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tribuna
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Del “nunca más” a la motosierra

Cada país está construido a través de un lenguaje propio. Y Argentina, que recuperó la democracia hace ahora 40 años, no es una excepción. Entre el final de la dictadura y la llegada de Milei hubo crisis y corralito, pero también un despertar feminista

lijtmaer 18 dic 2023
enrique flores
Lucía Lijtmaer

Al principio, justo antes de que empezara todo, lo que flota es un pedido, un ruego, un imperativo moral: nunca más. Cada relato, cada país, está construido a través de su lenguaje propio. Argentina no es una excepción. Aunque la historia de la democracia argentina no comience exactamente con este reclamo, sino el 10 de diciembre de 1983, cuando Raúl Alfonsín asume como presidente electo, la consigna se convierte en su seña de identidad. Al fin y al cabo, el nuevo presidente quiso asumir ese día y no otro por su poder simbólico: se trata de la fecha en que se conmemoran los derechos humanos en todo el mundo. Alfonsín sentaba las bases, frágiles e inestables en un principio, fuente de orgullo después, de lo que sería uno de sus baluartes: la recuperación de la dignidad colectiva y la valiente y férrea intención por sentar jurisprudencia mundial en materia de derechos humanos. Tras años infames que dejaban muertos, torturados y 30.000 desaparecidos por el terrorismo de Estado de la dictadura de Videla, la imagen serena de unas madres en una plaza reclamando justicia queda como lección. ¿Qué es un “desaparecido” sino un fantasma que sigue pululando en la conciencia hasta que reaparece para avergonzar a sus dirigentes? La democracia argentina se estrena haciendo historia con los juicios a las juntas militares en 1985, y en busca de memoria, justicia y reparación.

La casa está en orden: en mi recuerdo, estábamos pegados a la televisión. Las noticias que llegaban a España no eran tantas como para frenar la angustia en una era preinternet. Era 1987, justo diez años después de nuestra llegada a Barcelona, en plena dictadura. Entre llamadas, cartas y algún periódico argentino que se conseguía en Las Ramblas dimos cuenta de lo que pasaba ese abril. Tras varios días de tensión, se logró frenar una insurrección militar encabezada por Aldo Rico y otros carapintadas que cuestionaban los juicios impulsados por el Gobierno contra las juntas. En una joven democracia, tras medio siglo de golpes de Estado, Alfonsín declaró el freno al alzamiento con esa frase. Y su coletilla: “... y no hay sangre en la Argentina”. Ah, la sangre, siempre en juego.

Pizza con champán: los gustos gastronómicos del peronismo, encabezado por el siguiente presidente Carlos Saúl Menem, dibujan una época a través de esta mezcla: comida popular y lujo sofisticado es el paradigma de la década de los noventa argentina. Su propia cultura del pelotazo, la privatización de empresas estatales y la liberalización económica llevó al enriquecimiento desmesurado de algunos y definió el gusto por la ostentación y el consumo desaforado. Se institucionaliza viajar a Miami para comprar en los shoppings y el argentino es caricaturizado en los otros países latinoamericanos como el comprador compulsivo que exclama “deme dos” de cualquier cosa. Es la era del sueño de ser rubia platino como la popular presentadora de televisión Susana Giménez y un exultante menemismo que proclamaba que Argentina había entrado en el primer mundo.

Pero el lujo no es infinito y el champán francés también deja resaca. La liberalización y el flujo de capitales en un país de economía inestable, había basado su bonanza financiera en la premisa Reagan de que toda riqueza acaba goteando y llegando a las masas, fuera como fuera. Pero no fue así. La fuga de capitales y la recesión que se instaló a partir de 1998 y se agravó desmesuradamente en los años siguientes, marcando un antes y un después en la historia del país. Nadie recordaba una crisis económica como esa. El empobrecimiento masivo de millones de personas implicó una fractura social desconocida hasta el momento. Es la época del exilio económico de jóvenes y no tan jóvenes. El acento argentino regresa a Europa, mientras un presidente muy debilitado, Fernando de la Rúa, intenta hacer frente a la crisis. El ministro de Economía, Domingo Cavallo, instaura el corralito bancario para intentar frenar la sangría económica, limita fuertemente los movimientos económicos ciudadanos y la población estalla. Entre cacerolazos, piquetes y escraches como medidas de protesta, la crisis política e institucional es brutal. Se instala la furia y el descreimiento mediante el grito de “que se vayan todos” y De La Rúa abandona la Casa Rosada en helicóptero. Argentina deja el sueño del primer mundo mientras asumen y dimiten varios presidentes en diez días y en los barrios se instalan los mercados de trueque a ritmo de cumbia.

Ese momento resulta crucial para la sociedad argentina. Por una parte, se refuerza una idea, ya presente, de que el político es, por antonomasia, corrupto. Por tanto, la salvación del país no puede estar en manos de la “casta” política sino del antipartidismo. Esto tiene consecuencias inmediatas: la gente, que ya en 2001 se vio obligada a recurrir a la autoorganización —ya sea en asambleas, mercados de barrio o la acción colectiva— entiende esta manera de organización política como una necesidad. Los movimientos de base se convierten en una luz que prende con fuerza, y que sostiene ciertas deudas pendientes en un país que históricamente había resultado puntero en derechos civiles en América Latina.

El movimiento feminista se convierte en una punta de lanza de una fuerza inusitada, popular, y arrasadora. La revolución de las pibas, como declara la feminista Luciana Peker, es la responsable de los dos pilares más importantes de esos reclamos: el cese de la violencia machista y los feminicidios, bajo la consigna de Ni una menos, y la batalla en las calles primero y en las instituciones después en favor de la interrupción de los embarazos no deseados con el lema Será ley. Las mujeres de toda edad y condición se unen bajo una llamada educativa y plural: “educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”, plantando cara a la Iglesia y al Estado, que finalmente aprueba la ley a favor del aborto. La oleada estalla en Argentina en la defensa de los derechos de las mujeres, conteniendo, de momento, el avance reaccionario que se instaura en otros países.

Pero el antipartidismo tiene también otras derivas. Tras los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri, el regreso del peronismo con Alberto Fernández se enfrenta con una situación difícil. La pandemia de la covid hace mella en una sociedad ya muy castigada económicamente y los argentinos buscan el orgullo nacional en ámbitos extrapolíticos: Messi, el Papa o Bizarrap, los ídolos se miden a través del éxito internacional pero fuera de la grieta institucional y mediática cada vez más nihilista. Si todo político es corrupto, solo un outsider puede calmar a un país paranoico y con una inflación disparada. Y en esas instancias llega en tromba la supuesta antipolítica de Javier Milei. Un ultra libertario autodenominado anarcocapitalista, con una vicepresidenta que lleva décadas militando en favor del negacionismo de los horrores de la dictadura militar, y que promete, a través del sacrificio —sobre todo de los más pobres— el regreso triunfante de una primera potencia mundial que a duras penas existió. El populismo de ultraderecha también tiene su lema, su sintagma: “libertad”. Económica, por supuesto. Muy bien publicitada en 2023 a través de una motosierra imaginaria. Imaginaria, por favor. He aquí el ruego final.

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Sobre la firma

Lucía Lijtmaer
Escritora y crítica cultural. Es autora de la crónica híbrida 'Casi nada que ponerte'; el ensayo 'Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta' y la novela 'Cauterio', traducida al inglés, francés, alemán e italiano. Codirige junto con Isa Calderón el podcast cultural 'Deforme Semanal', merecedor de dos Premios Ondas.

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