La fertilidad del miedo
En vez de llevar a España a un estallido social, la crisis refuerza los lazos comunitarios Ante el descrédito de todos los poderes, más cercanía al vecino
El miedo es un medio donde el puñal se hunde y acaba disipando su influencia en los blandos humos del pavor. Nada ata más, emascula más, obnubila más que la presa del temor. Y ahora no es solo una amenaza lo que nos paraliza, sino ya un psicofármaco atmosférico que ha aspirado el inocente pulmón social. ¿Pero miedo, miedo tóxico y más miedo adónde puede llevar? Efectivamente, a una exasperación de su dosis y a la producción del efecto paradójico mediante el cual se llega al punto en que, saturados, ya no se tiene nada más que temer.
En ese momento, la explosión de ira es igual a la de Los Miserables de Víctor Hugo, que no por azar se representa en los teatros, en la música, en la televisión y en el cine de la actualidad. El miedo, el miedo y el miedo continuos. La Santísima Trinidad bajo la que se ha sacralizado el discurrir de esta Gran Crisis ha sido posible gracias a inculcar miedo a granel en la totalidad de los cerebros sociales. ¿Una conspiración satánica para la trepanación? Un efecto quirúrgico de la aguda seducción del mal.
Todos nos preguntamos, desde los periodistas a los quiosqueros, desde los ministros a los obreros, cómo no se ha producido ya -o hace algún tiempo- un formidable estallido social. Cierto: hay huelgas, manifestaciones, carteles de diferentes colores, protestas airadas, pero lejos de coaligarse para crear una dinamita crítica, al borde de la explosión, las sublevaciones se disuelven en las aguas amargas de la cólera efímera y hasta los enfermos aceptan pagar a la ambulancia para que les practiquen una diálisis o les extirpen el corazón. El miedo ha hecho posible esta luctuosa coyuntura donde es posible la crueldad, el crimen o el desahucio sin que haya otra reacción popular que la de darse muerte y, sin embargo, no asesinar al comendador. Los miserables no dejan de amontonarse y de crecer. En un barrio de Las Palmas, con un 46% de parados, el 76% de sus habitantes son ya excluidos sociales. Si la tasa aumentara un grado más ¿qué quedará finalmente de la inclusión social?
Una de las perspectivas más seguras para los próximos años será, pues, el cambio de sociedad, porque como un cambio de piel ruinosa, la penuria va carcomiendo el tejido conjuntivo de la colectividad. En adelante pues, no habrá ya ciudad ni colectividad sino, como se va viendo, comunidad.
En ABC Punto Radio hay (o había, antes de su paso a la COPE) un programa vespertino de diez minutos en donde unos ofrecían aquellos bienes que les sobraban, desde una máquina de coser a una bicicleta estática, desde una mecedora o una bañera para el bebé, puestos de trabajo y puñados de euros para prestar. Seguro que con la COPE por medio continuarán haciéndolo, porque entre sus fines de hace unos días se hallaba animar a todas las emisoras a producir programas semejantes de caridad. Programas en los que se establecía una comunicación entre lo sobrante y la necesidad. La suerte y la muerte. El exceso y el deceso. La sombra y la sombra de la vaciedad.
En la radio, en la red y fuera de la red, en Caritas, en Médicos sin Fronteras o en la tendencia de la multicaridad se siembra la luminosa acción de auxiliar al otro. Solo en las guerras o las inmediatas posguerras se ha conocido un efecto parecido al que ahora cunde por toda España o Grecia, Irlanda o Portugal.
Hay protestas, pero se disuelven en las aguas amargas de la cólera efímera
Vivir atemorizado incrementa la tendencia a la empatía y la agrupación, tanto entre los animales como entre los seres humanos. La riqueza diferencia, conlleva distancia, distinción, mientras la pobreza aglomera a la muchedumbre bajo el mismo tufo de privación. El amigable olor penoso de la misma especie.
Nunca la solidaridad, la idea de cooperación y el sentimiento de culpa han crecido, por tanto, con tanta intensidad. La reducción del consumo suntuario entre los más pudientes —que ahora se contienen empáticamente en el lujo o en las compras de arte— tiene que ver con esta clase de imantación paupérrima. Cuando el país es comunitariamente más pobre aumenta la igualación de barriada y, con ella, la idea de curativa de la vecindad.
¿La independencia de Cataluña o de Ciudad Real? Nunca una reivindicación separatista resultó más grotesca y tan ajena a lo real. Todo caso de este tipo, sea del carácter que sea, denota síntomas de una neurosis suicida o un delirio institucional o cerebral. Lo que no es del todo extraño contemplando la esquizofrenia del conjunto político-social al que hemos llegado sin apenas darnos cuenta y empeorando mes tras mes. Porque otro factor en perspectiva, pero ya evidentemente activo, es el creciente descrédito de toda autoridad. Y tanto más cuanto la autoridad se relaciona con la exigencia de su distinción retórica, sea nacionalista, salarial, condecorada o no.
El ridículo o el escándalo acompañan a todos aquellos casos en que la llamada autoridad pretende investirse de púrpuras identitarias, viajar en business o aumentar su cualificación gracias al AVE y la pompa volátil en general.
La totalidad del estamento autoritario arde hoy por sus cuatro costados y gracias al incandescente cinismo de la muchedumbre, excitada de antemano por la sofocante hoguera del poder.
Nada que sea vertical, jerárquico o impositivo puede ya consentirse o tragar con relativa facilidad. La gente, por mano de la reiterada injusticia de esta Gran Crisis y el ejercicio diario de las redes sociales, no acepta la arquitectura piramidal y sí, en cambio, la habitual y creciente vida en horizontal de la precariedad compartida. Odia en fin, la píldora y acepta consuetudinariamente el puré.
En la radio, en la red o en Cáritas se siembra el auxilio a los demás
De esto mismo deriva que, desde el Tribunal Supremo a los parlamentarios, desde el ministro de Educación al de Sanidad, todos se hallen cuestionados y a punto de perecer simbólicamente a causa de su arrogancia salvífica y, al cabo, tan ridícula como fatal.
La ciudadanía asustada y aplastada ha compuesto una pasta venenosa donde, tarde o temprano, van muriendo los barrocos gestos de autoridad. Lo privado, en sanidad o educación, en energía o en agua potable, es lo opuesto a la ley de la comunidad. El público ya no traga más relatos infantiles cuyo moral dulzor ha colmado su aforo de ingenuidad.
Porque dos relatos principales han sido los best seller de esta Gran Crisis. Uno es aquel que hace culpable de esta hecatombe a la actuación de los malvados. Tipos avariciosos y estafadores, que han robado los ahorros de la población, sea a través de las trampas preferentes o mediante todas las prevaricaciones bancarias aunadas al humus de una democracia en descomposición. Este relato de malos, al modo de un cómic, comporta un pensamiento religioso que explicaría el gran delito de la burbuja como un soplo diabólico, un desafío ante la respiración transparente del mismo Dios.
Pero Dios, como juez económico supremo y emperador del mundo, habría desencadenado su ira contra este delito que, en su extremo, no sería sino una directa profanación del espejo divino. El espejo o la luna del dormitorio donde habita, día y noche, la silente figura de Dios.
Solo en guerras o posguerras hubo un efecto parecido de multicaridad
Pero hay, además, otro relato más, difundido entre la población española que obtiene su ascendencia en la estructura el cuento infantil. Alguien, como la madrastra de Blancanieves representada por la señora Merkel, nos impide obtener la dicha de una recuperación castiza y familiar. Merkel, como horrenda y extraña figura del Anticristo, señalaría la cercanía de un Apocalipsis al que la población otorgara su anonada pasividad.
El año 2013 habrá superado la profecía terminal de los mayas pero encerraría en la suma de sus números un maldito 6 (suma de sus cifras unitarias) que remite al compuesto numérico de la Bestia del Apocalipsis de San Juan. La Bestia, designada con el número 666, representa al nombre de Nerón porque el nombre de Nerón César es igual a NRWN QSR respecto a cuyas siglas, en los abecedarios griego y hebreo, la N ocupa el lugar 50, la R el puesto 200, la letra W el 6, la N el 50, la Q el 100, la S el 60 y la R el 200, hasta formar el 666 con que se alude al diablo mismo. Y 2013, sumado número a número arroja un fatídico resultado de 6. El principio de la Gran Destrucción.
No hay, por tanto, que extrañarse demasiado de las cábalas. 2013 puede ser un año apocalíptico o de inflexión crítica, ponderado así por muchos analistas. El año del “doloroso progreso” o el año del dolor del progreso en su peor opción hacia lo mejor. El mismo progreso, sea a través del “progreso decreciente” o “crecimiento negativo” vienen a ser la diabólica meta de la evolución de la que partiría el tiempo de la larga Parusía posterior.
Evolución social en metamorfosis, porque, así como en el ciclo del gusano de seda fuimos una vez mariposas especulativas, ingrávidas y volanderas, ahora somos larvas reptantes apegadas al suelo como al borde empedernido de la sepultura.
El año que comienza puede ser apocalíptico o de inflexión crítica
¿La muerte? Esa idea había casi desaparecido de la historia del aún breve siglo XXI. Así como el siglo XIX fue explícito respecto a la muerte (plañideras, corros y lloros en torno al lecho del moribundo) fue en el sexo una perfecta excavación. Por el contrario, el siglo XXI fue explícito con el sexo en todas de sus versiones y muy recatado, sin embargo, con la muerte en cualquier manifestación.
El sexo, de hecho, se halla hoy por todas partes (o en ninguna) mientras la muerte es una esquela sin demasiada dimensión. El sexo ha sido liberado incluso del tabú del incesto en nuevas series televisivas o en el cine mientras la muerte permanece celada en los hospitales o consolidada en los birriosos tanatorios del extrarradio.
Ahora, sin embargo, con la Gran Crisis esa muerte marginada reaparece como una venganza capital. No solo hay muertes masivas en los colegios de primaria norteamericanos, sino muerte a granel en los países islámicos, muerte en las parejas románticas o muerte en las casas desahuciadas, tanto en los ancianos esquilmados como en la economía general. Muerte que no deja entrar en los ambulatorios a los pobres moribundos sin papeles y muerte lleva su agonía a los presupuestos de los hospitales, los quirófanos y la investigación.
La muerte regresa ahora, dos siglos después, con su imperio absoluto y como el hermoso paralelo de la crisis llamada sistémica. Porque no se trata ya de una crisis financiera, ni económica, ni de Bretton Woods o de toda su parentela liberal. Esto es la crisis de la vida social y personal. La perspectiva de un mundo que, mediante la muerte física o simbólica, ha regresado hasta años atrás para replantearse la flecha del tiempo y, para recobrar, gracias a Dios, el sentido de la vida comunitaria. Tan feliz o desdichada como humanitaria. Finita y perdurable con riqueza o sin ella en la voluntad de una nueva razón de ser.
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