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Columna
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Símbolos y raspas de pescado

Antes de considerar algunas instituciones una antigualla conviene ver todas las razones de su existencia

Jorge Marirrodriga
Un miembro del Colegio Electoral de Mississippi firma el acta tras depositar su voto.
Un miembro del Colegio Electoral de Mississippi firma el acta tras depositar su voto.Rogelio V. Solis (AP)

Si no hubiera sido por toda la polémica organizada —organizada por Donald Trump— en torno a las elecciones, el recuento, la proclamación de resultados y lo que vendrá, las reuniones de ayer del Colegio Electoral estadounidense hubieran pasado prácticamente desapercibidas. Una ceremonia curiosa y simpática, una reliquia del pasado, un anacronismo prescindible o un detalle con el que enriquecer —o rellenar, que de todo hay— las crónicas electorales un poco como se explican los cuartos antes de las doce campanadas de Nochevieja: “Hay que recordar que en estas elecciones no se elige directamente al presidente, sino a un colegio electoral que...” Vamos, que hay quien lo considera un trámite simbólico. Y como nos hemos zambullido en un modo de pensar en el que lo simbólico es un engorro desechable puede parecer que en condiciones normales aquello no tiene valor. Pues no.

Al presidente de EE UU lo elige mucha gente, sí, pero quienes lo designan en última instancia son los Estados y por eso los votantes de cada Estado eligen a unos representantes que con su voto deciden quien ocupará la Casa Blanca. ¿Y por qué los Estados y no el voto popular en su totalidad? Esto último puede parecer más justo, más representativo de la voluntad popular y además se ahorrarían las últimas interminables noches electorales donde lo único que se saca en claro es que el condado de Erie está en Pensilvania y el de Maricopa en Arizona.

Sin entrar en detalles, hay un par de razones de fondo que, como se dan por supuestas, hay veces que se olvidan. Las democracias no solo deben cumplir los deseos de las mayorías, sino también respetar a las minorías e incluirlas en el proyecto común. Si la elección se decidiera por votos totales los vecinos de Wyoming, Alaska o Vermont no tardarían en llegar a la —acertada— conclusión de que no pintan nada. Cierto es que ahora pintan poco, pero del poco a la nada va un largo trecho. Y una vez que una comunidad, por pequeña que sea, interioriza el ninguneo, todo lo que viene a continuación son problemas. Gobernar no consiste solo en escuchar a los individuos sino también a comunidades y estas se agrupan en torno a cualquier cosa, incluido el queso, como puso certeramente de ejemplo en un momento de desesperación Charles de Gaulle. Y no es una excentricidad estadounidense. No es necesario salir de la zona de confinamiento sanitario hispano para encontrarse esta pugna entre el voto popular y su representación.

Pero otra razón poco citada para mantener el Colegio Electoral es su simbolismo. Es un engarce entre el pasado del país y el futuro que escribirá el nuevo presidente. La crítica a un símbolo por el continente es simplona y falaz, porque lo que le da valor a un símbolo es el contenido. Sin este, todo son raspas de pescado: una bandera es un trapo; una asamblea, un grupo como cualquier otro y una institución, un puñado de privilegios. Claro que los símbolos responden a una tradición. Otra palabra castigada al rincón de pensar. La democracia tiene sus símbolos y hay que dejarlos estar.

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Sobre la firma

Jorge Marirrodriga
Doctor en Comunicación por la Universidad San Pablo CEU y licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra. Tras ejercer en Italia y Bélgica en 1996 se incorporó a EL PAÍS. Ha sido enviado especial a Kosovo, Gaza, Irak y Afganistán. Entre 2004 y 2008 fue corresponsal en Buenos Aires. Desde 2014 es editorialista especializado internacional.

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