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El Salvador
Columna
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El dictadorzuelo

El Salvador acaba de parir una subespecie de los regímenes personalistas que disfruta de la legitimidad de las urnas para luchar contra la corrupción y las pandillas, aunque tenga que socavar el Estado de derecho

Juan Jesús Aznárez
Bukele El Salvador
El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, el pasado febrero.STANLEY ESTRADA (AFP)

América Latina es tierra fecunda en la gestación de caudillos, dictadores y charlatanes que encandilan con catecismos autoritarios y son aclamados por mayorías confiadas y creyentes. Perón, Getulio Vargas o Fidel Castro, en el siglo XX, y Hugo Chávez, en el XXI, fueron hombres-Estado que prometieron emancipación y justicia a cambio de adhesión y obediencia. La captura de los contrapesos institucionales fue el primer objetivo de esos líderes temerarios y carismáticos, elevados a la categoría de padres de la patria por sus idólatras.

El Salvador acaba de parir una subespecie de los regímenes personalistas que disfruta de la legitimidad de las urnas para luchar contra la corrupción y las pandillas, aunque tenga que socavar el Estado de derecho, envilecido por los cacicazgos de la derechista ARENA y el izquierdista Frente Farabundo Martí. La esposa del presidente Nayib Bukele se extasía con la danza clásica y El Cascanueces de Tchaikovsky, mientras el dictadorzuelo centroamericano patea la división de poderes. El pueblo y el funcionariado consienten sus alcaldadas y el maltrato de las garantías constitucionales: otra desgraciada regresión cultural en una región abonada a los cesarismos, la banalización de los derechos y el desfallecimiento de la democracia.

La complacencia social con el presidente tuitero no parece residir en la jovialidad de su visera al revés, ni en planteamientos políticos y económicos, sino en los resultados de las denunciadas componendas con las maras para reducir las estadísticas de asesinatos, extorsiones y secuestros. A la ciudadanía raquítica en cultura democrática le traen al pairo los decretazos y el avasallamiento de la Corte Suprema y la Fiscalía General si sirven para colgar del palo mayor a los delincuentes.

Una nación de seis millones y medio de habitantes despedazada por seis decenios de violencia insurreccional y guerra civil está condenada a la decadencia de los valores ciudadanos y al afianzamiento del despotismo si no logra atenuar la marginación y la pobreza ni integra a los 40.000 pandilleros desplegados en la mayoría de los municipios, con cientos de miles de cómplices entre colaboradores y parientes. Las bandas están determinando el futuro nacional al haberse constituido, desde hace años, en una suerte de bloque electoral que ejerce coerción sobre candidatos y votantes y recibe fondos para distribuirlos en sus barriadas.

El delito organizado se impuso como interlocutor encubierto del Estado cuando no pudo ser derrotado; ocurrió en Colombia, México y otros países. La incapacidad del Estado salvadoreño para solucionar la inseguridad, la corrupción y las causas de la masiva emigración condujeron a la profanación militar del Congreso, los centros de detención ilegales, las camarillas oligárquicas, el acoso a la prensa y el desconocimiento de los Acuerdos de Paz. Y lo más grave: el silencio de la mayoría ante las burlas del alevín de sátrapa a la rendición cuentas, preceptiva en los Estados de derecho.

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