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Monólogo ganador de Tadej Pogacar en su segunda Lieja-Bastoña-Lieja

No hubo duelo en las Ardenas: ni Van der Poel ni nadie pudieron responder al ataque del esloveno en La Redoute, a 35 kilómetros de meta

Tadej Pogacar
Pogacar, ganando en Lieja.Olivier Hoslet (EFE)
Carlos Arribas

Nadie se mueve. Nadie quiere. Nadie puede. Esperan el momento fatal hipnotizados por el trantrán de Domen Novak que asciende y desciende Stockeu sin siquiera levantar la mirada hacia la placa a Eddy Merckx, rey de los lugares, dedicada, que atraviesa las badlands abrasadas de las Ardenas hacia el col de Rosier, viento de cara, bosques con árboles de ramas aún desnudas en un domingo de abril de temperaturas invernales; que se acerca a La Redoute, el campo de batalla, su amigo Tadej Pogacar a su rueda. El UAE al control. “Ha sido un día horroroso de tiempo”, dice luego. “Así que para entrar en calor decidimos en el UAE mantener siempre un buen ritmo”. En el pinganillo, los directores. No les hablan de épica, de leyenda, de historia. Les recuerdan los puntos. Los que se lleva el segundo, el tercero, el décimo y hasta el vigesimocuarto. Todos son importantes.

Son 60 ciclistas. Los mejores del mundo, Pello, Pidcock, Vlasov, los que se resignan a su sino, el sino del pelotón de estos años, condenado a ver partir a Pogacar, a Van der Poel, a cualquiera de los fenómenos. No hay duelos. Hay recitales individuales. No hay pelea. Tampoco en las cuestas ardientes de las Ardenas, donde Van der Poel no responde, pese a llevar el pantalón negro de los grandes días junto a su maillot arcoíris. No es su territorio aunque lo desee. Es uno más por un día. Uno de los que ven, lejos, delante, partir a Pogacar, que ataca antes incluso de su lugar favorito en la Lieja, su Monumento favorito, a 900 metros de la cima de La Redoute, la cuesta, la fortificación napoleónica de la que escribe Tolstói páginas sin fin. Es guerra, un segundo. Un minuto. Los 400 metros que aguanta a su rueda Richard Carapaz. Bravo hasta reventar. “Hice lo que dijimos que íbamos a hacer. Solo he seguido nuestro plan. Evitar las caídas. Correr prudente. Atacar en La Redoute”, resume el ganador, que se libró de una caída que cortó a casi todos los favoritos a 100 kilómetros de la meta. Todos corrieron a remolque desde entonces.

Es la paz de los derrotados, que se temen, se vigilan, se marcan. Se atacan. Frenan. Arrancan. Si no estuviera Pogacar delante, su batalla, la de Egan, Carapaz, Bardet, Buitrago, Lutsenko, Healey, Van Gils, Pello, sería hermosa, una carrera abierta, descarnada, digna de una crónica que se recordaría durante años. Dejarían sin aliento, el corazón acelerado, a todos. Pero delante está Pogacar, un monólogo, que reduce el drama a un griterío sin sentido. No hay acuerdo. Solo luchan por ser segundo. El más decidido, el más valiente, Romain Bardet, que tanto ha sufrido otros años en estas carreteras, logra irse solo para ser segundo, a 1m 39s. Los demás, incapaces de separarse, se disputan al sprint el tercer puesto, a 2m 2s, y el orgullo obliga a Van der Poel a imponerse.

Quedaban entonces 35 kilómetros. La exhibición. Pasada La Redoute, el falso llano abierto a todos los vientos donde todos quieren tomarse un respiro, tanto les chillan las piernas, tanto dolor. Allí es donde Pogacar acelera de nuevo. Y se va solo para siempre.

Llueve, y bajo la lluvia helada, Pogacar, manos desnudas, casco cerrado en el que, no se sabe cómo, su mechón rebelde, el ala del tiburón feroz, logra asomarse, pedalea consciente de que su historia forma parte ya de la historia del ciclismo. Consciente de su obligación de atacar solo, de llegar solo, de arriesgar en las curvas cerradas de los descensos estrechos y peligrosos pasadas las colinas hacia Lieja. Un campeón nunca desdeña el riesgo. Tranquilo. Imperturbable. Sonrisa brillante. Pestañas tan rubias que parecen transparentes sobre sus ojos claros. “Es muy especial llegar solo”, dice. “Y más con el maillot de campeón nacional”.

En el Quai de las Ardenas, donde ya ganó hace tres años, saluda al público, sonríe infantil, un niño que ha hecho otra travesura, levanta la vista y señala con una mano hacia el cielo antes de cruzar la meta. “He corrido todo el día pensando en la madre de Urska, mi mujer, que murió hace dos años, y me tuve que volver a Eslovenia sin poder correr. Y el año pasado, me rompí la muñeca aquí”, dice en meta el esloveno después de imponerse, a los 25 años, en el sexto Monumento de su carrera (tres Lombardías, dos Liejas, un Flandes). “Así que ha sido un día muy emotivo”.

En 2024 ha corrido solo 10 días. Los de carrera son los únicos días que disfruta. Quizás porque gana siempre. Seis victorias ya. Las Strade y la Lieja, y la Volta a Catalunya (y cuatro etapas). Y un tercer puesto en la San Remo, el Monumento que se le resiste. El resto de los días, entre carrera y carrera, días sin fin concentrado en altura, en Sierra Nevada pensando en los objetivos que vendrán un año en el que se ha impuesto un más difícil todavía, ganar el Giro, su primera participación en la corsa rosa, antes de asaltar el Tour en busca de su tercera grande boucle. “¿Te vas a España?”, le pregunta Pogacar a Van der Poel, buen amigo, que tiene una casa en Moraira donde juega al golf, mientras esperan subir al podio. “Sí”, le responde. “Me voy mañana. Vacaciones”. Y Pogacar, que el 5 de mayo comienza el Giro, le mira con cara de envidia. “Disfruta, amigo”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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