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Tribuna:LAS REPERCUSIONES DE LA HUELGA GENERAL DEL 14-D
Tribuna
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Un sonoro aldabonazo social

El 14-D español ha registrado la aparición de una forma de expresión política desconocida hasta ahora, cuyo análisis está por hacer, dadas la confluencia de causas y la diversidad de mensajes que pueden extraerse de ella.El Gobierno ha encajado, con dolor pero con diligencia, el severo castigo popular que emana de la huelga general y ha acusado recibo de dos de los muchos mensajes que seguramente se emitieron ese día: no se puede ir tan deprisa en la corrección de nuestros problemas seculares, y además hay que ir con otro talante. Cierto que la prisa viene dada por las citas que nos apremian y no la imprime el Gobierno caprichosamente, y cierto también que la arrogancia de que se le acusa es en algunas ocasiones reflejo o consecuencia de las actitudes de los que se relacionan con el Ejecutivo.

Pero también lo es que la urgencia de las citas pendientes y el clamor de más de cinco millones de personas que esperan un empleo o que lo necesitarán en el inmediato futuro -objetivos absolutamente prioritarios para el Gobierno- no han sido considerados por una parte de los participantes en la huelga como razón suficiente para moderar la demanda de una mayor intensidad en la política social y redistributíva. Es difícil saber si eso es así porque la gente considera que los dos objetivos pueden conseguirse conjuntamente o si se piensa que, en caso de conflicto entre ellos, más vale el pájaro de más parte de la tarta en mano que el ciento volando de más empleo y más pastel futuros.

Esta reclamación social había sido percibida claramente por los sindicatos, y probablemente por ello la voluntad negociadora mostrada hasta ahora no había sido todo lo firme que se requiere para avanzar hacia acuerdos. El diálogo nunca ha profundizado porque el Gobierno, firmemente convencido, de que la política practicada es la que más conviene, se enfrentaba a unos negociadores sindicales que pensaban, por su parte, en la utilidad de hacer una demostración de fuerza, y por eso ni tan siquiera agotaban sus posibilidades en las mesas de negociación. De hecho, el otoño caliente se había comprometido antes de empezar a negociar. Tras la reunión de la Moncloa puede cambiar la temperatura.

Pero, a su vez, la sorpresa del Gobierno se explica porque éste había evaluado mal el grado de malestar latente entre colectivos sociales que, además, constituyen parte apreciable de su base electoral. Este fallo implica que, volcado como estaba el Gobierno en la urgencia de poner en marcha y hacer cosas, ha tenido falta de receptividad en la escucha del mensaje emitido por la sociedad. Este exceso de celo en la ejecución de la política en la que se cree ha conducido quizá a descuidar lo político. Para los que están en el trajín de la faena diaría la imputación de arrogancia resulta a veces incomprensible. Pero desde fuera se les ve ensimismados y a lo suyo; poco receptivos, algo sordos. De ahí el rechazo. La huelga general del día 14 nos obliga a equilibrar el peso de esas dos tareas.

El nuevo equilibrio

¿Qué significa en lo inmediato ese nuevo equilibrio? Es claro que no puede tratarse de un abandono de la política en la que se cree, puesto que un Gobierno no puede aplicar políticas que considera negativas. Si ése fuera el mensaje, no quedaría otro remedio que cambiar de Gobierno. Lo que sucede es que en la mezcla de actuaciones y medidas que constituyen una política económica y social hay combinaciones que se consideran óptimas y otras que, no siéndolo o no pareciéndolo, no suponen un cambio de política, sino una mayor lentitud o menor rapidez en la persecución de ciertos objetivos para acelerar la consecución de otros.

En estos últimos tiempos se han asimilado las mesas de negociación entre el Gobierno y los sindicatos con las mesas de un comedor. Siguiendo con el símil, parece que uno de los mensajes del 14-D consiste en pedir al anfitrión que saque más vituallas de la despiste creía que había puesto en la mesa todo lo que la prudencia aconsejaba, dado que todavía faltaban por llegar muchos huéspedes, pero la protesta ha sido tan sonora que es difícil sustraerse a la idea de que había habido un cierto error de apreciación o que, de mantenerse, existe el riesgo de que los comensales presentes se exciten y alboroten de tal manera que haya que cerrar el establecimiento.

La tarea no va a ser fácil, porque el Gobierno no puede declinar la responsabilidad de administrar con prudencia unas provisiones que no son suyas, sino de todos, ni puede ahora dudarse de la firmeza con que los sindicatos reclaman una mesa mejor provista para los comensales. Pero así están las cosas, y a ambos -Gobierno socialista y sindicatos- conviene que este conflicto se resuelva entre ellos mismos, sin tener que apelar a otros interlocutores. Están condenados a entenderse o a destruirse mutuamente.

Porque nos encontramos ante uno de los problemas sociales más acuciantes y, para la gente de izquierdas, más apasionantes de las postrimerías del siglo XX: el papel de los sindicatos en la nueva sociedad y sus funciones en una economía sometida a violentos cambios estructurales. De ahí la dificultad de la tarea, pero también su grandeza: quienes sean capaces de resolverla pasarán a los anales como dignos continuadores y renovadores de una historia centenaria; en caso contrario, unos y otros pasaremos a la pequeña historia de los que malgastaron una rica tradición por no saber estar a la altura de las circunstancias.

Lo que resulta evidente para todos es que no va a ser la derecha la que facilite el tránsito de los sindicatos desde la vieja a la nueva sociedad. A lo sumo, si se le da la ocasión, tratará de anularlos o de reducir al mínimo su papel. Porque entre derecha e izquierda las diferencias no son sólo de valores y objetivos sociales, sino también de procedimientos, instrumentos y agentes protagonistas del cambio.

Álvaro Espina es secretario general de Empleo y Relaciones Laborales.

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