Campechano en el trato, esquivo en el dogma
Francisco aplicó una estrategia para ganar prestigio sin abordar los asuntos impopulares de la Iglesia


Hay una palabra que se convirtió en la llave maestra de Jorge Mario Bergoglio para acceder al papado y que, ya bajo el nombre de Francisco, siguió utilizando como santo y seña para atravesar todas las crisis. La palabra es periferia, y el todavía cardenal de Buenos Aires ya la utilizó durante las congregaciones que, tras la renuncia de Benedicto XVI, se celebraron en Roma durante la primavera de 2013 para designar al nuevo papa. En aquellos momentos, sobre el ánimo de los llamados a elegir —y a ser elegidos— para ocupar la silla de Pedro pesaba una frase bella y sombría pronunciada por Joseph Ratzinger para justificar de alguna manera su dimisión, provocada por el cansancio y la edad, pero sobre todo por su incapacidad para frenar las luchas de poder en el Vaticano: “Las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra y Dios parecía dormido”. Bergoglio dijo periferia y los cardenales, que ya habían visto en él a un posible pontífice durante el cónclave anterior, decidieron que ahora sí era el momento de abrir las ventanas y salir del ensimismamiento. Cuando, ya en la Capilla Sixtina, el recuento de los votos hacía presagiar la fumata blanca, el cardenal brasileño Cláudio Hummes, que estaba sentado junto al argentino, se acercó y le dijo al oído: “No te olvides de los pobres”.
¿Se trataba de un consejo o de una advertencia, de una frase pronunciada desde la complicidad o más bien desde la desconfianza? La distancia de 12 años, y el repaso de las noticias publicadas y vividas durante el primer año de papado, permiten extraer dos datos que, siendo Bergoglio argentino y jesuita, no pudieron ser producto de la casualidad, sino de una verdadera estrategia.
El primer dato es que Francisco se dio prisa por protagonizar muchos gestos para dejar claro ya desde los primeros días que sería un pontífice sencillo, campechano, sin ataduras, capaz de empatizar con otras confesiones —la primera carta que envió fue al rabino jefe de Roma para invitarlo a “contribuir al progreso de las relaciones entre judíos y católicos”— y, al mismo tiempo, ser muy duro, implacable incluso, con la curia vaticana, incluidos los propios cardenales que lo habían elegido.

El papa de los zapatos negros con las suelas gastadas, el mismo que renunció al lujo del apartamento papal y que ya vestido de blanco se acercó a saldar la cuenta del alojamiento que había ocupado en la Vía della Scrofa, se convertía en un martillo de herejes cuando se trataba de arremeter sin contemplaciones contra los vicios de los príncipes de su Iglesia. En su primera homilía como papa, delante de los 114 cardenales que lo habían elegido, les conminó a llevar “una vida irreprochable, salir de sus palacios y mezclarse con la gente”. Un papa sencillo que, por fin, iba a meter en cintura a la jerarquía eclesiástica.
El segundo dato que confirma la estrategia es más sutil: Bergoglio hizo todo lo posible por posponer los temas impopulares, polémicos, aquellos asuntos que él sabía desde el principio que no podría cambiar sin romper la Iglesia, pero que sin duda una buena parte de los cristianos —y aun de los que no se consideran creyentes— hubieran esperado de un papa que parecía poner el acento sobre asuntos —la pobreza, la desigualdad, la incorporación de la mujer a la vida de la Iglesia, el diálogo con otras religiones— que rimaban más con la doctrina social de la Iglesia que con un clero —como tradicionalmente lo es el español— obsesionado en combatir las tentaciones de sus fieles con la amenaza del infierno.
El ejemplo más claro —aunque en aquel momento pasó prácticamente inadvertido—se produjo durante el vuelo de regreso a Roma desde Río de Janeiro, donde el nuevo pontífice había presidido la celebración de las Jornadas de la Juventud. Durante la rueda de prensa celebrada en el avión —la primera que concedía un Papa sin límite de preguntas ni líneas rojas—, y cuando ya había dejado para la historia algunas de sus frases más famosas —”¿quién soy yo para juzgar a los gais?”—, una periodista brasileña le preguntó: “La sociedad y los jóvenes han cambiado, y en Brasil hay muchos jóvenes. Pero usted no ha hablado [durante las jornadas dedicadas a la juventud] sobre el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo. En Brasil han aprobado una ley que amplía el derecho al aborto y ha permitido el matrimonio entre personas del mismo sexo. ¿Por qué no ha hablado sobre esto?”.

El Papa respondió con evasivas: “La Iglesia se ha expresado ya sobre eso. No era necesario volver sobre eso, como tampoco hablé sobre la estafa o la mentira, u otras cosas, en las cuales la Iglesia tiene una doctrina clara”.
—Pero es un asunto que interesa a los jóvenes —insistió la periodista.
—Sí, pero no era necesario hablar de eso, sino de las cosas positivas que abren camino a los chicos, ¿no es cierto? Además, los jóvenes saben perfectamente cuál es la postura de la Iglesia.
—¿Pero cuál es la postura de Su Santidad? ¿Puede hablarnos?
—La de la Iglesia, soy hijo de la Iglesia.
El avión llegó a Roma y Bergoglio, antes de irse a descansar a su apartamento de la Casa San Marta, se dirigió —a bordo de un sencillo Ford Focus azul, atrás ya habían quedado los Mercedes blindados— a la basílica de Santa María la Mayor para rezar y depositar un ramo de flores. Habían pasado solo cuatro meses desde su elección y ya se había convertido en un referente no solo para los católicos. La palabra periferia seguía envolviendo todas las decisiones, todos los proyectos, mientras trataba, no siempre con acierto, de domar los viejos vicios del pequeño Estado: los escándalos de la banca vaticana, los rescoldos de las viejas rencillas entre cardenales, los escándalos sexuales de algunos de sus principales colaboradores.
Hay un momento de aquellos primeros meses en el que —durante una conversación con uno de sus colaboradores, el sacerdote Antonio Spadaro, director de La Civiltà Cattolica, la histórica publicación de la Compañía de Jesús— el papa Francisco admite: “No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas. Ya hablaremos luego del resto”.
Declaraciones como aquellas pudieron albergar la esperanza de que Francisco, más que una estrategia para solapar los temas más espinosos, estaba ganando tiempo para acoger en el seno de la Iglesia a muchas personas que, considerándose cristianas, se sentían automáticamente excluidas por el rechazo frontal del Vaticano a reconsiderar asuntos como el aborto, las relaciones homosexuales o el uso de anticonceptivos. El papa de la periferia no se olvidó de los pobres, pero dejó en la puerta de su hospital de campaña una fila muy larga de cristianos sin respuesta.

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