en una vida.
Ahora ya ha vivido la mitad de sus años en este lugar que le encantó a primera vista: “Me enamoré de Madrid. Me quedé aquí porque la noche se parecía mucho a la de Latinoamérica”. La añoranza por su país no le impide sentirse “medio madrileño”.
Cerca de la medianoche, en Azúcar, el DJ detiene la música por unos segundos para anunciar el “meneíto”. La pista de baile se divide en dos filas enfrentadas y los animadores, entre los que está Méndez, comienzan a marcar los pasos. Todos los clientes deben seguir el ritmo de Si no te hubieras ido, de Karol G. “El trabajo es hacer que la gente se divierta, tratarlos como si los conocieras de toda la vida y que, si mañana se les ocurre salir, digan: “Vamos allí que nos la pasamos genial”. Su día a día es la mejor descripción de la relación que mantiene con su ciudad de acogida: “Duermo de día y bailo de noche. Yo no trabajo”, dice. “Vivo de ello, pero lo disfruto”.
“El fútbol me hace sentir que sigo en Ecuador”
Por David Expósito
Mercedes
Para el epílogo del viaje, Mercedes Quinatoa Calvache, de 44 años, ha decidido ya su última voluntad. Un deseo que no quedará en sus manos, sino en las de su hijo, Alejandro, de 22 años. El joven ha pensado que para el descanso eterno de su madre lo mejor será esparcir sus cenizas en uno de esos descampados que quedan a los lados de las circunvalaciones del extrarradio, uno de esos terrenos baldíos de tierra y polvo al que unas porterías de hierro blancos a cada extremo le dan algo de sentido. Un lugar desnivelado y machacado al que sus habitantes llaman campo de fútbol y que para Mercedes Quinatoa guarda los recuerdos más dichosos de su biografía como inmigrante ecuatoriana.
Mercedes es hija del campo. Del campo de Chillanes, en la provincia de Bolívar, por el centro “del Ecuador”. También es hija de Luis, su hermano mayor, que ejerció de guía tras la muerte temprana de su madre y de su padre. En una familia de siete hermanos que dependían del grano, el maíz o los guisantes, la miseria estaba garantizada. En el año 2000, cuando Mercedes tenía 20 años, encontró la oportunidad de venir a España junto a Jorge Maldonado Robles, cónsul de Ecuador, para formar parte de su servicio doméstico. También lo haría su hermana Carmen, que llegó con el vicecónsul. A los tres años renunciaron al trabajo porque seguían “cobrando en dólares” —unos 300— y pensaban que como empleadas del hogar convencionales “harían más plata para enviar a casa”. Se convirtieron en inmigrantes ilegales.
Años después, obtuvo los papeles gracias a una familia española para la que trabajó cerca de Príncipe Pío. Mientras, como tantas, malvivía en pisos compartidos con otras mujeres. La señora a la que cuidaba, Dolores, la convenció antes de morir de que se rebelara contra su marido maltratador, al que la propia Mercedes había traído de Ecuador. Cuando se certificó el divorcio y el exmarido vetó a Luis —el hermano de Mercedes— del equipo de fútbol de aficionados en el que ambos jugaban, la mujer se decidió a fundar y presidir uno nuevo, el Bolívar C.F. El fútbol ha sido para ella y para muchos ecuatorianos el puente con su país de origen. Bajo la exigente premisa de que en su equipo “juega el que vale y el que no vale no juega, dentro de la cancha no hay familia ni amigos”, el Bolívar marcó una época en la Liga Amistad, una de tantas en el fútbol barrial practicado por los ecuatorianos en los descampados del extrarradio. Así, Mercedes preside ahora el América Máster, con el que ha logrado cinco ligas desde 2019 en la Liga Ecuatoriana Casa de Campo de Alcorcón, la más antigua entre las ligas de inmigrantes de la Comunidad de Madrid, fundada en 1998. “El fútbol, para mí, es como estar de nuevo en Ecuador, pero viviendo en Madrid. Emigrar fue una oportunidad que me cayó del cielo a la que me agarraré hasta el final”, confiesa Mercedes, que con el dedo señala el córner donde imagina que su hijo consumará su última voluntad.