Literatura a la carta
La constante aparición de nuevos epistolarios demuestra el creciente interés por el género que se vive en la cultura española. Pero no siempre fue así
La reciente publicación de dos importantes epistolarios —Cartas a Mercedes, del novelista murciano Miguel Espinosa, y las cartas cruzadas entre Gerardo Diego y Juan Larrea entre 1916 y 1980—, así como la traducción de la correspondencia íntegra, sin cortes, de Virginia Woolf con Lytton Strachey, nos permite reflexionar, una vez más, sobre el interés emergente de las correspondencias en el seno de la cultura española. Bienvenido sea, pues sabemos que no siempre fue así. De hecho, hasta fechas recientes las cartas, así como otra documentación autobiográfica —archivos, diarios, notas personales, borradores, manuscritos—, fueron papeles que tenían una dimensión estrictamente erudita, cuando la tenían, sin que se comprendiera su enorme alcance testimonial, biográfico y tantas veces literario.
Pero la función principal de la carta ha sido siempre la comunicación. Alguien tiene algo que decir a otra persona y ese es el motivo que permite establecer una correa de transmisión gracias a la cual la distancia geográfica o la distancia psíquica logran superarse. Hasta la llegada del teléfono las cartas iban y venían constantemente, de una calle a otra de la misma ciudad, de una ciudad a otra, de un país a otro, de uno a otro imperio… Era el único modo eficaz de ponerse en contacto y, como ahora ocurre con el correo electrónico o las redes sociales, la gente ocupaba una parte significativa de su tiempo para mantener al día su correo. En la medida en que las cartas tienen un destinatario concreto, indicado, bien en los mismos pliegues del papel (procedimiento habitual cuando la carta se entregaba en mano), bien en el sobre, su contenido depende de a quién se dirigen. Es la naturaleza de la relación entre los corresponsales la que condiciona el contenido, el estilo y el mundo de afectos que se construye sobre el papel.
Dicho esto, es evidente que, aunque la carta esté condicionada por el destinatario y por la relación contraída con él, hay mucho que decir del remitente. Américo Castro, cuando escribe a su amigo Guillermo Díaz-Plaja, poco antes de morir, le dice que, solo y aislado en un hotel de Playa de Aro, la carta es su única forma de poder tocar todavía el mundo. Muy al contrario, Ignacio de Cepeda le pedía discreción y reserva a Gertrudis Gómez de Avellaneda en 1840 cuando esta intentaba seducir al joven y pacato sevillano a través de unas valientes y al mismo tiempo estudiadas cartas autobiográficas: la escritora cubana estaba convencida de que Cepeda se enamoraría de ella a poco que conociese la nobleza de sus sentimientos. Pero no fue así: descubrir que era una intelectual aficionada a reflexionar sobre su mundo le asustó indeciblemente. Por una poco frecuente, entonces, decisión de los descendientes de Cepeda, se conserva aquella interesante correspondencia, aunque solo del lado de la autora cubana. Nadie se preocupó de la preservación de su archivo cuando murió en 1873. Como escribiría Juan Valera, a su entierro no acudieron más de 10 o 12 personas. ¿Y qué pensar de lo ocurrido con el romántico Enrique Gil y Carrasco? Cuando muere precozmente en Berlín (1846), sus amigos (entre ellos, Alexander von Humboldt) recogen sus papeles y cartas y los depositan en la Embajada de España. Allí quedarían, muertos de risa, hasta el bombardeo del edificio en la Segunda Guerra Mundial. A nadie le importaban.
Duele pensar en el maltrecho epistolario de Ramón y Cajal. La mayor parte se ha perdido
Es mejor no pensar en la pérdida documental sobre la que se ha edificado la cultura española. La destrucción, la dejadez, la rapiña, la censura propia y ajena… Concepción Arenal quemando sus cartas enviadas a la condesa de Mina dos meses antes de morir; Manuel Murguía destruyendo la correspondencia de su esposa, la gran Rosalía de Castro, después de su muerte, porque las cartas le comprometían; la viuda de José Tarín Iglesias presumiendo de haber quemado las cartas más personales de su amigo el escritor Joaquín Montaner. Todo ello nos impide a menudo escribir como deberíamos las vidas de personajes fascinantes que cruzaron nuestra historia sin que apenas tengan entidad, más allá de los hechos escuetos de su vida.
Duele pensar en el maltrecho epistolario de Santiago Ramón y Cajal. Su hijo lo depositó íntegramente en el Instituto Cajal. Pero la mayor parte de las cartas (unas 12.000, según cálculo de su editor, Juan Antonio Fernández Santarén) se han perdido. Es decir, se vendieron en su día fraudulentamente a anticuarios, pasaron a engrosar colecciones particulares o bien fueron a parar a un contenedor cuando el Centro de Investigaciones Biológicas necesitó tener más sitio en su laboratorio. ¿Son pues papeles viejos que ocupan espacio, un objeto preferido de la rapiña nacional, una huella incómoda y pertinaz de una vida vivida y que debe eliminarse? ¿O bien las cartas vienen a ser una especie de carbono 14 de la cultura biográfica, el peso atómico de una vida humana de la cual, una vez transcurrida, nos queda tan solo la acumulación de las huellas que la sobrevivieron? Dos formas, en definitiva, de tratar el pasado y de entender la cultura, pero entre una y otra hay un mundo, el que va de la barbarie o la mezquindad al respeto y el reconocimiento del prójimo y de su mundo. Pensemos en las sabrosas cartas que han sobrevivido a la historia de amor entre Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós.
El correo es un medio cultural fundamental: promueve la escritura, teje relaciones entre personas y comunidades y, como dijo Carlos Monsiváis, mantiene viva la esperanza. “Renuncio a tus poemas si piensas que con ellos sustituyes tus cartas; ese montón de alas estremecidas que vibran en mis manos, frescas con el rocío de nuestra intimidad”, escribe una moderna y abierta Ernestina de Champourcín a Carmen Conde, dos años menor y en cierto modo su discípula. Alas estremecidas, huellas supervivientes, trozos de vida perdida que nos conectan prodigiosamente con lo que un día fue.
¿Hay placer mayor que recibir una carta de alguien a quien se ama? “Me gustaría recibir aún más cartas tuyas. Me gustaría que me inundases de palabras, que me dijeses lo que ya sé pero que tanto me gusta oírte. Así, por carta, resulta menos ruborosa la confesión”, escribe un joven y ansioso Camilo José Cela a su novia, Charo Conde, el 8 de julio de 1941. La “manía epistolar” de Cela le llevaba a copiar las cartas que escribía y que por supuesto guardaba en su impresionante archivo. Casi 100.000 cartas, conservadas en la desdichada Fundación CJC y que van saliendo con cuentagotas. ¿Hasta cuándo habrá que esperar para que los investigadores puedan acceder libremente a la correspondencia del premio Nobel, imprescindible en la comprensión del funcionamiento de la cultura española durante el franquismo?
Al comienzo del artículo señalábamos el cambio de mentalidad operado en cuanto a la percepción del valor de las cartas. ¿Cuándo se produjo este cambio? Más allá de un fenómeno importante como ha sido la traducción de epistolarios escritos en otras lenguas —un hecho decisivo pues nuestra cultura es fundamentalmente una cultura de importación, que también operó en otros géneros como el diario o la autobiografía—, diría que fue la publicación del epistolario entre Jorge Guillén y Pedro Salinas, editada por Andrés Soria Olmedo. Una importante apuesta de la editorial Tusquets, pero también de la Dirección General de Investigación Científica y Técnica (DGICYT), que abrió el horizonte historiográfico a los especialistas en la generación del 27 y al público cultivado: ahí teníamos a dos grandes poetas y dos grandes amigos a los que solo conocíamos hasta entonces por sus versos volcando en la intimidad de sus cartas muchos años de vida literaria, de opiniones contundentes, voluntades, exilio, amores, logros e insatisfacciones. La publicación (1992) coincidía con la maravillosa explosión memorialística de los años ochenta y noventa, que nos permitió recuperar una experiencia colectiva hasta entonces severamente deturpada.
A los biógrafos nos queda mucha reflexión por delante dada la labilidad de la escritura digital
¿Qué ocurrirá en un futuro inmediato? Las cartas viajaron en el pasado de todas las formas imaginables. Fueron en manos de un mensajero a pie o a caballo, en recuas de acémilas, diligencias, carruajes de tiro, trenes, aviones, barcos. Metidas en sacas, perfumadas y con bellos adornos en el papel, enfundadas dentro de una botella echada al mar por pura desesperación. El siglo XXI ha revolucionado, una vez más, el formato del correo. Las nuevas tecnologías conceden de nuevo a la escritura (correo electrónico, SMS, WhatsApp, Telegram, redes sociales) un espacio impensable hace unos años, cuando el teléfono era el medio hegemónico de comunicación. A medio camino de lo oral, lo escrito y lo visual (gracias a los emoticonos), el correo digital fluye torrencialmente. Con su inmensa variedad de recursos, es fruto de una creativa mutación que nos permite mantener viva la esperanza de contactar con el ausente y de tejer, o destejer, lazos con él. Incluso con los muertos, como hace Vicente Molina Foix en El joven sin alma, o bien Cecilio de Oriol y José Lázaro en El alma de las mujeres.
Tampoco la novela epistolar murió porque nunca dimos tanto valor a las cartas. ¿Cómo no aprovechar ese interés para fundar un museo nacional dedicado a promover el conocimiento de correspondencias y legados personales? ¿Cómo no hemos preparado todavía una antología con las mejores cartas escritas en castellano para ofrecer a los estudiantes un modelo histórico-literario y un estímulo humano? A los biógrafos nos queda mucha reflexión por delante dada la labilidad de la escritura digital, pero no parece que el futuro sea menos interesante que el pasado, cuando las cartas servían para envolver el pescado. Siempre se ha trabajado así, con lo que queda del día, por decirlo con Kazuo Ishiguro. Lo que queda, nunca lo que fue.
‘Cartas a Mercedes’. Miguel Espinosa. Alfaqueque, 2017. 720 páginas. 25 euros.
‘Epistolario’. Gerardo Diego y Juan Larea. Residencia de Estudiantes, 2017. 1.050 páginas. 25 euros.
‘600 libros desde que te conocí’. Virginia Woolf y Lytton Strachey. Traducción de Socorro Giménez. Jus ediciones, 2017. 128 páginas. 4,50 euros.
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