El oro en la basura
Cada año se producen 2.000 millones de toneladas de residuos, con una desproporción escandalosa entre los países privilegiados y los otros
Ni la alta tecnología, ni la inteligencia artificial, ni el petróleo, ni las tierras raras, ni los diamantes y metales preciosos que desde hace milenios han deslumbrado los ojos humanos: la gran riqueza contemporánea es la basura. Cualquier otro bien sostiene su valor en la escasez: el reino de la basura es el de la desmedida abundancia, la proliferación tumoral, los sáharas y los himalayas de basura, los ríos que la arrastran, los lagos en los que se acumula estancada, las corrientes oceánicas que la hacen girar en lentas espirales como galaxias de basura, y que la arrojan a las playas de las islas más recónditas, a las lagunas interiores de esos atolones con palmeras y arrecifes de coral en los que varios siglos de mitologías coloniales situaron el paraíso terrenal.
La basura visible, incluso desde el espacio, es solo una parte del territorio universal de la basura, porque hay residuos líquidos que se filtran en los acuíferos y emergen en bocas de torrentes que parecen diáfanos, y trozos de plástico o tapones o cepillos de dientes que acaban en el estómago de los animales marinos haciéndolos morir poco a poco de hambre, con los vientres hinchados y los picos o las bocas incapaces de engullir alimento verdadero. La isla de Midway, que es la más alejada de cualquier otra tierra en todo el planeta, solía ser el lugar de reposo, de apareo y de cría de los albatros, las aves de mayor envergadura que existen, que pasan casi toda su vida en un vuelo infatigable. Los albatros se alimentan de especies que nadan o flotan muy cerca de la superficie del mar, pequeños calamares sobre todo. Pero hace años se observó una mortandad exagerada entre ellos, y sobre todo entre sus crías, que esperaban en las orillas de Midway a que los padres les trajeran el alimento en sus picos. La causa era que los albatros, en vez de calamares o peces, recogían mecheros desechables y otras baratijas de plástico que flotaban en el mar, y ese era el alimento que llevaban a sus crías.
La ballena que se tragó a Jonás o la que alojó tan confortablemente a Geppetto y Pinocho en su gran estómago fueron criaturas afortunadas. Ahora los estómagos de esas criaturas de inmensa majestad, que se comunican entre sí con cantos misteriosos a distancias de miles de kilómetros, son contenedores ambulantes de basura. Navegando por los océanos se cruzan con los buques de contenedores que las atruenan y las amenazan con sus hélices y que transportan igual toneladas de productos industriales que toneladas de basura. Unos y otros llevan en su carga los mismos materiales básicos, solo que en un caso van dirigidos a los escaparates y a los domicilios de los compradores y en otro, ya de vuelta, viajan hacia los vertederos del mundo. Las corrientes de la producción y de la basura son tan regulares como las del mar o las de la atmósfera: la infinidad de los artículos comerciales que se fabrican en el mundo de la pobreza van en dirección al mundo de la prosperidad, en el cual se transforman rápidamente en basura; y completada esa transformación de lo valioso en lo inútil, de lo deseado en desechable, del oro en desperdicio, empieza el viaje inverso, ahora desde el mundo de la riqueza al de la pobreza, del resplandor de los centros comerciales con suelo brillante, aire acondicionado y música ambiental, al hedor y los humos tóxicos de los vertederos que se levantan como cordilleras en las periferias de esas ciudades gigantes de África y Asia en las que millones de seres humanos llevan existencias de miseria rebuscando en la basura, viviendo y enfermando y muriendo en ella.
Oliver Franklin-Wallis ha viajado durante años a esos lugares en los que acaba acumulándose cada una de esas cosas que nosotros hemos tirado al poco tiempo de comprarlas, las que desaparecen con una especie de servilismo mágico cuando ya no las queremos, los envoltorios inútiles y tan difíciles de quitar, todo lo que insensatamente está pensado y hecho para ser usado unos minutos y durar mil años como desperdicio, el teléfono que ayer era una irresistible novedad y hoy es una antigualla obsoleta, la botella de agua, la lata de refresco, cualquiera de las cosas necesarias o superfluas o ínfimas que llevas en el bolsillo o las que miras en este mismo momento a tu alrededor. Nada desaparece. La bolsa de plástico que has tirado sin reparar en ella asfixiará dentro de 20 años a una tortuga en el Pacífico.
Nada se incorpora a los ciclos inmemoriales de la materia orgánica. Ese rastro que para nosotros se pierde en el momento en que olvidamos y desechamos algo, Franklin-Wallis lo sigue como un detective empeñado en investigar un delito monstruoso que todo el mundo encubre. Franklin-Wallis escribe de los continentes, las montañas, los ríos y mares de la basura mundial con la curiosidad y el entusiasmo de esos exploradores británicos que resultaron ser también narradores magníficos. A diferencia de ellos, en su mirada no prevalece la arrogancia del viajero colonial, sino la lucidez y la tenacidad del reportero, y el remordimiento crítico del privilegiado que ve con sus propios ojos las consecuencias que el sistema económico y la forma de vida de la que él participa tienen sobre la gente más pobre, sobre el agua que beben, el aire que respiran, los alimentos con los que se nutren. En los vertederos de las periferias de Acra o de Nueva Delhi, hombres, mujeres y niños pasan entre las basuras sus vidas enteras, como los indígenas esclavizados en las minas de plata del virreinato del Perú.
Leí hace unos meses el libro en el que Oliver Franklin-Wallis trazaba su geografía universal de la inmundicia —Wasteland— y desde entonces me volví más obsesivo aún sobre las cosas que tiro, las que veo tiradas por la calle, las que virtuosamente dejamos en los contenedores de reciclaje cuando habría sido mucho más limpio y efectivo no comprarlas. Capitán Swing acaba de publicar el libro en español, con el título rotundo de Vertedero, y por ese motivo Miguel Ángel Medina, un periodista muy atento a estos asuntos, entrevistaba el otro día a Franklin-Wallis, que refuerza su elocuencia de activista y su talento de observador de lo real con cifras demoledoras. 2.000 millones de toneladas de basura se producen cada año en el mundo, con una desproporción escandalosa entre los países privilegiados y los otros, entre los que más tienen y por lo tanto tiran más y los que tienen tan poco que han de ganarse el sustento cosechando basura. El prestigioso término “reciclaje” es una gran mentira: según Franklin-Wallis, tan solo el 12% de los desechos llegan a reciclarse de verdad. La inmensa mayor parte simplemente se exporta a países en los que las normas sanitarias no existen o quedan anuladas por la corrupción. Acabamos de saber que en algunos casos los traficantes de basura no se molestan ni en mandarla muy lejos: es también Miguel Ángel Medina quien ha contado el gran negocio de esa trama internacional que ha llegado a enviar ilegalmente 40.000 toneladas de residuos italianos sin control a vertederos en Tarragona y en Cuenca, con un beneficio de más de 19 millones de euros. Traficar en fentanilo o en cocaína no debe de ser mucho más rentable.
Las cosas se fabrican para que se conviertan cuanto antes en basura, y así se puedan comprar y vender otras que serán basura muy poco después. La tercera parte de los alimentos que se producen, recuerda Franklin-Wallis, van directamente a los vertederos, en un mundo donde 820 millones de personas pasan hambre. Quizás porque vivimos sumergidos en la basura material nos hemos vuelto insensibles e incluso adictos a la basura mental, verbal y política que nos asedia cada día, y que tampoco sabemos ya cómo limpiar.
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