Esta gente que no gusta de las cifras
Lo que Polo Polo ha hecho constantemente, igual que otros de su cuerda ideológica, no ha sido tanto negar que los “falsos positivos” hayan existido, sino negar que fueran 6.402. Está ocurriendo en todas partes, este negacionismo de ciertos hechos que le resultan molestos a la derecha más boba
Miguel Polo Polo no ha entendido nada, por supuesto, pero eso no es para sorprenderse: es lo que ocurre cuando uno estaba ausente el día en que dictaron Decencia Básica. Ahora leo que un juez le ordenó disculparse públicamente por su vergonzosa performance para las redes sociales, su grotesca puesta en escena de su desprecio —y el de todo su partido— por las víctimas de los “falsos positivos”. Su actuación no sólo fue lamentable por cobarde, porque no hay nada más cobarde que burlarse del dolor de los débiles, sino por risible: era tan trasparente el lado fingido, actuado, artificial de su montaje, que uno se pregunta por qué tantas figuras públicas carecen por completo de sentido del ridículo. Ese rasgo tan saludable debería venir instalado, y hay que ver la frecuencia con la que está ausente. Todos los días hace el ridículo uno de estos figurantes de redes metidos a otra cosa, y así gastan nuestro tiempo y desgastan nuestra confianza en el estado ya desgastado de nuestra democracia; pero es normal, porque no es gente seria. Y, sin embargo, la gente votó por ellos. Pero la gente que votó por ellos —lamento decirlo— tampoco es seria. Y así nos va.
Pero yo no quería hablar del ridículo recurrente de estos congresistas tuiteros o tiktokeros o instagrameros, sino de la reacción de Polo Polo a la obligación que le impuso un juez: la obligación de disculparse por sus ofensas. “Yo no tengo que disculparme por nada porque yo no he cometido crímenes ni fui autor de falsos positivos”, dijo el personaje. “Nosotros no estamos negando la existencia de los falsos positivos. Lo que estamos criticando, lo que estamos cuestionando, es esa cifra inflada sin ningún sustento”. En esas pocas palabras hipócritas y también cobardes —tirar la piedra y esconder la mano— me ha parecido detectar algo que va mucho más allá de este mediocre. Lo de la cifra inflada: eso fue lo que me llamó la atención. Pues lo que Polo Polo ha hecho constantemente, igual que otros de su cuerda ideológica, no ha sido tanto negar que los “falsos positivos” hayan existido, sino negar que fueran 6.402, la cifra que se ha convertido entre nosotros en una suerte de símbolo. Ha pedido que le hagan una lista, que le den las pruebas de todos y cada uno, porque esa cifra le parece inflada.
No es el primero en acudir a esa estrategia. He hablado tal vez demasiadas veces —a ciertas tonterías uno debería dejarlas en paz después de cierto tiempo— de la risible intervención que cometió María Fernanda Cabal hace unos años, cuando dijo en radio que la Masacre de las Bananeras era “un mito de la narrativa comunista”. El asesinato de un número indeterminado de trabajadores del banano, ocurrido en Ciénaga en diciembre de 1928, forma parte de nuestra historia colombiana, la historia larga de nuestras vergüenzas y nuestras atrocidades, pero Cabal decidió ponerse a cuestionar la realidad del hecho. ¿Cómo? Tomando una cifra de víctimas y diciendo —tal vez en otras palabras— lo mismo que su aprendiz Polo Polo: que era una cifra inflada.
Lo ridículo es que la cifra que escogió no fue la de la historiografía, sino la de una novela: en Cien años de soledad, García Márquez traspone la masacre a Macondo y se inventa 3.000 muertos que viajan al mar en unos vagones de tren para ser arrojados —desaparecidos— como el banano de rechazo. Cabal negaba la cifra de 3.000 trabajadores asesinados. “No los consigue usted ni recogidos de las poblaciones vecinas para que vayan y trabajen”, dijo con esa certeza con la que suelen hablar los que no saben de qué hablan. La afirmación es de una ignorancia supina, pues la United Fuit Company era una empresa del tamaño de un pueblo y 3.000 trabajadores se habrían “conseguido” con facilidad en la zona; pero más allá de eso, lo que llama la atención es la conclusión de la congresista: como le parece exagerada la cifra de una novela (y una novela donde la gente flota en el aire y los muertos vuelven a la vida), el hecho mismo le parece cuestionable.
Está ocurriendo en todas partes, este negacionismo de ciertos hechos que le resultan molestos a la derecha más boba. También se ha dedicado a eso, por ejemplo, Javier Milei, el más histriónico de los presidentes latinoamericanos. (Ortega y Maduro lo superan en ciertas indecencias, pero no en su histrionismo patético.) Él y su cohorte de negacionistas, aupados por la vicepresidenta Villarruel —la mujer que visita en las cárceles a los torturadores de la dictadura— , ha cuestionado con frecuencia la cifra de 30.000 desaparecidos del régimen militar de 1976. El 24 de marzo pasado, día en el cual se conmemora en Argentina a las víctimas del golpe, al indecente Milei decidió sacar un video en que relativiza el terrorismo de Estado; meses antes, durante los debates presidenciales, había dicho que los desaparecidos no eran 30.000, sino 8.753. Lo cual, evidentemente, nos tranquiliza a todos y deja mucho mejor a la dictadura. Sólo 8.753: ah, bueno. Entonces la cosa no es tan grave. Entonces las acusaciones contra los perpetradores son injustas.
Nadie sabe cuántos desaparecidos hubo durante esos años oscuros. Nadie lo sabe porque esa es la definición, estimados negacionistas, de “desaparecidos”: son cuerpos que no están, no se han encontrado, no se han podido contar. Y ustedes, negacionistas, saben muy bien por qué: porque están en el fondo del mar, después de caer de los vuelos de la muerte, o en fosas comunes que todavía no se han descubierto. El número exacto de desaparecidos no existe porque los perpetradores, que ahora están en la cárcel, no dieron nunca una lista. Pero Milei y los suyos lo cuestionan, y uno sospecha que no lo hacen porque les parezca que 8.753 sea una cifra buena para la dictadura, sino por otra razón más taimada, más hipócrita, más estratégica: más de nuestro tiempo. Cuestionan la cifra porque en los últimos años han aprendido que no hay nada tan rentable políticamente como sembrar dudas.
Ya lo de mentir y engañar ha pasado de moda: sembrar una duda basta. Víctimas de la desorientación que llamamos posverdad, donde ya nadie sabe qué es verdad y qué es mentira, los ciudadanos no tienen más remedio que creer no en lo que es verdad, sino en lo que les gustaría que lo fuera. Los hechos y los datos han sido reemplazados, entonces, por las emociones. Estos nuevos negacionistas no niegan las realidades pasadas, porque hacerlo no es fácil: hay demasiadas pruebas. Pero tampoco necesitan hacerlo: en un mundo donde la realidad objetiva ha desaparecido, donde la verdad es una noción obsoleta, basta con darles a los votantes un solo argumento para no aceptar el hecho incómodo, y ellos se encargarán del resto. “En la Suma Teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido”, escribe Borges en La otra muerte. Ay, pobre Santo Tomás: no llegó a conocer a Milei, a Cabal, a Polo Polo. Por no conocer, no conoció ni a los negacionistas del Holocausto ni a los de los crímenes estalinistas, los veintitantos millones de víctimas que en los años 50 y 60 buena parte de la izquierda negaba. Porque esto del negacionismo no es nuevo, por supuesto: tiene una larga tradición. Y sin embargo me parece que lo de ahora es distinto. Y más preocupante si cabe.
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