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Columna
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Narrar la guerra

No solo hemos de preguntarnos por la legitimidad de los medios utilizados por Israel para conducir este conflicto, sino también por el fin último de los ataques

Columna M. Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Vuelve el escalofrío, si es que se fue alguna vez. Esta vez son personas que explotan al lado de sus hijos, de sus mujeres, de sus padres. Ocurre en los bazares y mercados de Líbano, en lugares públicos atestados de personas, y el escalofrío nos atraviesa de nuevo. Los hospitales colapsan, incapaces de atender a tiempo a los más de 3.000 heridos que llegan a urgencias. Veo en la BBC una entrevista a los cirujanos: “Fue muy duro. La mayoría de los pacientes eran hombres jóvenes de unos 20 años, y a algunos tuve que extirparles los dos ojos. Nunca en mi vida había visto escenas como las de ayer”. El titular televisivo dice: “Un cirujano se robotiza para tratar a un gran número de heridos libaneses”. El doctor, Elias Jaradeh, explica que tienes que disociarte para enfrentarte a algo así, convertirte en un robot, aunque por dentro estés devastado. El ministro de Sanidad libanés declara que los ataques son un crimen de guerra. El ministro de Defensa israelí anuncia el comienzo de “una nueva fase de la guerra”.

Es difícil encontrar las palabras adecuadas para contar lo que está ocurriendo, pero las declaraciones de ambos ministros sobre un mismo objeto, la guerra, abren un pequeño espacio para reflexionar sobre su significado y cómo debemos nombrarla, si necesitamos palabras más rotundas para expresar la radicalidad de lo que vemos. Si la división entre civiles y militares desaparece, ¿acaso no era eso terrorismo? ¿Qué pasa si un Estado actúa como una organización terrorista? ¿Qué líneas rojas están obligadas a respetar en la conducción de la guerra eso que llamamos democracias? Israel continúa masacrando civiles en Gaza alegando la presencia de milicianos de Hamás, incluso en lo que él mismo define como “zonas seguras”. Todos hemos visto que los ataques en suelo libanés se produjeron en mercados, que no eran personas combatiendo en un campo de batalla. Por eso, no solo hemos de preguntarnos por la legitimidad de los medios utilizados por Israel para conducir esta guerra, sino también por el fin último de los ataques. Si buscasen la paz o la devolución de los rehenes secuestrados por Hamás, podrían entonces enmarcarse (haciendo una interpretación muy generosa) dentro de esa definición clásica de la guerra donde esta misma se acepta como un medio de la política, la vieja máxima de Clausewitz: la continuación de la política con otros medios.

Netanyahu no ha aceptado la salida diplomática propuesta por EE UU, tal vez para no alienar a unos aliados aún más de extrema derecha que él mismo, vitales para su mera supervivencia política. ¿Qué busca entonces el Gobierno de Netanyahu? Porque todo parece indicar que nos acercamos peligrosamente a un punto de inflexión, allí donde el objeto de las negociaciones pretenda ser la simple existencia de todo un pueblo, es decir, su aniquilación. Y una guerra existencial es, por definición, una guerra total. ¿Qué ocurrirá entonces, cuando ya no se pueda dar por sentada la coexistencia misma de las partes enemigas de una guerra, cuando la única forma de zanjar el conflicto parezca la aniquilación completa del enemigo? La aniquilación, nos recuerda Arendt (siempre Arendt), es la “única guerra adecuada al sistema totalitario”. ¿En qué lugar deja eso al supuesto Estado democrático de Israel? ¿Dónde quedamos el resto como narradores de esta guerra? Y aunque nos hieran, ¿nos atreveremos a encontrar las palabras para contarla?

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