Treinta años del ‘Quién sabe dónde’ de Anabel Segura: cuando la tele convirtió el servicio social en morbo
En un momento en el que la sociedad estaba sensibilizada con las desapariciones, la televisión comenzó a volcarse en este tipo de programas. Hoy, el debate sigue vivo


Toda España se concentró frente al televisor ese 9 de abril. El secuestro de Anabel Segura, una joven de 22 años, había captado el interés de todo un país. Ella era una joven mujer rubia, atractiva, sin ninguna conexión con la política o el mundo de la empresa. Todo parecía indicar que era un secuestro al azar. Sucedió en la lujosa zona de La Moraleja, en Madrid, cuando Anabel hacía deporte. Un jardinero vio cómo Anabel se resistía a entrar en una furgoneta blanca; al llevar walkman no había podido oír que un vehículo se acercaba a ella. En la calle quedaron sus cascos y la parte superior de su chándal. Eso fue el 12 de abril de 1993, durante la Semana Santa. Hasta dos años después no se emitieron en televisión las llamadas de los secuestradores, cambiando el papel de la televisión en los casos de las desapariciones.
Las cintas se escuchan en plató.
“Escúcheme con atención. No lo voy a volver a repetir... ¿tienen el dinero preparado? Si vemos presencia policial... diríjase a su casa que en dos horas les diremos dónde pueden localizar a Anabel”. Pedían 150 millones de pesetas por la liberación de Anabel Segura, pero la realidad es que Anabel había muerto la misma noche de su secuestro. No se sabía esto ese 9 de abril de 1995, cuando el programa Quién sabe dónde hizo una emisión especial para dar a conocer el contenido de las llamadas de los secuestradores. En el plató estaban José Manuel López (policía judicial), Herman J. Kunzel (experto en fonética aplicada al ámbito judicial), Serafín Castro (comisario de policía), y María Àngels Feliú (conocida como la farmacéutica de Olot, liberada el año anterior tras 492 días de secuestro sin más móvil que el económico), entre otros. Había desconcierto entre los expertos allí convocados; no entendían por qué tantas llamadas, por qué tantas palabras (haciendo más fácil identificar sus voces), por qué el cambio de cantidad en el rescate, y por qué siempre llamaban al mismo número. Incluso la cinta enviada como prueba de vida de Anabel fue grabada sobre una casete TDK previamente utilizada para grabar un disco de Mecano. Es falsa “prueba de vida” contenía la voz de una mujer que fingía ser Anabel. Recitaba un mensaje mal leído de alguna nota a mano: “Hola, padres. Esta gente no me cuida... mal, así que a ver si esto se termina... pronto. Hasta luego, papá. Adiós, mamá. Hermana, te quiero mucho. Adiós”. Había miedo en aquella voz, pero también una profunda tristeza. De fondo se escuchaba a unos niños que fueron clave para ubicar a los secuestradores. Las grabaciones se emitieron varias veces en el mismo programa, incluso bajando la velocidad.
La emisión de aquel Quién sabe dónde estuvo acompañada de un pequeño reportaje que recogía las muestras de afecto que el pueblo de Alcobendas (municipio donde se encuentra La Moraleja, y cuyo centro cultural lleva hoy el nombre de Anabel Segura) tuvo para con la familia de la desaparecida. También incluyó una breve entrevista a los padres en la que la madre, Sigfrid Anna Folles, pedía a las madres de los secuestradores que entendiesen cómo se sentía sin su hija.
En el propio programa ya se dieron algunas pistas sobre la posible identidad de los criminales: personas que mantenían una vida familiar paralela y que probablemente seguían ejerciendo sus trabajos con el fin de no levantar sospechas. Kuzel mostró su extrañeza ante la verborrea de los emisarios, y la propia farmacéutica de Olot mencionó que ella en muy pocas ocasiones había oído las voces de los responsables de su cautiverio. Todos estos análisis hechos en directo apuntaban hacia algo que se supo después: que todo había sido fruto de una concatenación de ideas desafortunadas por parte de los secuestradores, dos hombres comunes empujados por las deudas, la improvisación, la avaricia, y la ausencia de remordimientos.
Atención mediática a desaparecidos
El mismo año de la desaparición de Anabel Segura se habían encontrado los cuerpos de Miriam, Toñi, y Desiree, las niñas desaparecidas de Alcàsser. Durante el tiempo en el que Anabel Segura estuvo desaparecida, también habían salido a la luz los abusos que Rafel Medina y Fernández de Córdoba, Duque de Feria, ejerció sobre niñas menores de edad. Se llegó a entrevistar a una de esas niñas en televisión, con Laura Valenzuela haciéndole preguntas a una pequeña cuyos pies ni siquiera tocaban el pie desde la silla en la que se sentaba. La sociedad estaba sensibilizada con las desapariciones, y la televisión había empezado a convertir el servicio social en morbo.
Los padres de niñas y chicas adolescentes empezaban a restringir la hora de llegada y a advertir sobre coches, desconocidos, autostop. En 1987 había desaparecido David Guerrero, conocido como el niño pintor de Málaga, aún hoy en paradero desconocido. Su caso, ampliamente comentado, sigue siendo motivo de especulaciones a día de hoy. El mismo año, pero con un final feliz, tuvo lugar el secuestro de la pequeña Melody Nakachian, hija de un empresario libanés y una extravagante cantante de ópera. La niña estuvo secuestrada 11 días, y el reencuentro con sus padres fue portada en el Hola.
La propia farmacéutica de Olot vivió una terrible historia digna de película de suspense, pero ninguno de estos casos alcanzaron las cotas de expectación mediática que tuvieron los casos de Alcàsser y Anabel Segura, que coincidieron con ya mencionado programa Quién sabe dónde. Este programa, presentado por Paco Lobatón, solía resolver sus casos en tensos reencuentros que se producían tras desapariciones motivadas por los motivos más prosaicos: jóvenes escapados de casa por unas malas notas, embarazos no deseados, drogas, deudas, o peculiares rencores familiares. Cada programa se saldaba con varias llamadas en directo, a veces dando detalles exactos de dónde se encontraban los desaparecidos. En el caso de Anabel Segura se ofreció una recompensa de 60 millones de pesetas. Se recibieron 30.000 llamadas, de las cuales apenas mil seiscientas llevaron a pistas fiables. Una de ellas fue la de una mujer que había reconocido un localismo de Toledo que profería un niño. El cerco se cerró en torno a los culpables: Emilio Muñoz y Cándido Ortiz.
El primero se hallaba asediado por las deudas tras un cambio de vivienda, y el segundo se vio arrastrado por la fuerte personalidad de Emilio, aunque no confesó hasta ser detenido por la policía. La tercera culpable en colaboración fue Felisa García, churrera y esposa de Emilio (con quien tenía cuatro hijos), que fingió ser Anabel Segura en aquella cinta TDK enviada a los padres. Fue, también, la única que mostró arrepentimiento real. Hasta 1999 no hubo una pena definitiva. Cándido Ortiz murió en la cárcel de Ocaña en 2009, por un infarto de miocardio. Emilio salió en 2013 gracias a la doctrina Parot, y fue entrevistado a su misma salida de Herrera de la Mancha, diciendo que había pagado su deuda con la sociedad. Felisa García, considerando el jurado que fue víctima de una coacción, solo cumplió dos años y cuatro meses en prisión.
Treinta años después de la emisión de las cintas de Anabel Segura, 30 años después de Alcàsser, el secuestro y el asesinato han pasado de ser información a ser entretenimiento. El debate sobre dónde están los límites del ahora llamado true crime está más vivo que nunca a tenor de la no publicación de la correspondencia entre Luisgé Martín y José Bretón (parricida que engañó, como los secuestradores de Anabel Segura, con la desaparición de sus víctimas). Todos los casos mediáticos de asesinatos y desapariciones cuentan con su propio documental o serie. Los españoles —y el resto del mundo— escuchan podcasts sobre asesinos antes de ir a dormir, y conjuran sus historias como los niños conjuran a las brujas de los cuentos. Pero, pese a esto, se mantiene el valor de los medios de comunicación a la hora de dar a conocer los nombres y rostros de los desaparecidos que la mayor parte de las veces tienen un desenlace favorable. Muchas de estas desapariciones son de menores en riesgo de exclusión y de ancianos vulnerables. Plataformas como S.O.S. Desaparecidos se dedican a divulgar los datos de las personas a cuyas familias buscan y esperan con angustia, y se apoyan en la solidaridad de un pueblo que aquel 9 de abril de 1995 paró todo para escuchar las voces de unos delincuentes de poca monta y así ponerle fin al sufrimiento de una familia.
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