Toda Ucrania en una maleta
Si los clásicos nos enseñaron que la vida es un viaje, la lengua nos muestra que, en ese viaje, las maletas pesan aunque no lleven carga material alguna
Entre los museos curiosos e inesperados que hay en el mundo, estaba hasta hace unos meses el Tassenmuseum de Ámsterdam, que exhibía carteras, maletas y bolsos antiguos y modernos. Cerró a causa de la pandemia y por su propio colapso económico no ha reabierto. Propongo que en las vitrinas hoy vacías de ese museo cerrado ubiquemos en este lunes de marzo las maletas que jalonan nuestra historia, y que estas muestren al visitante los extremos de la vida humana. Dentro de una maleta se atesora la ilusión del viaje, el estímulo lejano que nos hizo crecer, la ternura de los libros del colegio; dentro de una maleta entran las tristes pertenencias que la premura de la guerra deja elegir a quien huye, la quintaesencia apresurada de una identidad. Las miles de salas que no tiene ese museo hoy cerrado podrían llenarse también con las mochilas llenas de piedras invisibles que todos llevamos a cuestas a poco que hayamos vivido un poquito; identificamos las penas con las peñas y nos las echamos a la espalda como los críos se echan la mochila escolar. Por eso, echarse una maleta es, no literalmente, echarse algo a las espaldas, asumirlo, y en el español chileno la expresión a la maleta se usa para indicar que algo se hace de espaldas, a traición.
En estas semanas de guerra televisada ha emergido como símbolo de la destrucción de Ucrania esa maleta que va rodando al compás cansado de quien huye, o esa otra que funestamente está quieta al lado del cadáver de quien no consiguió escapar. Esa maleta que hoy representa a una Ucrania en guerra podría estar en nuestro museo en la misma sala que otras maletas que nos quedan cerca en el espacio y lejos en el tiempo. Un día como hoy de 1492 a los judíos españoles se les dio orden de conversión forzosa; faltaban apenas unas semanas para que se dictara su expulsión definitiva. Muchos prepararon sus maletas, sus zurrones, sus talegas y se fueron. Con ellos se fue también una forma de hablar nuestro idioma a la que hoy llamamos judeoespañol.
No se usaba aún entonces la voz mochila; por ello, ni esos judíos de 1492 ni hoy el judeoespañol de sus sucesores ha tenido esta palabra en su equipaje de vocabulario. Cincuenta años después de la expulsión, el vocablo ya empezó a pulular en el español y a competir con la forma tradicional, talega (“talegas las llamaban los pasados y nosotros ahora mochilas” decía Diego Hurtado de Mendoza en 1570), que hoy ha perdido casi por completo su sitio en favor de la vivísima mochila. Más antigua era la palabra maleta, que lleva un diminutivo escondido de la misma manera que meseta o peseta. Procede del término francés malle, que significaba baúl y que pasó al castellano para llamar a las valijas y al inglés para denominar al saco de correos, el precedente del actual mail, una de nuestras cargas profesionales invisibles.
Si los clásicos nos enseñaron que la vida es un viaje, la lengua nos muestra que, en ese viaje, las maletas pesan aunque no lleven carga material alguna. Toda la felicidad y la miseria de una vida, todo lo que de iniquidad y de placer hay en lo humano, se puede simbolizar en una maleta.
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