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‘Un día contaré esta historia’, adelanto del libro de Amandititita

EL PAÍS publica un fragmento de la biografía de la cantante mexicana en la que recuerda la relación con su padre Rodrigo González ‘Rockdrigo’, que murió en el terremoto de 1985

Amandititita, cantante y compositora mexicana.

Llegué a la Ciudad de México en 1985. Un vuelo de cuarenta minutos me separó del puerto de Tampico. Dejé atrás los árboles de mango, el mar, y aterricé en una ciudad que acababa de derrumbarse. Tres meses antes, un terremoto de magnitud 8.1 había sacudido la Ciudad de México, llevándose alrededor de quince mil vidas, incluida la de mi padre. Yo tenía apenas seis años.

Al salir del aeropuerto, mi madre y yo abordamos un taxi Volkswagen amarillo y nos dirigimos a la colonia Juárez en busca del edificio donde él había fallecido. Fue impactante descubrir que los escombros aún yacían allí, como si el terremoto hubiera ocurrido esa misma mañana. Mi mirada subía y bajaba entre los escombros, buscando algún tipo de orden entre aquellas partes inconexas. Un nudo de hogares, varillas enredadas con muebles, pedazos de telas, juguetes aplastados… era un nido gigante, un nido enhebrado por la muerte.

De un momento a otro, su casa se volvió su tumba. ¿Cómo confiar en la materia? ¿Cómo dormir sabiendo que en cualquier instante todo puede hacerse añicos? Esa imagen pulverizó mi infancia. Recuerdo con nitidez las figuras que delineaban los escombros, el dolor por la muerte de mi padre y sus vecinos dormidos sobre las ruinas.

Mi mamá se quebró en llanto y trató de abrazar el edificio. “Vamos a que te tomes una coca”, le dije. La cocacola era su bebida favorita. Cocacola y delicados sin filtro.

Fuimos a la tiendita de la esquina. El encargado me dio unos dulces y nos platicó que el edificio donde vivía mi padre se había desmoronado unos minutos después de que comenzara el terremoto. Le pregunté a mi madre si aún quedaban cadáveres enterrados. Me respondió que no lo sabía. Ella nunca sabía nada.

Mireya, mi madre, fue una destacada traductora, maestra en el Colegio Americano de Tampico, bastonera y pintora. Una exitosa mujer hasta que se enamoró y ese amor la arrastró a la sombra.

Ella, la Yeya, como le decían de cariño, nunca dejó de ser una niña maleducada y rota por dentro. De adulta, en lugar de comer dulces, consumía drogas. Amaba desconectarse de la realidad y beber hasta colapsar, como aquellos edificios en la esquina de Bruselas y Liverpool. Tenía una mirada tan triste que resultaba increíble, el cabello desordenado y tres pulseras de latón que nunca se quitaba. Ella, el amor de mi vida… lo único que quise fue protegerla. Solo estábamos nosotras dos; no teníamos familia, ni casa, ni dinero.

Mi madre y mi padre se conocieron desde niños. Según me contaba, cruzaron caminos en múltiples ocasiones, intercambiaron miradas, hasta que finalmente hablaron. Los dos amaban a Dylan y a Donovan; hablaban de libros y fumaban marihuana; se volvieron inseparables. Mi papá la invitaba a “la covacha”, una pequeña bodega detrás de la casa de mis abuelos, donde se reunían con sus amigos a tocar la guitarra y fumar marihuana.

Mi mamá, en sus constantes viajes a Estados Unidos, le compraba a mi padre decenas de vinilos y libros. Así inició el romance, ligados principalmente por el intelecto y la pasión por la música. Mi padre pasaba muchas horas en casa de los abuelos de mi mamá, donde hablaba sobre filosofía con el abuelo de mi madre, que era masón grado 33. En aquel entonces, mi padre estudiaba psicología, hasta que un rayo psicodélico le indicó que su camino era la música. Mi madre solía decir que era un genio, que tenía un gran sentido del humor, que era celoso y tenía algunos toc, como lavarse las manos muchas veces.

La portada del libro 'Un día contaré esta historia', de Amanda Lalena Escalante.

“Lo amo más que a nada en el mundo. Lo amo de una manera en la que nadie debería amar”. Cuando mi padre abandonó la psicología para dedicarse a la música, mi madre dejó su trabajo y a su familia para acompañarlo. Se mudaron juntos a la Ciudad de México. Ella trabajaba para pagar la renta del departamento y la comida, mientras él se dedicaba a componer. Era muy talentoso y pronto empezó a tener éxito, y entre más éxito alcanzaba, menos quería estar atado.

Mi mamá no conocía a nadie en la ciudad, vivía para trabajar. Y, en el peor momento, se embarazó. Tres meses después, una noche en la que mis padres fueron al cine, mi mamá tuvo un sangrado a mitad de la función. Tras acudir al médico y someterse a un legrado, el ginecólogo le dijo: “Señora, hay otro bebé ahí”. En la familia de mi madre hay gemelas y cuatas. Éramos dos; ella había abortado a mi hermana, pero yo seguía ahí.

Decidió volver a Tampico para cuidarse de no tener otro aborto. Los abuelos de mi madre habían muerto, así que se refugió en la casa de mis abuelos paternos. Mi papá dijo que llegaría, pero nunca llegó.

Nací en Tampico. Mis primeros meses viví en casa de la familia de mi padre. Tan pronto como se pudo, mi mamá viajó a la Ciudad de México para que mi padre me conociera. Me contó que al cargarme lloró y dijo: “No sé qué hacer con tanta fragilidad”. Acordaron que me llamaría Amanda Lalena, como dos de las canciones favoritas de mi padre, una de Víctor Jara, la otra de Donovan. Mi madre nunca habló mal de mi padre. Su versión de por qué vivíamos separados fue que se alejó para convertirse en cantante. Decía que en la Ciudad de México los sueños se hacen realidad y por eso los artistas viven allí.

Cuando le pregunté por qué no estábamos con él, en la ciudad, me dijo que nosotras éramos del mar y que la ciudad es un monstruo que, si no eres fuerte, te come. Cuando estuve ahí, entendí a lo que se refería: la ciudad era un monstruo capaz de comerse a sí mismo.

Tampoco se quejó cuando estuve al borde de la muerte por una crisis de asma a mis dos años. Mi madre vendió todo, desde sus muebles hasta su ropa, para poder pagar los gastos médicos y salvarme la vida. Mi padre aún no me había registrado, argumentando que no tenía tiempo para ir a Tampico. Ante la emergencia, mi mamá le dijo que ya no podía esperarlo más, mi vida estaba en peligro.

Durante el tratamiento que recibí, me administraron una medicina que tuvo efectos secundarios, como descalcificación e inhibición del crecimiento. Mi padre dijo que le alegraba no haber sido parte de esa decisión.

Me registraron dos años después de nacer. En mi acta de nacimiento mi nombre está de la siguiente manera: Amanda Lalena Escalante Pimentel. Nacida en 1979, registrada en 1981 en Tampico, Tamaulipas. Madre: Mireya Escalante Pimentel. Padre: ausente.

Cuando le pregunté por qué no tenía el apellido de mi padre, mi madre dijo que él no creía en el sistema, que no había registrado ni sus propias canciones, lo cual es verdad: mi padre no registró la mayor parte de su catálogo y murió sin testamento. Me resigné a la idea de que yo era otra de sus canciones.

Mi madre me educó para amar a mi padre y, aunque sus palabras hubieran sido de condena, incluso si me hubiera dicho la verdad, mi corazón seguiría ligado a él. Porque él, mi padre, era maravilloso. Los momentos que estuvimos juntos son la parte más bella de mi vida. Era un padre dulce, paciente y amoroso. Nunca se enojaba, ni siquiera cuando pegué estampitas en sus botas y corté sus agujetas.

Rockdrigo González, en la azotea del edificio donde vivía en la colonia Juárez, en Ciudad de México, en 1985.

Recuerdo nítida su silueta en la puerta, su voz que me cantaba “Lalena, Lalena de las chicas, la más buena”. Su silbido, el mismo de la “Balada del asalariado”, cuando subía la escalera, la textura de su chamarra, su abrazo y los latidos de su corazón, latidos que estaban contados.

Me sentía la persona más importante del mundo cuando llegaba a verme a la casa, o cuando íbamos a comer solos al Vips. No compartimos muchos años en el mundo, pero mis recuerdos son contundentes. Sé que me amó. No me lo contaron, viví en ese amor.

La Navidad de 1984, antes de su muerte, mi madre y yo fuimos a México. María, la madre de Jorge Dorantes, amiga en ese entonces de mis padres, nos prestó su departamento. Esa Navidad fue increíble: mi padre llegó con la guitarra en una mano y la funda en la otra; en ella había guardado decenas de regalos. Cosas chiquitas compradas en las calles, juguetes del metro donde tocaba. Esa noche se quedó a dormir. Cada que iba a casa, él dormía con mi madre.

Varias veces me visitó en Tampico. Mi madre y yo vivíamos en una casa muy bonita adornada con plantas en botellas de Padre Kino como floreros. Cada noche, mi mamá tomaba una botella de vino mientras escuchaba a Dylan. Luego, un poco ebria, salía en la noche a cortar plantas en la calle.

La última vez que vi a mi padre fue en Tampico. Fuimos a una galería, donde afuera había un puesto que vendía frutas, vasos de mango, coco y naranjas con chiles. Mi papá me dio unas monedas para que comprara un vaso de mango. Al volver corriendo, tropecé con un escalón y me caí, las frutas se desparramaron por todo el suelo. Lloré con exageración. Lo que me agobiaba más era que esas frutas las había pagado mi papá, y mi madre siempre decía que él no tenía dinero.

La tarde antes de su muerte hablamos por teléfono. Mi padre murió a los 33 años. Mi mamá tenía la misma edad. Y ella murió con él. Su corazón latía, sus pies andaban, pero estaba muerta. El dolor se apoderó de su cordura. Sé que me amaba, pero cuando bebía, el alcohol me difuminaba hasta volverme invisible para ella. Cada trago me borraba hasta desaparecerme.

Le gustaba jugar arrancones a toda velocidad por las avenidas de Tampico, en completo estado de embriaguez, conmigo de su copiloto. Algunas madrugadas, estacionaba el coche cerca del cementerio, saltaba la barda del panteón y, una vez adentro, lloraba inconsolablemente sobre la tumba de mi padre hasta quedarse dormida, mientras yo, con apenas seis años, la esperaba afuera.

Mi abuelo paterno dio instrucciones de utilizar las regalías generadas por la música de mi padre para establecer un fideicomiso destinado a financiar mi educación. Tanto mi abuelo como el hermano mayor de mi padre estuvieron de acuerdo. Mi abuelo habló con Modesto López, un extraordinario señor, dueño de Discos Pentagrama, donde se editaron cuatro discos de mi padre, para que esto sucediera. Sin embargo, mi madre insistió en ir a la Ciudad de México para asegurarse de que pagaran las regalías de forma justa. No era necesario que dejáramos Tampico, pero nadie nos detuvo. Cuando digo que no teníamos a nadie, no exagero.

El espíritu rebelde de mi madre se desató en la ciudad, y allí dejó salir todos sus demonios. Se sintió acogida entre la banda, un grupo de artesanos y músicos callejeros. Espíritus libres, sin ataduras morales, rebeldes, pachecos y soñadores, que querían cambiar el mundo sin hacer nada. Se sostenían vendiendo aretes, collares y sábanas para forjar. Su punto de reunión era los sábados en el tianguis del Chopo, un lugar icónico de la contracultura capitalina, de donde emergen escenas musicales no comerciales y corrientes sociales anarquistas.

Yo detestaba aquel tianguis y, como consecuencia, odiaba el sábado más que cualquier otro día. Aprendí a contar los días en función de eso. Mi día favorito era el domingo, porque después de él aún faltaban cinco días para el siguiente sábado. El problema no era el Chopo, era lo que sucedía después de que levantaban los puestos del tianguis y abrían las cantinas.

Cada sábado, sin excepción, mi mamá tomaba hasta caer; se abandonaba mientras yo lloraba a todo pulmón y le suplicaba que nos fuéramos, pero no teníamos a dónde ir, porque no teníamos casa.

Además, me dijeron que el DIF se llevaba a los niños sin casa, por lo que vivía aterrorizada de que me encontraran. Recién llegadas a la ciudad, con un poco de dinero, nos hospedamos en buenos hoteles, pero el dinero se terminó y nos mudamos a hoteles de mala muerte.

No teníamos más que una prenda de ropa. En la noche, la lavábamos en la regadera y la tendíamos sobre la tele o alguna ventana para que se secara. Mi mamá hacía traducciones para la revista Conecte, pero el dinero no alcanzaba. Con el pretexto de que no tenía con quién dejarme, no buscaba otro empleo. En menos de un año nos volvimos indigentes.

Pasábamos el día taloneando, así se dice de forma rockera a lo que en realidad es pedir limosna. No nos sentábamos en el suelo pidiendo caridad, íbamos caminando. Mi mamá se acercaba a la gente y platicaba. Era una mujer elocuente y persuasiva. No mentía, era verdad que no teníamos casa ni comida.

A veces las cosas se ponían difíciles y solo podíamos reunir dinero suficiente para pagar la habitación de hotel. Entonces íbamos de casa en casa pidiendo comida. La oración que decía mi madre era más o menos así: “Hola, buenas tardes. Somos de Tampico, su papá murió en el terremoto, no tenemos familia, ni casa. ¿Tendrán algo de comer que les sobre?”.

La estatua de Rockrigo González, en la estación del metro Balderas, en Ciudad de México.

Durante años visitamos cientos de casas, comimos las sobras de muchas familias. La gente no siempre abría la puerta, era una gran alegría cuando nos decían: “Ahora vuelvo”. Esperábamos con emoción sin saber qué nos darían, podría ser una fruta, una sopa o algo extraordinario como unas quesadillas.

Casi cuarenta años después recuerdo mi sonrisa frente al plato. Me duele pensar en eso, pero siendo justa, en ese momento yo no la pasaba mal. Cada día era una aventura. Había días de suerte, donde alguien nos daba un billete grande y podíamos entrar temprano al hotel. Sentir la seguridad de tener donde dormir era nuestra mayor victoria. Entonces mi mamá se ponía de buen humor y me dejaba brincar en la cama, dibujábamos, me hacía peinados o jugábamos con las manos.

Los sábados de Chopo dormíamos donde cayera la noche. Por lo general, compartíamos un cuarto de hotel con varios de la banda, ya que muchos de ellos, al igual que nosotras, no tenían casa. Entre todos se hacía la vaca para juntar para un cuarto. Hubo noches muy duras en las que mi madre se emborrachaba y perdíamos el rumbo de los demás, en esas ocasiones nos tocaba dormir en la calle.

La calle es muy cruel, sobre todo cuando la noche la cubre. El tiempo transcurre de una manera muy diferente para el que duerme a la intemperie, los segundos se sienten como horas. En la calle no se descansa, la muerte te respira en la nuca. En la calle ocurren las peores cosas; yo sentía el peligro y abrazaba a mi madre, quien, completamente borracha, no se daba cuenta de nada, y yo no dormía porque tenía que cuidar de ella y de mí. ¿Cómo podía transformarse de aquella manera? ¿Por qué dejaba de quererme, por qué no le importaban mis lágrimas? Al contrario, me regañaba y me hacía sentir culpable por portarme mal.

Mi madre me arrastraba sin piedad a su locura, pero dentro de toda esa oscuridad, yo aún podía ver su luz. Solo necesitaba esperar que un rayo de sol le devolviera la cordura. De día siempre fue amable, solo había que esperar a que se pusiera de pie y volviéramos a ser nosotras dos, sin ese diablo que me la arrebataba. Ese horrible lagarto que la poseía y le pedía que bebiera… ese demonio.

Fue un amor terrible y hermoso, porque dentro de aquel desastre hizo algo muy bueno: me adoró. Nadie en este mundo me ha amado tanto como ella. Se sentía orgullosa de mí; me decía que yo era la más inteligente, la más bonita, su princesa, que haría cosas extraordinarias con mi vida. “Choshu, mi Lelenita, mi amor, eres lo mejor de mi vida”.

Me despertaba con besos, me hacía reír, dibujábamos, fue mi adoración; nos faltó todo en la vida, menos amor.

Dice Marianne Williamson que el amor para las personas es igual que el agua para las plantas. Me dio el amor suficiente, tanto que pude crecer como una flor, de esas que se abren paso entre el concreto. Y ese amor es lo que hoy me tiene aquí, contando esta historia.

Los homenajes

Los primeros homenajes que le hicieron a mi padre se realizaron sobre el edificio colapsado. Un año después del terremoto, los escombros seguían intactos y tuvimos que escalar sobre el sándwich de ocho pisos para llegar a la cima del derrumbe. Mi mamá puso un altar con una foto, veladoras y flores.

Al caer el sol llegaron sus amigos, Paco Acevedo, Fausto Arrellín y decenas de seguidores con guitarras acústicas. Tocaron todo el repertorio de mi padre. Cuando llegó la noche, prendieron una fogata y se sentaron alrededor, compartieron botellas de mezcal y caguamas. Un grafitero hizo una pinta de mi padre. No faltó quien se cayera entre los escombros y se descalabrara, pero se levantaba y lleno de sangre seguía bailando.

Eran felices sobre aquel cementerio, en el museo de la pérdida, la pérdida del hogar, la pérdida de la vida y de la conciencia. Cantaban una y otra vez: “No tengo tiempo de cambiar mi vida”.

Esa noche del 19 de septiembre de 1986, a mis siete años, logré dormir entre canciones, acurrucada junto a la fogata, tapada con las chamarras que me ponían encima. Me dormí sobre el techo que le quitó la vida a mi padre, entre muebles rotos, bloques de cemento, piedras y varillas. Sobre miles de lágrimas, sobre el último suspiro de decenas de personas. Me quedé dormida, profundamente dormida, rodeada de fantasmas y de ángeles.

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