O cactus o nada: un millón de personas en Madagascar vive al límite del hambre absoluta
El sur de la ‘isla roja’ fue considerado el primer país donde se iba a producir una hambruna a causa del cambio climático, pero los expertos alertan de que la causa es una pobreza estructural
Una tierra sin carreteras en el sur de una isla en pleno océano Índico. Un Gobierno lento en actuar. Una comunidad internacional que lleva 30 años financiando proyectos de desarrollo que no han dejado huella. Inundaciones, sequías, tormentas de arena y ciclones. Y al final de esa cadena de infortunios, más de un millón de personas desnutridas que prácticamente se alimentan solo de cactus y de frutos silvestres. Que, en los peores momentos, han llegado a ingerir ceniza. Que beben agua sucia. Esta es la estampa que ofrece hoy el sur de Madagascar.
La República de Madagascar, la gran isla roja de África, ganó visibilidad internacional a mediados de 2021. Las agencias humanitarias y el Gobierno alertaron de que, en el Gran Sur, las lluvias insuficientes desde 2019 habían provocado la peor sequía de los últimos 40 años. En algunas zonas agrícolas, el 94% de la tierra quedó estéril, y la población sucumbió a una crisis alimentaria que amenazó su supervivencia. Ciclones como Batsirai y Freddy destrozaron pueblos y campos, y se difundió que en este lugar del planeta se iba a producir la primera hambruna provocada por el calentamiento global. Naciones Unidas y el Gobierno solicitaron a la comunidad internacional 76 millones de dólares (70 millones de euros) para mitigar la emergencia.
En ese remoto sur vive Sabine Anette, de 23 años y madre de un niño de dos. Ella es una de las vecinas de Betoko, una aldea de apenas un puñado de viviendas de paja y barro. La falta de lluvias les ha hecho perder los cultivos a esta mujer y a la docena de vecinas que la acompañan, todas con hijos de corta edad. “Comemos cactus y lo que encontramos”, declara la joven. Para mostrarlo, desaparece en la oscuridad de su cabaña y al momento sale con una cesta con higos chumbos. Esta es toda su despensa para ella, su hijo y su abuela, de 85 años. En los momentos más duros de la sequía, en 2021, tres niños murieron de hambre, cuentan sus vecinas.
Madagascar es uno de los países más pobres del mundo, según el Índice de Desarrollo Humano de la ONU, que lo sitúa en el puesto 173º de 191 Estados. A la vez, está en los primeros puestos de la clasificación de países más vulnerables al calentamiento global. Sin embargo, no fue este el principal impulsor de la crisis, en contra de lo que se afirmó en su momento. Los científicos de la World Weather Attribution (WWA), una coalición internacional que estudia el papel del cambio climático en fenómenos extremos, analizaron el caso del sur malgache. En el estudio Atribuciones de la grave escasez de precipitaciones en el sur de Madagascar, 2019-21, señalaban como causas del hambre la fragilidad preexistente de la población. “El cambio climático es un multiplicador de amenazas, pero no el único”, aseguró la doctora Friederike Otto, directora de WWA.
Con más del 80% de la población viviendo con menos de dos dólares diarios, según el Banco Mundial, las comunidades locales tienen muy complicado enfrentarse a un periodo prolongado de sequía. Si no llueve, no hay cosechas. Las familias venden entonces sus cebúes para comprar comida o emigrar. Después, se desprenden de las ollas y del resto de objetos personales. El resultado es una descapitalización colectiva que ahonda la pobreza estructural. Cuando empezó la pandemia, la gente no pudo tampoco emigrar en busca de trabajo.
Un grupo de tres diplomáticos internacionales que piden no revelar su identidad señala a EL PAÍS en Antananarivo, la capital: “También hay sequías en otros sitios, pero no hambruna. Aquí sí ocurre porque no hay nada detrás. Es un problema de pobreza estructural”.
La declaración de una hambruna se toma principalmente por parte del gobierno del país afectado y de diversos organismos de la ONU, y se apoya en un análisis de la Red de Sistemas de Alerta Temprana contra la Hambruna (FEWSNET) y en la Clasificación Integrada de las Fases de la Seguridad Alimentaria (IPC). Esta recoge cinco etapas; la hambruna es la última. El distrito de Anosy llegó a tener en esta última fase a casi 14.000 personas en 2021. Ahora, gracias a las lluvias de los últimos meses, se mueve entre las fases 2 y 3.
Otro problema es la gran lejanía de la región con la capital: más de 1.000 kilómetros por una única carretera con tramos sin asfaltar. El trayecto en coche dura como mínimo 23 horas. Los diplomáticos apuntan a su vez a que la población del sur malgache corresponde a grupos étnicos minoritarios, excluidos de la élite política y económica, principalmente en manos de la etnia merina, la mayoritaria. “Persiste un problema histórico entre el norte y el sur. Y como son dos millones de personas [de un total de más de 28 millones de habitantes] electoralmente no interesan”, afirma uno de ellos.
La precariedad del sur malgache es evidente, sin necesidad de leer informes sesudos. En los distritos de Androy o Anosy, los más afectados, casi ninguna carretera está asfaltada. Cuando llueve, esas vías son impracticables y las aldeas quedan aisladas. El paisaje muestra afluentes secos del río Mandrare, el mayor de la región, e hileras de cactus y plantaciones de sisal, casi 7.000 hectáreas en manos de una empresa francesa desde antes de la independencia, en 1960.
En una de estas plantaciones trabaja Nandrasa Longomaro, de 21 años. En un día bueno gana 1.000 ariari, unos 20 céntimos de euro, pero pocas veces pasa de los 400, relata en el centro de salud de Amabanisarika. Está allí porque su hija Sambelahy, de dos años, sufre desnutrición aguda, como 450.000 niños de esta región, según Unicef. La niña está en tratamiento y ha engordado un kilo; ya pesa siete. “Lo que gano no es suficiente para alimentarnos, solo me da para comprar algo de maíz o algo de arroz”. En su casa — con su madre y sus hermanos, nueve personas—, se van a la cama muchas noches con el estómago vacío.
El 22 de abril, el presidente Andry Rajoelina publicaba en Instagram las fotos de su visita a las obras del acueducto Efaho, de 97 kilómetros de longitud, que beneficiará a medio millón de habitantes en Androy. Desde hace al menos dos décadas se han desarrollado ese tipo de infraestructuras en el sur malgache. En la localidad de Amboasary, un reluciente depósito nuevo de agua aún no funciona. En Betoko, la bomba de agua, fruto de otro proyecto de desarrollo, está rota. Las vecinas cogen agua no potable del río, con el riesgo de contraer enfermedades parasitarias y diarreas.
El “cementerio” de los proyectos de desarrollo
Un estudio financiado por la UE, al que ha tenido acceso EL PAÍS, analiza los últimos 30 años de proyectos de desarrollo en Madagascar para averiguar por qué el país sigue tan dependiente de la ayuda de emergencia. “Numerosos programas funcionan allí desde hace décadas, tratando de responder a las necesidades más inmediatas de la población, (...) Pocas iniciativas han sido capaces de impulsar las dinámicas de desarrollo que propicien un cambio duradero, haciendo del Gran Sur un cementerio de proyectos”, sostiene el documento. Uno de los diplomáticos muestra las fotografías de unas máquinas de moler precintadas en un almacén. “Estuvieron ocho años con los plásticos puestos porque nadie explicó a las mujeres qué tenían que hacer con ellas”, lamenta.
La dirección general de ayuda humanitaria de la Unión Europea (ECHO) —que invitó a este diario al viaje a Madagascar en el que se hizo este reportaje—, invirtió 47 millones de euros en ayuda humanitaria en el país entre 2021 y 2023. Uno de los proyectos que apoya es el del Centro Técnico Agroecológico del Sur. Su directora, Stéphanie Andoniaina, describe a una sociedad muy conservadora y resalta la importancia de adaptarse al contexto cultural y antropológico. “Los guisantes aquí crecerían, pero están prohibidos debido a supersticiones. La solución que encontramos fue introducir en las comunidades una variedad que les pareciera bien”.
Hace un mes llegó la ansiada lluvia al sur de Madagascar. La tierra, agradecida, reverdeció. Aún hay charcos en algunos caminos. La mandioca, el maíz, la batata y los cacahuetes regresaron a los mercados y despensas. Pero ahora los agricultores miran al cielo con preocupación: si no llueve en octubre, volverán a tener problemas. Las proyecciones del IPC calculan que entre mayo y agosto de 2023 un millón de personas —un tercio de la población del sur—, sigue al borde de la emergencia alimentaria. La mayor parte del lecho del Mandrare sigue tan seca que hasta los camiones y los cebúes circulan por donde debería discurrir su cauce.
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