Raíces históricas de un equívoco
Hace menos de un mes, un obispo español declaró (si las referencias de la Prensa son exactas) que el aborto "es un delito siempre y como tal debe ser castigado por las leyes del Estado".Esta afirmación singular me parece un despropósito, porque, siendo el concepto de delito estrictamente jurídico, no puede una conducta ser delictiva antes e independientemente de las leyes estatales que la tipifican y establecen su sanción. Sin sanción penal no hay delito, y no hay pena sin una ley que previamente la establezca: nulla poena sine lege. (El proceso de Nuremberg es un caso excepcional, que, por lo demás, no deja de plantear problemas delicados.)
El concepto de pecado es religioso y el de maldad es ético. Pero la categoría de delito es exquisitamente jurídica. Depende del derecho penal vigente. Las figuras de delito no son metajurídicas y eternas.
Todo esto es tan claro, que la afirmación episcopal de que el aborto es delito porque ellos lo dicen, antes de que el ordenamiento jurídico del Estado lo establezca, lleva implícita la concepción (más o menos consciente) de que los obispos católicos tienen un poder cuasi jurídico constituyente, que incide en la esfera cívica y es capaz de imponerse autocráticamente al poder legislativo del Estado, desconociendo de hecho la soberanía de este último.
Esta actitud, considerada en abstracto, resulta hoy tan descabellada, que parecería imposible que personas razonables, como doy por supuesto que son los obispos, pudieran estar orientadas (aunque sólo fuera oscuramente) en semejante dirección. Pero, si tenemos en cuenta los datos de una compleja y secular historia, el mecanismo de tamaña aberración se esclarece bastante.
La idea de la plena distinción funcional y mutua independencia de la Iglesia y el Estado es de origen cristiano. Procede de los apologistas de los siglos II y III. Se encuentra formulada en Justino, Ireneo y Tertuliano. En el año 343 viene afirmada por los padres occidentales del Concilio de Sárdica. Es elaborada con gran nitidez por el papa Gelasio I el año 495 en el Tomo acerca del anatema (n. 11). Sus puntos de vista son recogidos todavía literalmente por Nicolás I el año 865, en carta al emperador bizantino Miguel.
Pero, entre tanto, se habían producido dos experiencias de simbiosis o confusión político-religiosa: la del reino hispano-visigodo tras la conversión de Recaredo y la del imperio carolingio. Carlomagno recibe del papa León III la corona imperial en la Navidad del año 800. Por aquí se llegó a la concepción de que, entre cristianos, el Estado es parte del cuerpo de la Iglesia y, por consiguiente, a la autoridad eclesiástica le corresponde un poder jurídico de tutela sobre las supremas autoridades del Estado. La idea se encuentra ya insinuada en san Isidoro de Sevilla (Sententiae 3, 51, 3-6), y adquiere una formulación extravagante en el Diciatus Papae de Gregorio VII (1075): "VIII. Que sólo (el Romano Pontífice) puede usar las insignias imperiales... XII. Que a él le compete deponer a los emperadores... XVIII. Que su sentencia no debe ser reformada por nadie y que él puede reformar las de todos" (Esto resultaría risible e infantil, si no hubiera tenido consecuencias históricas tan graves.)
La idea de la tutela eclesiástica sobre el poder civil se mantiene ya durante toda la Edad Media, incluso en teólogos de talante tan radical y filosófico como Tomás de Aquino. El que más se libra del confusionismo políticoclerical es Juan de París (Quidort), que escribe en 1302 un tratado, De potestate regia et papali. Pero la idea de una potestad indirecta del Papa sobre el Estado (que era en realidad autocrática, porque el Papa determinaba a su arbitrio cuándo y hasta dónde podía intervenir) pervive en la época del barroco (Francisco Suárez, De legibus 4, 9, 2-3). El integrismo ultramontano del siglo XIX se empecina todavía en ella. En esta línea se mueven Gregorio XVI, Pío IX, León XIII (aunque con una actitud moderada y posibilista) y Pío X.
Pío XII abandonó esa vieja pretensión de una autoridad jurídico-disciplinar de la jerarquía sobre los poderes del Estado. En una alocución de 2 de noviembre de 1954, reivindicó para los pastores de la Iglesia solamente la función de interpretación auténtica de la ley natural. Se refiere al magisterio ordinario no infalible de la jerarquía sobre temas morales. Esta enseñanza, que exige respetuosa atención y atenta reflexión de los católicos, no les priva, sin embargo, de su libertad de conciencia: "Tan pronto como aparezcan motivos suficientes para dudar, es prudente suspender el asentimiento", escribía el teólogo Christian Pech a principios de siglo en sus Praelectiones dogmaticae (I, n. 521). Pero el papa Pacelli, al decir (con notoria ambigüedad) que el magisterio ético de la Iglesia interpreta auténticamente la ley natural, mantiene un equívoco desorientador, porque tiende a presentar como decisiones disciplinares obligatorias unas indicaciones (de tipo cognoscitivo no constitutivo) que, al ser falibles (y a veces, de hecho, equivocadas), no pueden coartar la plena libertad y responsabilidad de los católicos en sus decisiones políticas o jurídicas.
Es urgente e indeclinable, a mi juicio, que los ciudadanos creyentes (con su madurez teológica y ética y con su acción ciudadana) dejen atrás definitivamente las nebulosidades de un clericalismo político, heredado de la Edad Media, que está en contradicción con la tradición cristiana más antigua.
La despenalización del aborto, por ejemplo, es una cuestión jurídica, en que el Estado es soberano (entre nosotros, por fortuna, democráticamente). El poder legislativo es quien determina si en España el aborto es o no delito. El Papa y los obispos, como tales, carecen de legitimación para intervenir. Los obispos españoles, mediante el voto, tienen derecho a influir políticamente en la evolución jurídica del Estado. Como todos los ciudadanos mayores de edad. Pero nada más.
José María Díez-Alegría es sacerdote, licenciado en Teología, doctor en Filosofía y doctor en Derecho.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.