El payaso Durazo
El Partenón que el jefe de policías de la capital mexicana hizo construir en Zihuatanejo da la medida de su enanez mental


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No hay por dónde empezar para hablar del Partenón del Negro Durazo, ese templo a la corrupción y el desmadre convertido ahora en una suerte de museo. Si por las estatuas, los frisos, las mesas de mármol o las gigantescas columnas. Qué lástima de un Sansón que las hubiera derribado en una hora conveniente. Pero si me dan a elegir, me quedo con los espejos en el techo. Es que es la monda. Los dóricos no tenían tanta imaginación. El Negro Durazo, su excelencia don Arturo, era un hombre que no supo gestionar bien sus orígenes humildes. Les pasa a muchos. Para que luego digan que los jóvenes de ahora solo viven pensando en hacerse ricos y famosos. Puede que sí, pero para llegar a la falta de gusto de aquel policía privilegiado del presidente López Portillo hay que tener, como mínimo, un curso de decoración de interiores.
El Partenón del Negro Durazo está en una colina de Zihuatanejo, con vistas al Pacífico de Guerrero, valga el oxímoron, y supone tal esperpento sobre tierras mexicanas que hasta los flamencos se escaparon un día del lugar para irse a la playa, como bien han ilustrado en un reportaje Erika Rosete, Andrés Rodríguez y Gladys Serrano. Dicen en ese texto que a la señora del don se la veía con túnicas blancas esnifando del mismo color. Hay que maltratar mucho el tabique nasal para construir eso, desde luego. Quizá lo hacían sobre un espejo en el que los del techo devolvían la imagen. Qué cosas.

Risas aparte, las aventuras del policía que gobernó sin riendas la Ciudad de México cuando era Distrito Federal, dejaron mucho que desear, tanto, que estuvo preso durante unos años, aunque salió por buena conducta antes de cumplir los ocho que le cayeron y todavía pasó un tiempo en libertad hasta que murió de cáncer de colon en 2000, en Acapulco. Dice la wiki que está enterrado en el Panteón Español. Que no habría un panteón griego. Y sigue la enciclopedia digital: “Conocido por: criminal atroz y pervertido”. Daría para reírse si no fuera porque esas credenciales también le adornaron. Advierten asimismo de que el señor tiene “un pasado oscuro”, porque intentó introducir el crimen organizado en la capital mexicana a base de comerciar con drogas y generar consumidores para colgarse medallas deteniendo delincuentes. Parece una mala trama policiaca, pero el México de aquellos años daba para 100 películas de Luis Estrada, vaya, un mundo maravilloso.
Visto lo visto, a nadie le extrañará que haya un Partenón en la costa guerrerense. Ahora bien, qué hacer con él. Algunos arquitectos sostienen que hay edificios que deben derribarse hasta que no queden ni los cimientos, por horrorosos o por moral. En este caso valdrían ambas, pero han optado por convertirlo en un centro para ocasiones culturales. Y además está abierto al público, que paga una entrada. Gratis debería ser, para que el pueblo vea sin dispendio lo que hacían ciertos gobernantes con sus dineros. Igual que se mantienen en pie algunas construcciones ignominiosas, como los campos de concentración nazis, para que muestren el camino por el que no hay que volver a pisar. Sirva así este Partenón, en uno de los Estados más pobres de México, de museo para que los escolares sepan lo pequeños que son algunos de los hombres que se creen gigantes, el dolor que genera el crimen y la miseria que siembra la corrupción. Entren en ese recinto los muchachos que sueñan con ser ricos y poderosos y reciban la mejor lección histórica: los que trafican con el sufrimiento, antes de que su cadáver se descomponga, serán solo el tenue recuerdo de un payaso.
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