La belleza del lado oscuro
Tras pasar por el Ejército, Adam Driver se convirtió en el chico raro de la escuela de interpretación. Hoy es el nuevo malo de ‘Star Wars’ y uno de los actores más perseguidos por Hollywood
No hace falta ser hijo de Harrison Ford para ser el hombre del año. Ni ser el mayor de los malvados para destacar en Hollywood. De hecho, el verdadero padre de Adam Driver, un pastor baptista, poco tiene que ver con Indiana Jones. Y Kylo Ren, el personaje que Driver interpreta en La guerra de las galaxias. Episodio VII. El despertar de la Fuerza, es bastante malo pero incluso dentro de su maldad tiene que responder al Líder Supremo. “Yo, más que malo, diría que es poco refinado. Los hay peores por ahí”, aclara el intérprete estadounidense de 32 años. Lo dice bastante en serio, musitando, como habla el verdadero Adam Driver, pero con amabilidad. Los histrionismos los deja para la pantalla, para cuando encarna al novio innecesariamente grosero y poco amante del compromiso en la serie Girls o cuando se pone la máscara del enigmático Kylo Ren en la nueva etapa de la saga galáctica.
Driver, amante confeso del lado oscuro de la vida, es un californiano atípico. Cordial, natural, sin falsas sonrisas. Su cuerpo, imponente, pero no demasiado musculado, se aleja del estereotipo de la zona. Sorprende también cuando habla en un tono de voz bajito en una industria donde a los actores les gusta hacerse oír. Un intérprete que, tras sus últimos trabajos, se ha convertido en uno de los actores más populares del año que termina.
Actor inusual en un Hollywood dominado por estrellas de ojos azules, sonrisa perfecta y cuerpo bronceado. La respuesta a los Brad Pitt de antes o a los Chris Pratt de ahora, alguien más enigmático que todos ellos juntos, con orejas un poco de soplillo, una nariz a lo Richard Gere, los ojos demasiado juntos y una carrera que acaba de eclosionar.
“Uno de los actores más buscados”, le describe el director Shawn Levy; mientras Noel Baumbach, otro de los realizadores que ha contado con él, dice que Driver es un tipo “de los de verdad”. También ha trabajado, aunque sea en pequeños papeles, con Clint Eastwood (J. Edgar, 2012), los hermanos Joel y Ethan Cohen (A propósito de Llewyn Davis, 2013) o Steven Spielberg (Lincoln, 2012). Por eso J. J. Abrams le llamó, directamente, sin necesidad de pruebas, para que formara parte de su gran aventura galáctica. “Kathleen Kennedy [la productora de El despertar de la Fuerza] ya me conocía de cuando trabajé con Spielberg. El descubrimiento no es para tanto”, añade el actor para quitarle importancia al asunto.
Para él hay cosas más relevantes que su reciente popularidad. Por ejemplo, el Ejército. Probablemente es de los pocos, si no el único, en un Hollywood liberal que puede decir que fue marine antes que actor. Un infante de marina que estudió en el Julliard School de Nueva York. “La interpretación me interesó antes que el Ejército, aunque no me pareció una posibilidad nada realista de ganarse la vida”, admite. Reconoce sin tapujos que descubrió el resto del mundo gracias al cine o a las cintas de vídeo. “Existe una similitud entre ser intérprete y formar parte del Ejército. Te ves desposeído de todas tus cosas, de tu identidad, para formar parte de algo más grande que tú y eso te ofrece una extraña seguridad”, cuenta el actor para describir la experiencia que le cambió la vida.
Se alistó tras los atentados del 11-S. “En plena ola de patriotismo”, recuerda, pero tuvo que abandonar las Fuerzas Armadas tres años más tarde porque se partió el esternón en un accidente fortuito con una bicicleta de montaña. Nunca entró en combate y todavía hoy lo lamenta. “Fue difícil ajustarse a la vida normal”, asegura sobre su vuelta al mundo de los civiles. “Tenía la seguridad de que la vida cotidiana sería pan comido, que si podía disparar un arma podía hacer la lista de la compra”, se ríe ahora. Pero no le resultó tan fácil. Le da muchas vueltas a todo, no solo a sus problemas sino también a los que padece la humanidad, de la que dice: “No está para frivolidades”.
El raro de Julliard
Durante su estancia en Julliard, la famosa escuela de interpretación, fue “el raro” y sigue así. Driver se niega a hablar de conceptos como el peso de la fama o los encasillamientos en el cine. “Son cosas sobre las que no tengo control”, dice tajante. El proyecto de La guerra de las galaxias le atrajo porque era algo grande, “de lo que proporciona tres comidas al día”, resume a las claras. Él ni había nacido cuando se estrenó el primer Star Wars, aunque tiene claro su alcance. Eso también le atrajo. “Porque es la película que verán los hijos de mis amigos”, comenta este padre de familia casado desde hace un par de años con Joanne Tucker, a quien conoce desde los tiempos de su formación de actor, madre de su hijo y junto a la que cuida de su perro, Spinee, un labrador que estos días se recupera de su afición a comerse lo que pilla. “Así puedo pagar sus continuas operaciones”, remata prosaico sobre sus razones para interpretar un papel por el que otros actores habrían matado.
Habla con la misma sinceridad con la que cuenta lo mucho que todavía disfruta con su papel en la serie Girls, aunque confía que la próxima temporada sea la última. “Sigue siendo como una reunión de amigos, un rodaje de andar por casa, ese proyecto excéntrico que hace un grupo de amiguetes en el garaje”, admite de la ficción televisiva a la que le debe todo. O casi todo.
Lo siguiente que ha rodado, Silence [cuyo estreno está previsto para 2016], le convierte en la nueva estrella de Martin Scorsese. Y su próximo proyecto le pondrá a las órdenes de Jim Jarmush. En Hollywood se lo rifan. “Mejor no pensar mucho en la fama”, se ríe mirando al suelo como si así evadiera el estrellato. Por eso le gusta tanto hacer de Kylo Ren. Porque cuando no tiene más que decir, se deja el casco puesto. “Los hay que se pensaron que era cosa del método sin darse cuenta de la cantidad de cosas que uno puede ocultar detrás de la máscara”,
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