Dani Alves, un caso endiablado
Se da la paradoja de que las dos sentencias, la que le condenó y la que ahora le absuelve, fueron válidas y hasta diría que correctas

Es fácil dar opiniones sobre el proceso judicial que afecta a un famoso en una barra de bar, o incluso en una tribuna política. Lo difícil realmente es opinar con fundamento y, desde luego, enjuiciar, que es lo que hace un juez. Para ello hacen falta conocimientos que no siempre están al alcance del gran público, aunque lo parezca gracias a todas las novelas, películas y series policíacas, así como a la ilusión que nos han creado toda la vida las películas estadounidenses de que cualquiera puede ser jurado, adivinando cómo han sucedido los hechos, pudiendo llegar hasta a condenar a alguien a la pena capital. Desengáñense, no hay nada de eso, y opinar en estos casos sin fundamento es tan absurdo como elucubrar entre vinos sobre la existencia de las ondas gravitacionales o sobre el tratamiento de la esclerosis lateral amiotrófica. Igual que son necesarios los físicos y los médicos, también lo son los juristas.
En el caso de Dani Alves y su denunciante, se han sumado todos los elementos para que los tribunales se hayan formado una opinión científicamente muy fundamentada sobre el asunto. Semejante empleo de medios probatorios tan numerosos ni siquiera es frecuente. Tanto la defensa de Alves como la Fiscalía han sido exhaustivas en la realización de pruebas tecnológicas y científicas en general, hasta llegar a un completo relato de hechos en el que, pese a todo, hay una laguna importante: qué pasó exactamente dentro del lavabo del reservado de la discoteca.
Para interpretar esa laguna, durante la fase de instrucción del proceso —la primera de todo proceso penal— se partió de la base de la total credibilidad de la víctima, sustentada, sobre todo, en las absurdas mentiras que Alves, tal vez muy mal aconsejado, profirió en un primer momento, lo que le llevó a una prisión provisional cuyo fundamento, lo sabemos ahora, era quizá demasiado precario para decretar esa privación de libertad. Sin embargo, ya en la fase de juicio oral —la segunda y última fase del proceso—, esa misma Audiencia Provincial, aunque con otros jueces, concluyó que la denunciante también había faltado a la verdad, dado que los vídeos revelaban que Alves no la había incomodado, sino que la conducta de ambos fue mutuamente amistosa hasta que se cerró la puerta del lavabo.
En ese preciso instante empieza el terreno de las hipótesis. La presencia de esmegma masculino —un fluido genital— en la boca de la denunciante hacia factible la existencia de una felación, y la posición de las huellas dactilares recogidas, no solamente coincidían con la versión de Alves sobre los detalles de la relación sexual, sino que invitaban a pensar que ese contacto, al menos hasta cierto punto, había sido consentido.
Sin embargo, otros hechos interferían de manera contradictoria al apreciar la prestación del consentimiento. El posterior estado de agitación nerviosa de la denunciante era compatible con una violación. Sin embargo, el hecho de que Alves volviera voluntariamente desde el extranjero a dar la cara ante la policía, aunque no ha sido algo que se haya tenido tan presente, no cuadraba realmente con el perfil de alguien que sabe que ha cometido un gravísimo delito y que acude al lugar en el que muy corto de miras hay que ser para pensar que no le pueden detener y encarcelar. Al mismo tiempo, la salida de Alves de la discoteca fue rápida, pero no precipitada.
Y ahí tienen ustedes a los jueces, intentando determinar si esa agitación nerviosa era suficiente, junto con la palabra de la denunciante, para tener por cometida la agresión sexual o, por el contrario, ese nerviosismo respondía al hecho de que Alves, una vez consumado el coito eyaculando incluso dentro de la vagina, había dejado abandonada a la mujer con un comportamiento que, obviamente, es espantosamente machista, sobre todo porque esa conducta, aun no delictiva, contrasta poderosamente con el afecto mutuo demostrado antes de la relación.
Conviene no evaluar este caso, ni ningún otro, desde la indignación ideológica. El caso es que se da la paradoja de que las dos sentencias, la que le condenó y la que ahora le absuelve, fueron válidas y hasta diría que correctas. Discrepan en un punto que es crucial, y que es de esencial evaluación técnica: la apreciación de la presunción de inocencia.
El derecho fundamental a la presunción de inocencia es la clave de bóveda de cualquier proceso penal que sea legítimo. Existe para preservar la imparcialidad del juez, evitando que se vea arrastrado por el prejuicio social de culpabilidad que, por razones antropológicas y hasta biológicas, sufre absolutamente toda la humanidad, y que se manifiesta en refranes, que existen en cualquier idioma, tales como “no hay humo sin fuego” o “cuando el río suena, agua lleva”. La gente sospecha por defecto, es un hecho. Y por eso cree rumores con extraordinaria facilidad, cosa que aprovechan, entre otros, algunos políticos y algunos periodistas. Para que esa deriva no afecte también a los jueces y se inclinen así, por sistema, del lado de la acusación, ese derecho fundamental les recuerda que, ante la duda, deben situarse del lado del reo. Desde hace casi 4.000 años se cree que con ello se combate el prejuicio y se consigue un proceso justo.
Pues bien, la apreciación de la presunción de inocencia no es fácil. Depende de la valoración de la prueba del proceso, y no de la intuición. Por ello fue correcto que el tribunal en primera instancia dedujera la condena del nerviosismo de la denunciante. Y también lo es que en segunda instancia crean los jueces que ese nerviosismo puede tener otras explicaciones, como el hecho de que la denunciante se sintiera utilizada sexualmente por la rapidez de la relación y el abandono posterior.
En realidad, si ese nerviosismo provoca dudas, deben resolverse en favor del reo. Y en ello no puede haber excepciones, con ningún delito. No se puede sustituir toda la actividad probatoria con el testimonio de la víctima de ningún delito, atribuyéndole una credibilidad sistemática. Nadie en este mundo tiene poderes paranormales y puede asegurar, hasta las últimas consecuencias, que dice la verdad un denunciante que habla de un hecho pasado imposible de conocer o reproducir. Lo contrario significaría que las condenas las pronuncian los denunciantes, y no los jueces.
Asunto diferente es que tenemos que empezar a asumir dos verdades incómodas: la primera es que los jueces no siempre son capaces de determinar la verdad. La segunda es que el castigo de un reo no forma parte de la indemnización de la víctima. Tal vez en el futuro, más allá de inclinar siempre la duda del lado del reo, tengamos que plantearnos también proteger a quien, con independencia de si le agredieron o no, padece las dolencias psicológicas propias de una víctima. A los afligidos, sean o no víctimas, hay que acompañarlos y ayudarles a vivir, más cuando existe una duda razonable sobre su condición de víctimas. En esos casos no podremos castigar a nadie, pero sí asistir a quien sigue sintiéndose mal, sobre todo tras un proceso penal. Algún día habrá que empezar a pensar en ello.
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