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Oríjiv, la resistencia ucrania entre ruinas: “Todos tenemos miedo. Pero nos hemos acostumbrado”

Solo 800 vecinos siguen viviendo en esta ciudad que antes de la invasión rusa tenía 21.000. Se niegan a abandonar sus hogares y afrontan a diario las dificultades de una vida entre escombros

Oríjiv
Un árbol de Navidad en una de las desiertas calles de Oríjiv, el pasado martes.Lola Hierro
Lola Hierro (enviada especial)

La avenida Shevchenka de Oríjiv es la más limpia de la ciudad. No hay ni un papel, ni un plástico, ni un escombro, porque de ello se encarga Liubov Dernova, una mujer de 54 años que pasa la escoba a conciencia; sin prisa, pero sin pausa. Como si barriera el salón de un palacio. Dernova nació en esta ciudad de la provincia de Zaporiyia, en el este de Ucrania, y es una de los 800 vecinos que resisten aquí desde que las bombas de Rusia espantaron a la mayoría de los 21.000 habitantes que entonces había hacia lugares más seguros.

Desde el inicio de la invasión rusa a gran escala, EL PAÍS ha visitado periódicamente Oríjiv para tomar el pulso a la evolución del frente, estancado a tan solo ocho kilómetros desde la primavera de 2022, pero también las condiciones de vida en una de las ciudades más destruidas del país. Hoy, por sus desiertas calles, la única vista son sus edificios reducidos a escombros, el único olor es el del plástico quemado y el único sonido es la cadencia de la escoba de Dernova, interrumpida cada dos por tres por el no tan lejano sonido de los bombardeos. Y, sin embargo, Oríjiv se resiste a morir.

Liubov Dernova, el martes en Oríjiv.
Liubov Dernova, el martes en Oríjiv.Lola Hierro

“No hay ninguna casa que no haya sufrido las consecuencias de los bombardeos. La mía también, claro. Las ventanas volaron, la puerta fue arrancada, el techo se cayó…”, describe Dernova. Vive a unos 30 minutos a pie de la avenida que está barriendo y es la única vecina que queda en su calle. Su marido está en el ejército y su hija y nietos marcharon en busca de seguridad, igual que el resto de residentes. Ella dice haberse acostumbrado a la soledad. “Mi trabajo me ayuda mucho porque me siento útil. Algunas personas me dicen a veces que tengo las calles muy limpias, y eso me sienta muy bien”, sonríe.

El trabajo es la herramienta que permite a la barrendera mantener más o menos a salvo su salud mental. La mujer, con las mejillas coloradas por el frío, subsiste con el salario que recibe por barrer. Oleksander Billeris, jefe adjunto de la Administración Militar de Oríjiv, explica que ahora mismo las únicas responsabilidades de las que pueden hacerse cargo son la recogida de basuras, la entrega de ayuda y el pago de los salarios de los cuatro empleados públicos que quedan. Como Dernova, que reconoce que se calienta con leña y obtiene agua embotellada gracias a la asistencia humanitaria. “Oh, por dios, no tenemos agua corriente desde el principio de la invasión”, exclama al ser preguntada.

En la misma avenida que Dernova barre con tanto cariño, hay un foco de actividad; el único que, tras una vuelta en coche por toda la ciudad, parece existir. El inusual trajín proviene del patio trasero del que una vez fue el edificio de la Administración local, cuya fachada de color rosa se ve agujereada como un queso, por la metralla. En el solar, una media docena de hombres y mujeres entran y salen en bicicleta, provistos de bolsas vacías al llegar y llenas de comida al irse, pues en el interior de este edificio funciona una cocina gracias a la ayuda humanitaria de ONG como World Central Kitchen, del chef español José Andrés.

La antigua oficina de empleo de Oríjiv, reducida a una montaña de escombros tras uno de los muchos bombardeos que han demolido la ciudad.
La antigua oficina de empleo de Oríjiv, reducida a una montaña de escombros tras uno de los muchos bombardeos que han demolido la ciudad. Lola Hierro

Nikola Sobko y Serhii Onischenko son dos jubilados que observan la actividad mientras se fuman un cigarrillo. Al ser preguntados por la situación, responden que están muy bien porque llevan dos días seguidos sin sufrir bombardeos. “¿Trabajo? ¡Aquí hay cero trabajo, todos se han ido a Zaporiyia!”, dice Onischenko, y se ríe a carcajadas, como si le acabaran de contar el chiste más gracioso del mundo.

Mientras, en ese mismo patio, unos hombres vestidos de civil y otro de militar cargan coles, patatas, lechugas y otras verduras en el maletero de un viejo utilitario blanco. Conducirá el vehículo Billeris, que se ha enfundado un chaleco antibalas en un abrir y cerrar de ojos. “Son alimentos que van a llevar a las dos únicas personas que siguen viviendo en la aldea de Novadanilivka, a un par de kilómetros de la línea del frente”, explica el funcionario, empresario de una explotación agrícola antes de la guerra.

No muy lejos, y bien camuflado entre comercios de una sola planta completamente ruinosos, hay otro foco de actividad. Es un mercado callejero, si es que cuatro mesas de madera con algunas frutas, verduras y otros productos de primera necesidad pueden llamarse así. Apenas hay media docena de tenderos y todavía menos clientes.

Natalia —solo Natalia, sin apellido, pide— y Marina Savinova son dos de las comerciantes; la primera vende ropa y aparejos militares, y la segunda ofrece artículos de droguería y mercería, y objetos muy variados como pilas o recipientes de cocina. “No tengo miedo, solo se lo tengo a Dios”, afirma Savinova. Ambas cuentan que sus casas están inhabitables; la de Marina no ha sufrido muchos daños, pero la de Natalia, directamente, no existe.

Natalia, junto a su tienda de artículos militares en el mercado callejero de Oríjiv.
Natalia, junto a su tienda de artículos militares en el mercado callejero de Oríjiv.Lola Hierro

De 38 años, Savinova se marchó a Zaporiyia con su familia cuando empezó la invasión en febrero de 2022, pero a diario coge el coche y regresa para abrir su pequeña tienda. Antes, sus padres poseían cuatro locales, explica, y señala con el dedo unos amasijos de hierro oxidados. “Fueron bombardeados el día del aniversario de bodas”, lamenta la mujer, que reconoce que el mercado ha sido objetivo más veces y, sin embargo, muestra un excelente sentido del humor. “Venir me hace sentir mucha energía y adrenalina”, ríe.

Pero, más allá de las risas, ninguna oculta su pena al observar la ciudad donde nacieron. “Antes de la invasión, nuestros hijos iban a clases de pintura, de baile… Teníamos muchas actividades distintas, ahora no tenemos nada. Absolutamente nada”, resume Savinova.

Recorrer Oríjiv, o lo que queda de ella, duele. Como aseguran sus vecinos, no queda, literalmente, ni un solo edificio intacto. Billeris explica que para el invasor es más fácil tomar las ciudades después de haberlas reducido a escombros, porque así se las encuentran desiertas y sin demasiados obstáculos. Con Oríjiv, que es uno de los puntos desde donde las tropas ucranias lanzaron su contraofensiva fallida en verano de 2023, lo intentaron a conciencia. La demolieron con bombas guiadas y artillería en cantidades industriales. Por ejemplo, hasta 70 proyectiles lanzaron sobre un único punto: el puente que cruza el río Konka y da acceso a la ciudad, recuerda Billeris. En su día récord, registraron la caída de 330 bombas. “Están intentando aún asaltarla con pequeños grupos”, dice el oficial.

También lo adelantó el pasado diciembre el portavoz de las Fuerzas de Defensa del Sur, Vladislav Voloshin, en el Teletón, un informativo televisivo unificado puesto en marcha durante la guerra y que todos los canales de Ucrania deben emitir. “Están realizando operaciones de reconocimiento y sondeo en preparación para activar esta dirección”, detalló.

Sin embargo, hasta ahora no se han hecho con ella. “Nuestros chicos nunca les dejarán tomarla, confío en ellos”, sentencia Savinova, la mujer del mercado. “Es que no necesitan Oríjiv, solo quieren entrar en Zaporiyia y no les importa si destrozan totalmente nuestra ciudad”, opina la barrendera Dernova.

Olexander Billeris, vicedirector de la oficina de administración militar de Oríjiv, frente a los restos de un edificio de apartamentos bombardeado.
Olexander Billeris, vicedirector de la oficina de administración militar de Oríjiv, frente a los restos de un edificio de apartamentos bombardeado.Lola Hierro

Mientras Dernova charla, se oyen repetidos sonidos de explosiones. Las únicas que se asustan son unas palomas apostadas en una de las cornisas de la iglesia, cuya cúpula se ve abierta como un melón, y que levantan el vuelo. Pero la barrendera ni pestañea. “Son los chicos trabajando. Al principio me pasé casi siete meses en la planta baja de mi casa, sin salir. Aprendí todo sobre los diferentes sonidos. Distingo las bombas que vienen y las que van”.

―¿No te dan miedo?

―Sí, claro, todo el mundo tiene miedo alguna vez, pero ya me he acostumbrado a vivir así. A menudo tienes que esconderte porque disparan y cae metralla. El otro día estaba limpiando cuando empezaron a disparar y tuve que tirarme al suelo porque la metralla volaba por todas partes.

Lo único que rompe la fortaleza de Dernova es pensar en lo que fue su ciudad. “Pasé toda mi vida aquí y es una pena. Veo las calles y lloro. Este mi hogar y todo ha sido completamente destruido”, solloza la mujer, quien, a pesar de todo, no piensa moverse de allí. “Al principio dijeron que nos fuéramos a un lugar más seguro un par de semanas o tres y que la situación se calmaría”, recuerda. “La gente se fue, pero yo aquí estoy aún, esperando a que todo acabe”.

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Sobre la firma

Lola Hierro (enviada especial)
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.
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