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Tribuna
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La izquierda alternativa debe usar un lenguaje común para comunicar y convencer

Palabras como ‘todes’ o ‘amigues’ son un legítimo mecanismo de autoafirmación de una minoría, pero dirigirse con esa jerga al conjunto de la sociedad obstaculiza hacer llegar las ideas: al final de lo que se discute es de esas ocurrencias

Resultados Elecciones Generales 23J
Yolanda Díaz (en el centro, de blanco) celebra los resultados del 23-J en Madrid con candidatos de Sumar el pasado 23 de julio.Samuel Sánchez

Desde 2016 hay un paulatino retroceso de la izquierda alternativa. Haber pasado de los cinco millones de votos, entonces de Unidas Podemos, a los tres millones de Sumar, tras cuatro años de un Gobierno de coalición que ha sabido hacer frente al impacto de la covid y de la guerra de Ucrania sobre la economía, indica que hay una crisis del vínculo de comunicación de la izquierda alternativa con su electorado.

En la base de esa crisis está, en mi opinión, el abandono de un lenguaje común que sirva para comunicar y convencer. Los líderes de esa izquierda han adoptado el “lenguaje inclusivo” como herramienta para dirigirse al conjunto de la ciudadanía, cuando en realidad este lenguaje no es sino una jerga de grupo, que sirve para que los miembros de grupos minoritarios se comuniquen e identifiquen entre sí.

La necesaria defensa y reconocimiento de los derechos de esas minorías no implica en absoluto tener que adoptar su lenguaje. Al hacerlo, se coloca la diversidad como eje central de la acción política, desplazando en el discurso a la igualdad, rasgo esencial de la izquierda, puesto que se trata de un lenguaje que da primacía al yo, a los sentimientos individuales y de tribu, según el modelo y discurso social estadounidense, en una especie de traslación al ámbito comunitario del pensamiento individualista burgués. Eso se refleja en el permanente estado de ofensa que se palpa en las redes sociales. Si antaño los señores burgueses se indignaban si no eran tratados de Don, ahora abundan los militantes de movimientos sociales ofendidos si son tratados con una palabra que consideran que no los define correctamente. Y el sentimiento de ofensa suele tener una deriva autoritaria. Quien ofende pasa automáticamente a ser culpable de complicidad con el patriarcado. Y de ahí al acoso y a la censura social solo hay un paso, como ha quedado claro en la mal llamada cultura de la cancelación (¿la censura y la caza de brujas son cultura?).

Usar palabras como todes o amigues, por ejemplo, es un legítimo mecanismo de autoafirmación en esos grupos, pero dirigirse con esa jerga al conjunto de la sociedad, desde el liderazgo de un partido que aspira a gobernar el país, sólo consigue que el lenguaje usado se convierta en obstáculo para hacer llegar las ideas que se defienden y las acciones que se realizan: al final de lo que se discute es de esas ocurrencias verbales. Y no es solo que se desvíe el objetivo de la comunicación, sino que usando un lenguaje inclusivo, que solo utiliza una minoría, el lenguaje político de ese partido excluye a la mayoría de los ciudadanos a los que se dirige, simplemente porque esa jerga no es la koiné, la lengua común adoptada históricamente por nuestra sociedad.

Un idioma es fruto de milenios de uso, interacciones y deformaciones de la lengua, es el espejo de lo que somos colectivamente. Cambiar artificialmente el idioma no solo no cambia la mentalidad, sino que provoca un vivo sentimiento de rechazo incluso entre muchos de quienes, como es mi caso, apoyamos a la izquierda alternativa. Esa neolengua no responde a una necesidad social, sino a un capricho ideológico infundado: si cambiar el género gramatical de las palabras cambiara la mentalidad, las sociedades con idiomas que emplean el género gramatical femenino para designar colectivos deberían ser las menos machistas. Los países de lengua árabe nos muestran trágicamente lo contrario.

Además, confundir género sexual con género gramatical sólo evidencia desconocimiento de la lingüística como rama del saber. Hay ejemplos en la lengua española que muestran lo absurdo de esa confusión. Al conjunto de los ciudadanos, sea cual sea su sexo, se le llama ciudadanía, y al de los seres humanos, humanidad. Ambas en género gramatical femenino. Y yo soy una persona, así, en género gramatical femenino, sin que ello me excluya como hombre.

Ya ha habido en la historia casos similares en los que se ha intentado imponer un lenguaje nuevo a la sociedad. En la Revolución Francesa se decidió cambiar el calendario. El cómputo de los años se empezó a hacer desde 1789, llamado Año I, y en lugar de los meses tradicionales estaban los meses de Termidor, Vendimiario o Brumario. La reacción frente aquella ocurrencia, por mucho que aplaudieran los entusiastas, hace eco perfecto con el hartazgo ante las ocurrencias del lenguaje inclusivo de hoy, que tiene más de consuelo del yo (o de deseo de evitarse críticas) que de herramienta de transformación.

La izquierda alternativa, para convencer de la necesidad de construir un mundo mejor, haría bien en usar un lenguaje con el que podamos entendernos todos. Porque no basta que las ideas e iniciativas sean buenas, hay que hacer ver que lo son. Si sigue empecinada en emplear una jerga que espanta a buena parte de su base social, podemos encontrarnos un día con que la extrema derecha acabe llevándose por delante a todos, a todas y a todes.

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