Destellos terrenales
Estas relaciones paradójicas de las mujeres con las joyas han seguido evolucionando: ahora ellas se compran joyas a sí mismas porque pueden y porque quieren.
La primera mujer que usó en Francia un collar de diamantes fue Inés Sorel. La riqueza de su collar sobrepujaba a todo lo conocido hasta entonces, y su anchura era tan incómoda, que la favorita del rey lo bautizó con el nombre de Mi argolla”. Con estas palabras comienza el capítulo ‘El diamante’, del libro Los adornos femeninos, que la baronesa Staffe escribió a finales del siglo XIX. Las joyas entonces eran incómodos símbolos de estatus y de pertenencia. Muy poco después, las joyas, además de ser a veces una pesada carga, fueron el salvoconducto para que esas mujeres agasajadas pudieran independizarse. Lo contó en nuestras páginas la joyera Carmen Mazarrasa: “Las joyas eran para esas mujeres del siglo XX de los pocos elementos de autonomía financiera. Lo único que se heredaba tradicionalmente por línea materna, lo poco que podían empeñar en caso de necesitar dinero sin pedírselo a sus maridos, la seguridad de sacar a alguien de la cárcel o, incluso, llegado el momento, salir corriendo del mismo hombre que te había forrado de joyas para exhibir su riqueza”.
Estas relaciones paradójicas de las mujeres con las joyas han seguido evolucionando: ahora ellas se compran joyas a sí mismas porque pueden y porque quieren. Compran como regalo, como inversión, como moneda de cambio, como ahorro. Compran porque les gusta y tienen la capacidad de hacerlo. Las joyas ya no son ni una prisión ni un pasaporte, las joyas son accesorios con propiedades únicas, con poderes telúricos; son amuletos, son símbolos, son adornos y son moda. Las joyas son ahora más cómodas, menos pesadas, más adaptables. Por eso en este número recogemos el resultado de nuestros primeros Premios de Joyería en los que hemos reunido a un sector ávido de contar su historia, que en ocasiones retrocede más de un siglo, y que desea también dar a conocer los pasos hacia su modernización.
Esta modernidad aterriza en Esther Cañadas, nuestra portada de este número, y en la sesión que fotografiamos con ella en Roma. Alguien me describió esa sesión como “una condesa en su palazzo microdosing”. Un elemento perturbador. Piezas de alta joyería en un ambiente decadente con la modelo más particular de todas. En su conversación con Raquel Peláez la albaceteña confesó que es consciente de su singularidad, que nunca se ha sentido exactamente guapa, y cómo ese físico único le permitió viajar por todo el mundo, independizarse con 15 años, trabajar con fotógrafos legendarios y convertirse en una de las modelos más deseadas. Lo cuenta igual que lo vivió, de manera despreocupada, sin darse importancia, algo no tan común en su profesión: su retirada y posterior regreso fueron siempre un acontecimiento al que ella no prestó atención. Terrenal y accesible, también se transforma para los nuevos tiempos.
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