Liberar el surrealismo
Pasado un siglo de su manifiesto inaugural, una encomiable exposición en la Fundación Mapfre de Madrid revisa el movimiento desde nuevas perspectivas geográficas y de género

Tal vez el mundo se nos haya hecho tan incomprensible y extraño que sea difícil discernir qué es lo realista o, si queremos, lo normal. Vivimos la nueva normalidad, hemos dejado de saber qué es un precio realista para una vivienda, ansiamos la normalización de las relaciones internacionales o asumimos que el estado normal de las cosas es lo que llaman “violencia de baja intensidad”. Entonces, ¿qué nos queda, sino el surrealismo, para intentar entender nuestro presente? Hace un siglo, André Breton comenzaba el primer Manifiesto del surrealismo con estas palabras: “Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer”.
En nuestro tiempo, tal vez tenga más sentido preguntarse si en algún momento hemos vuelto a tener fe en esa vida real que revisar el surrealismo como una forma artística encerrada en el pasado. El primer director del MoMA, Alfred Barr, lo tildó de movimiento “reaccionario” y amortizado, pero los fastos del centenario quieren llevarle la contraria con una exposición que va rotando, con significativas variaciones en obra seleccionada y discurso, por varios museos internacionales. La muestra, que ha pasado por el Centro Pompidou y por los Museos Reales de Bélgica, está desde el 5 de febrero en la Fundación Mapfre de Madrid y luego llegará a la Kunsthalle de Hamburgo y al Philadelphia Museum of Art. Cada uno de estos centros está interpretando a su manera ese gran corpus que conocemos como arte surrealista, para mostrar su actualidad y ponerlo en diálogo con sus propias geografías y relatos institucionales.

En este sentido, la labor de la Fundación Mapfre, con el comisariado de Estrella de Diego, es encomiable, porque intenta hacerlo todo desde la relativa libertad institucional que le da no ser un museo nacional y sin necesidad de insistir en que el surrealismo sigue siendo relevante en nuestro tiempo: lo da por hecho. En París, por ejemplo, la muestra repetía la centralidad de la capital francesa en el desarrollo del movimiento (algo que nadie disputa), y quizá dependía demasiado de las obras maestras y los grandes nombres. En Madrid, aunque el montaje no huye de las superestrellas (están claramente destacados el Teléfono afrodisiaco de Dalí, el Homenaje a Lautréamont de Man Ray, algo de Magritte y de Miró), también les exige un protagonismo compartido geográficamente con Brasil, Argentina, México o Tenerife; establece una división entre el surrealismo “con” y “sin” Breton y se venga de la calificación surrealista de las mujeres como médiums para erigirlas como representantes de cada una de las secciones temáticas.
Gala, Remedios Varo, Leonora Carrington, Toyen o Maruja Mallo inauguran las salas sobre los temas clásicos del surrealismo: sueños y pesadillas, deseos, extrañas criaturas, cosmos o alquimia, y se erigen como fantasmáticas cicerones del resto de sus compañeros. “¿No eran médiums? Pues que guíen”, dijo la comisaria durante la presentación de la muestra. Esta pequeña venganza, en lugar de caer en el personalismo o en la hipercorrección, ofrece todo lo contrario: un método accesible para ver estas obras con una perspectiva más contemporánea, sin perderse mucho por el camino. El discurso expositivo está basado en el juego, el collage y el pensamiento analógico, tres ejes fundamentales del movimiento en su origen que está homenajeados en forma y fondo. Se repiten los cadáveres exquisitos, las fotografías conjuntas y los cuadernos escritos a dos y tres manos, que hablan de un surrealismo colectivo —que no necesariamente igualitario—, donde las fronteras entre arte y escritura son difusas y donde las relaciones personales marcan el devenir de las formas de arte.
Cuando el grupo de Breton va enemistándose, surgen otras relaciones, nuevos viajes y mezcolanzas que obligan a abrir mirar más allá de París. El surrealismo llega a Buenos Aires a través de la biblioteca de Raquel Forner, que atesora los números de la revista Minotaure, a México viaja Breton en el 1938 y a Canarias lo había hecho en 1935, para la exposición surrealista promovida por Eduardo Westerdahl. Pero esta vanguardia absorbe también al cubano Wifredo Lam, y “descubre” al haitiano Hector Hyppolite, cuyos cuadros son surrealistas sin necesidad de manifiestos ni de estructuras previas, lo que contraviene el paternalismo parisino ¡y a la vez le otorga cierta universalidad al movimiento!

Es fácil perderse en esta profusión de surrealistas —si todo es surrealista, ¿qué no lo es?— y ese es quizá el peligro de la muestra, que toma la acertada decisión de asumir sus limitaciones y jugar con ellas. La cronología, que pretendía ser relativamente exhaustiva para distinguir “el movimiento surrealista” del “arte surrealizante”, se excede por momentos, sobre todo en el caso de las artistas. Pero, aunque Maud Bonneaud trabajara en los tardíos años cincuenta, qué difícil es no mostrar su pequeño esmalte sobre cobre Volcán azul para señalar su personalidad en la exposición de Tenerife de 1935; o cómo no incluir Retrato de los niños Lorenzo y Andrea Villaseñor (1956), de Remedios Varo, junto a Delhy Tejero y a Leonora Carrington. En otros casos, esta inclusión inestable puede ser muy inspiradora: Búho nocturno (1950), de Isabel Rawsthorne, al final de una de las salas más llenas de artistas femeninas, bien puede dar otra visión de una artista históricamente conocida por posar para las obras de sus compañeros masculinos.
El pensamiento analógico, esa manera de discurrir en asociaciones más o menos líricas, en las que un término conduce a otro libremente, tensa el discurso y también ofrece grandes hallazgos. En un primer vistazo, no todo el mundo estaría de acuerdo en reunir a Alberto Sánchez o Benjamín Palencia con Kay Sage, hasta que descubre que las formas de su Registro perdido (1940) podrían ser parte de Formas del desierto (1934-1937) del primero.
El recurso es casi infinito, y es aquí donde pueden pensarse ausencias en ese mapa actualizado (¿no podría aumentarse la nómina de surrealistas afroamericanos o sumar a Ted Joans, por ejemplo, si estiramos un pelín la cronología?), aunque la decisión de tomar París como punto ineludible de partida y la búsqueda de relaciones biográficas con el núcleo canónico de surrealistas sirve para detenerse en algún punto. Pero la tentación de continuar con el juego de asociaciones es muy fructífera: en un pequeño espacio de pared están las fotografías de calesas de Nicolás de Lekuona (Gipuzkoa) y la de Horacio Coppola (México) cerca de los adoquines de Brassaï. Por separado, tal vez serían un debatible argumento surrealista, pero juntos vuelven a ser el paraguas y la máquina de coser que se encuentran en la mesa de disección.
‘1924. Otros surrealismos’. Fundación Mapfre. Madrid. Hasta el 11 de mayo.
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