La precariedad de los jóvenes amenaza la democracia
La falta de expectativas en el ámbito laboral y el inmovilismo político están arrojando de forma alarmante a la juventud a un nuevo paradigma antisistema, individualista y reaccionario
Se me acercó un chico de unos 22 años a preguntarme si creía que la democracia representativa estaba “agotada” para defender los intereses de los jóvenes, y mientras me recuperaba del pasmo pensé que, de pronto, se confirmaban los peores pronósticos que les había expuesto durante la charla previa. Esto es, la tesis de que estamos fabricando una generación de jóvenes antisistema, porque no se sienten vinculados al sistema, arrojándoles a una suerte de noventayochismo juvenil, que pronto o tarde reventará en la cara de nuestra estulticia democrática.
Basta observar el cóctel que experimenta nuestra juventud a diario (nihilismo, frustración, ira, tristeza...) cuando asume que no hay instituciones o colectivos sociales capaces de dar alternativa a su precariedad. Ese abandono se va traduciendo poco a poco en un paradigma del sálvese quién pueda, de un individualismo flagrante, al no encontrar soluciones aplicadas, ni a derecha, pero tampoco a izquierda, donde cobijarse. Aunque la segunda, claro está, es la que acabará saliendo peor parada ante la inmolación del ideal de progreso comunitario.
Acaso podrá llenarse la boca la política española de haber hallado remedios eficaces, cuando no curas paliativas, para el drama de los alquileres, o el trabajo. Acaso el sindicalismo será hoy su marco de referencia, a sabiendas de que, si uno no quiere ciertas condiciones laborales, las querrá otro de la cola que tiene detrás, llena de chavales con su misma titulación y desesperación. Una mayoría me indicó con la cabeza que no, que no confiaban en esos agentes sociales como intermediarios.
El problema con la representación juvenil es de tal calibre que incluso trasciende fronteras. En Alemania se ha abierto el debate sobre reducir la edad para poder votar, como forma de que corregir su desamparo, a través de los incentivos electorales. No hay que ser naif: si la política invierte tantos esfuerzos en las pensiones es porque los boomers y los jubilados ponen y quitan gobiernos a lo largo del continente, incluido España.
Sin embargo, nunca supondrá lo mismo ser un joven de clase acomodada que de clase humilde, porque el primero verá paliada su situación a largo plazo a través del patrimonio familiar. Aunque sería engañoso fiar el drama juvenil a una mera cuestión de clase o estatus. Existen indicios para intuir la forja de una nueva cultura o socialización entre la juventud, que hasta revienta patrones en otro ámbito de la vida social como el empleo.
Muestra es el llamado fenómeno de la Gran Dimisión. Miles de jóvenes dejan su trabajo en Estados Unidos, sumidos en una mezcla entre agotamiento emocional y sinsentido de resistir en unas condiciones míseras. Para qué dejarse la piel en esa empresa que no se adapta a sus necesidades de más tiempo o flexibilidad en el puesto de trabajo, si a cambio tampoco obtendrán estabilidad o garantías a largo plazo. El empleo deja de ser así uno de los pilares sólidos a los que aferrarse, incluso un contexto de incertidumbre como el pandémico.
En nuestro país, las consecuencias de este noventayochismo se hacen notar mediante una desconfianza en el futuro. Si la nostalgia reaccionaria va proliferando es porque ha reventado la idea clásica del progreso como motor para la obtención del bienestar. Pocos jóvenes piensan hoy que el mañana vaya a ser mejor que el presente, por lo que miran al pasado en una búsqueda incesante de esa prosperidad que les prometió una sociedad que ahora les da la espalda.
A ello se suma la asunción de que la política, como la conocen, es irreformable. Sólo han pasado 10 años del 15-M, hito que con perspectiva debe entenderse como una última llamada reformista sobre los pilares de nuestro sistema político. Sin embargo, la decepción ante ese fracaso podría tomar en adelante otras formas destructivas. El principal riesgo está en que muchos jóvenes dan hoy la democracia por sentada, difuminándose el temor a una posible involución, puesto que no vivieron el clima de la Transición.
Pese a ello, existen ventanas para el optimismo. Los jóvenes sí luchan colectivamente en causas como el feminismo, cambio climático… porque ahí sí creen que el sistema puede ser aún distinto. Las recientes protestas, como la del sector metalúrgico, les han devuelto incluso una memoria común que estaba enterrada, factor clave para combatir su atomización social: los derechos o mejoras salariales, antes, se peleaban conjuntamente. Si bien, la esperanza siempre puede aguarse.
De pronto, intervino la chica que acompañaba al muchacho. Ambos sugirieron si no era un problema que la democracia fuera “cada vez más una lucha entre grupos identitarios”, en detrimento de la cuestión económica. Respondí que si tenían un hermano, una prima, amigo, o vecina que fuera LGTBI… ¿acaso no remarían junto a ellos por sus libertades? Asintieron, para mi descanso, pues el agravio nunca será la reivindicación de los derechos de los grupos vulnerables.
El verdadero peligro es que, una vez nuestros jóvenes sientan que nada pueden hacer por mejorar sus condiciones materiales de vida, o laborales, abracen esa antipolítica que les invita a combatir al diferente, ante el miedo a seguir perdiendo algo. “Al menos, la identidad que no me la quite nadie”. Quizás así pensarán algunos, de forma tan errónea como falsa, en ese nuevo paradigma antisistema, individualista, y reaccionario, al que los estamos arrojando de forma alarmante.
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