Nostalgia de una televisión que no vi
Echo de menos como espectadora la tele que nos dimos —porque nos la daba el Estado— desde el 76 hasta el 90, año en el que comenzaron a emitir Telecinco y Antena 3
La nostalgia ya no es lo que era, reza el ingenioso título de las memorias de Simone Signoret. Esa sentencia fue lo primero que me vino a la cabeza cuando me propusieron, junto a otros compañeros, participar en esta serie de artículos sobre recuerdos televisivos. Se nos especificó que en nuestra mirada atrás no teníamos por qué caer en la nostalgia, pero, qué demonios, pensé que habíamos venido a jugar.
El caso es que cuando me puse a elegir tema, me di contra mi realidad. No me provoca demasiada nostalgia la cantidad ingente de tele que he visto desde que tengo memoria, principalmente por un motivo implícito en la frase anterior: la recuerdo. No quiere decir que no la disfrutara entonces o que la desprecie ahora; simplemente el mecanismo por el cual uno idealiza lo vivido en la infancia y la juventud porque en el fondo lo que echa de menos es su infancia y juventud no funciona conmigo en lo que a la tele se refiere. La tele que me crio, en los noventa, es la del inicio y explosión de las privadas, una sin coto y con mucho dinero, la de la cultura del pelotazo, la de los grandes grupos mediáticos, la guerra por las audiencias, el morbo y las Mama Chicho, el auge de Globomedia. ¿Recordaré toda la vida cómo miraba al teléfono deseando que sonara mientras veía ¡Hola Raffaella! a la vez que temía que nadie en mi casa pronunciara las palabras mágicas al descolgar? Claro que sí. ¿Pasará delante de mis ojos antes de morir la imagen de Mónica Naranjo, con su melena bicolor y un vestido entre lila y azul cielo descendiendo del ídem de Sorpresa, sorpresa? Seguramente. ¿Escucharé para siempre la voz de Matías Prats exclamando: “¡Dios santo!” cuando el segundo avión se estrelló contra las Torres Gemelas el día del 54 cumpleaños de mi madre? Por supuesto.
Pero la tele que añoro de verdad es la tele que no vi. Echo de menos como espectadora la tele que nos dimos —porque nos la daba el Estado— desde el 76 hasta el 90, año en el que comenzaron a emitir Telecinco y Antena 3. Además, como profesional del medio, me veo tan a menudo abocada a recurrir a ella que la he interiorizado tan mía como la que vi en directo. Por supuesto, no era perfecta, sufría presiones e injerencias políticas, estaba en la prehistoria tecnológica y era el fruto de una sociedad por hacer en muchísimos aspectos. Pero a la vez era adulta, moderna incluso vista desde hoy y le exigía más a su espectador. Le tomaba por listo, algo que no se le puede atribuir a mucha tele de hoy.
Cuando RTVE era el único actor en la pantalla española, cuando a La 2 todavía se la llamaba el UHF, se hizo en nuestro país una televisión envidiable. Solo en los ochenta, en ficción, se produjeron Fortunata y Jacinta, Verano azul, Los gozos y las sombras, Ramón y Cajal, Anillos de oro, El proceso a Mariana Pineda, Teresa de Jesús, La huella del crimen, Los pazos de Ulloa, Segunda enseñanza, Tristeza de amor, Turno de oficio, Brigada central, Juncal y Delirios de amor, solo por nombrar las más importantes. Y se veían, importadas, Dallas, Santa Bárbara, Canción triste de Hill Street, entre otras muchas. ¿Cómo no voy a echar de menos quedarme en casa el sábado por la tarde a ver La ley de Los Ángeles? ¿O haber visto de adolescente todas esas películas que poblaban los ciclos de cine? ¿O enamorarme del Un, dos, tres con Mayra (ni siquiera con Kiko Ledgard) cuando del que me acuerdo de veras es del de Jordi Estadella? Podría hacer una lista casi tan larga como la de mis propios recuerdos.
En programas, desde luego, tampoco nos quedábamos atrás. Por motivos profesionales, en los últimos meses he tenido que rescatar de ese lugar feliz que es RTVE Play diferentes entregas de Esta noche, La clave, Si yo fuera presidente, algunas entrevistas de A fondo, Tertulia con de Fernando Fernán Gómez y La edad de oro, entre otros, y soy incapaz de salir de ahí. Y cuando salgo, la veo en todas partes, como a un amor intenso. Me quedé perpleja hace un par de meses en la Fundación César Manrique, en Lanzarote, viendo en bucle un programa del pintor y escultor en los ochenta en el que en una misma noche invitaba a un plató que reproducía su estudio a Gloria Fuertes, Alfredo Kraus y Soledad Lorenzo. Conocí a Gurruchaga y le vi rememorar su imitación de Victoria Prego de aquel sketch de Viaje con nosotros y también hablamos de La última cena... del 88, su delirante especial de Nochevieja de aquel año. Se me hicieron los ojos chiribitas. ¿Dónde están la valentía y la creatividad que había entonces? ¿Dónde está esa mezcla de cultura, entretenimiento, madurez y humor?
Las miradas al pasado con nostalgia son siempre selectivas, esa es una de sus trampas. Celebro una tele concreta (no toda) que no vi y desearía haber visto en los años en los que se moldea un ser humano. Pero ni siquiera sé si hubiese querido o podido verla de haber estado allí, y tengo claro que las ventajas de haber nacido después son mucho mayores que los inconvenientes. ¿Entonces qué sentido tiene esta divagación sentimental? Ninguno, si no fuera por la vana esperanza, muy por encima de mis posibilidades, que conservo de poder llevar algo de esa tele del pasado a la del futuro.
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