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Ruanda y Camboya no son el Tíbet

Frente al activismo de la memoria, los historiadores y los políticos deben delimitar con rigor las fronteras del genocidio

Una mujer bosnia musulmana llora sobre el ataúd de un familiar uno de los 175 víctimas identificadas en la matanza de Srebrenica en 1995.
Una mujer bosnia musulmana llora sobre el ataúd de un familiar uno de los 175 víctimas identificadas en la matanza de Srebrenica en 1995.Dado Ruvi (Reuters)

Las recientes polémicas suscitadas por el presidente turco Erdogan, después de que el papa Francisco y el Bundestag alemán reconocieran públicamente el genocidio armenio, plantean la cuestión de hasta qué punto es posible disputar el crimen de genocidio, una posibilidad que tiene algo que ver con los orígenes de esta figura delictiva. La Convención del 9 de diciembre de 1948 define el genocidio como un crimen internacional, pero esta es una definición al mismo tiempo demasiado restrictiva (no se tiene en cuenta a los grupos sociales y políticos) y demasiado amplia (se incluye como acto genocida, por ejemplo, “el atentado grave contra la integridad física y mental”). Vivimos, pues, con una triple herencia:1) Se tiende a pensar que el Holocausto judío fue el único verdadero genocidio; 2) hay asesinatos en masa que no pueden considerarse genocidios (como ocurrió con la matanza de 500.000 comunistas indonesios en 1965); y 3) pueden multiplicarse las demandas de reconocimiento (aborígenes en Australia, mayas achíes en Guatemala, yanomamis en Amazonia, achés en Paraguay...). Como consecuencia, cualquier disputa sobre la materia puede aprovechar esa discrepancia entre la definición jurídica y la realidad.

Es posible hacer un balance de las prácticas genocidas clasificándolas.

Genocidios consagrados. En estos coinciden la memoria del grupo víctima (que ocupa una gran parte del espacio público con testimonios literarios, lugares conmemorativos, un relato adaptado...), la historia científica del suceso (que forma un consenso y ocupa un lugar central en los estudios sobre genocidio) y el derecho (el suceso está en la raíz de las leyes o hay un tribunal penal internacional que lo define como tal). A esta categoría pertenecen el genocidio de los judíos europeos (1941-1945), el de los tutsis en Ruanda (1994) y el de los musulmanes bosnios en Srebrenica (julio de 1995).

Genocidios en espera de pleno reconocimiento. Y, por tanto, a veces disputados: aquí el derecho está más atrasado que la memoria y la historia. En el caso de Armenia (1915-1916), Ucrania (1932-1933) y Camboya (1975-1979), tenemos un recuerdo muy activo que la diáspora se encarga de difundir en todo el mundo, en muchos casos, desde hace tiempo (por ejemplo, 1965 fue una fecha crucial para los armenios y 1983 para los ucranianos) e institucionalizado en monumentos conmemorativos en Ereván, Kiev y Phnom Penh. Tenemos también un gran consenso histórico sobre el carácter genocida del acontecimiento: la historiografía internacional del genocidio armenio está arrinconando el negacionismo del Estado turco, la multiplicación de los trabajos sobre la hambruna ucraniana ha impuesto las pruebas de genocidio (aunque con dos interpretaciones: genocidio de clase o genocidio nacional), y el programa sobre el genocidio camboyano, puesto en marcha en los años ochenta por la Universidad de Yale, ha suministrado todos los datos necesarios para corroborarlo. Quedan aún varios aspectos por resolver: a pesar del reconocimiento de una veintena de países, el Vaticano y varios organismos internacionales (Comisión de Derechos Humanos de la ONU, Parlamento Europeo), los armenios aguardan un gesto de toda la comunidad internacional y, por supuesto, Turquía; las demandas de reconocimiento formuladas por Ucrania desde su independencia no han tenido fruto; y los procesos emprendidos desde 2009 por el tribunal mixto de Phnom Penh contra antiguos dirigentes de los Jemeres Rojos no han dictaminado todavía nada más que sobre crímenes contra la humanidad (el último apartado, relativo a la acusación de genocidio, no ha empezado a estudiarse hasta este año). Estos retrasos legales facilitan que algunos historiadores, al servicio de Turquía en un caso y prorrusos o excomunistas en el otro, nieguen la calificación de genocidio a los sucesos de Armenia y Ucrania.

Genocidios disputados o ignorados. Aquí el derecho y la historia se retiran ante una memoria social, a menudo militante, que pretende concienciar al mundo sobre la realidad de un prejuicio pasado. A este tipo corresponden tres ejemplos de atentados manifiestos contra los derechos humanos durante la segunda mitad del siglo XX: Tíbet (desde la ocupación china de 1950), Kurdistán (con la política iraquí de los años ochenta) y Timor Oriental (después de que los indonesios se hicieran con el poder en 1975). Aunque es posible demostrar las persecuciones, las matanzas y los desplazamientos de población en cada caso, su definición como genocidio siempre ha planteado problemas a los investigadores, que prefieren recurrir al calificativo de etnocidio.

En el caso del Tíbet, por ejemplo, se calcula que el número de víctimas de la población tibetana fue de 1,2 millones de personas, pero la calificación de genocidio está muy discutida, porque esas víctimas lo fueron, en parte, de un brutal manejo policial de la sociedad y la situación se prolongó durante un periodo (26 años) que contrasta con la lógica genocida, infernal y veloz (75 días en Ruanda), resultado de una intención claramente programada. De ahí que las escasas resoluciones de la Asamblea General de la ONU y el Parlamento Europeo se hayan limitado a hablar de violación de los derechos humanos. En este sentido, el hecho de que el Tribunal Supremo español aceptara en enero de 2006, de acuerdo con el principio de la jurisdicción universal, una demanda por actos de genocidio cometidos contra el pueblo tibetano fue una revolución.

Si bien las declaraciones conmemorativas de distintos grupos en busca de identidad siempre desembocan en una competencia entre víctimas cuyo resultado suele ser un uso excesivo del concepto de genocidio, las innovaciones en el derecho internacional también pueden ir en ese sentido. Desde los años noventa, la jurisprudencia de los tribunales penales internacionales ha ampliado el campo de las pruebas del genocidio, al deducir la intención de los comportamientos. Por su parte, en 2005, la ONU introdujo en su doctrina la responsabilidad de proteger a las poblaciones, que se tradujo en la creación de una oficina de prevención del genocidio. Estos principios, muy loables en el fondo, pueden tener un efecto contraproducente, porque facilitan el empleo de estrategias que permiten construir una imagen de víctima ante el mundo a partir de hechos dispersos. Un ejemplo son las controversias sobre los verdaderos sucesos ocurridos en Darfur. Como consecuencia, frente al activismo de la memoria, y para actuar conforme a derecho, los historiadores y los políticos deben delimitar con rigor las fronteras del genocidio.

Bernard Bruneteau es profesor de ciencias políticas en la Universidad de Rennes y autor de El siglo de los genocidios (Alianza Editorial). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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