Keynesianismo de guerra y mentalidad bélica
Con la llegada de Trump a la Casa Blanca, Europa se ha visto obligada a pasar de las musas al teatro, a defenderse por sí sola


Europa es una misión: algo que se hace, se crea, se construye. “Un lugar de aventura”, escribió el sociólogo Zygmunt Bauman. Un trabajo que nunca termina, en estado de transición permanente: una posibilidad siempre pendiente. Un oxímoron, una contradicción, una formidable paradoja: la doble cara de la civilización es ese Estado del bienestar amenazado por el oleaje ultra; al cabo, Europa es el lugar donde el jardín de Goethe es colindante con el campo de concentración de Buchenwald, según la aterradora definición de George Steiner. Durante 80 años ha presumido de su poder blando: el proyecto se levantó con la lógica de la guerra, pero con la gramática del comercio. La UE ha sido básicamente una potencia normativa, a la vez poderosa y débil: capaz de ser una superpotencia económica y comercial desde la abstinencia militar, que dejaba en manos de Estados Unidos, y además desde la energía barata, que la canciller Merkel dejó en manos de Rusia. Ese dibujo geoeconómico empezó a saltar por los aires cuando Rusia invadió Crimea, en 2014, y recibió la puntilla hace tres años, con la invasión de Ucrania por parte de Putin, pero sobre todo hace un par de meses, con la llegada de Trump y sus tecnooligarcas a la Casa Blanca. Ahí se acabó la hipnosis. Y Europa se ha visto obligada a pasar de las musas al teatro, a defenderse por sí sola con una combinación de keynesianismo de guerra y de mentalidad bélica. Vayamos por partes.
Bruselas ofreció un aperitivo de lo que viene con un plan de rearme de 800.000 millones que es una especie de parábola de los panes y los peces: es básicamente espacio fiscal para que los países gasten (650.000 millones), más algo de dinero fresco reciclado de otras partidas (150.000 millones) para desarrollar compras comunes y poner en pie ese proyecto de ejército común tan y tan francés. Alemania, la frugal Alemania de Merkel y Schäuble, la que le puso la camisa de fuerza al Sur durante la Gran Recesión, ha apuntalado ese keynesianismo de guerra con planes multimillonarios para gastar y con la reforma del freno constitucional de la deuda, que hubiera sido una especie de anatema en 2010. Es curioso, porque todo ese keynesianismo bastardo es a la vez necesario ante el giro copernicano del aliado histórico de Europa, Estados Unidos, y a la vez imprescindible para que la propia Alemania salga de la crisis oceánica y autoinducida en la que lleva un par de años. A esos planes le seguirán otros: en Bruselas se da por hecho que ahora que prácticamente se ha formado el Gobierno en Alemania habrá más ambición. Pero el paso que adelanta hoy este diario es parte de la misma narrativa: la mentalidad de guerra es evidente cerca de la frontera con Rusia, pero desaparece a medida que la ciudadanía se aleja, en Portugal, en España, en Italia e incluso, por otras razones, en Grecia. Por eso es tan relevante que las instituciones europeas manden el mensaje de que la ciudadanía tiene que estar preparada (Terminator: “Espera lo mejor, prepárate para lo peor”) en caso de otra pandemia, en caso de un desastre climático o, ay, en caso de que la guerra se recrudezca si se confirman los peores escenarios posibles.
Las doctrinas ideológicas son una variante solemne de la dramaturgia: alguien va a tener que bautizar esa mezcla de keynesianismo bélico y mentalidad de guerra. Mientras eso ocurre, siempre nos quedará Ian McEwan: “En plena lucha medieval entre creencias, con unos EE UU llenos de ambición, de fuerza, de locura casi indisimulada, hay que recordar que la capacidad de destrucción de Europa es asombrosa, en claro contraste con los grandes logros de la civilización europea”.
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