¿Se debe admitir una apreciación del tipo de cambio de la peseta?
Uno de esos extraños postulados de la teoría económica, extraño porque ha sido corroborado repetidamente por los hechos, sostiene que una economía relativamente pequeña, abierta y suficientemente comunicada con los mercados de capital internacionales, no puede fijar el tipo de cambio y simultáneamente llevar a cabo una política monetaria más restrictiva que la de los países con los que más negocia. En una economía de estas características, y la española lo es, que esté funcionando con esa tasa de inflación sensiblemente superior a la de los países de su entorno y se quiera reducir este diferencial de inflación, se tiene que elegir entre dos alternativas: a) si se quiere mantener la política fiscal, se ha de llevar a cabo una política monetaria suficientemente restrictiva para alcanzar el objetivo de inflación buscado y aceptar la apreciación temporal del tipo de cambio que esta política monetaria pueda inducir; b) si no se desea alterar significativamente la política monetaria y los niveles de tipo de cambio, se debe llevar a cabo el ajuste fiscal necesario para conseguir reducir las tensiones inflacionistas.La situación actual de nuestra economía ilustra bien estas restricciones que regulan las relaciones entre instrumentos y objetivos de la política económica.
A mi juicio, una mayor apreciación del tipo de cambio nominal de la peseta es, primero, ineludible si se quiere impedir una peligrosa espiral inflacionista y, segundo, no tendría consecuencias tan dramáticas sobre la balanza de pagos como parecen sostener quienes hercúleamente intentan evitar la apreciación.
El creciente déficit de la balanza comercial y del saldo por cuenta corriente de nuestra balanza de pagos se suele asociar con la apreciación experimentada por la peseta en los últimos 10 o 12 meses. Quienes esto sostienen se alarman ante cualquier presión al alza sobre la peseta e incluso reclaman una depreciación de nuestra divisa para corregir el desequilibrio exterior. El Gobierno, tácitamente, apoya este punto de vista, ya que, si bien niega la conveniencia de una depreciación, intenta impedir por cualquier medio a su alcance el movimiento de apreciación de la peseta. Lo que es más grave, estas preocupaciones cambiarias han suavizado la respuesta de las autoridades monetarias a la contundente evidencia de una economía excesivamente recalentada. No deja de ser curioso, por cierto, constatar que algunas de las voces que ahora se alzan señalando las peligrosas dimensiones que alcanza el déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente criticaban, hace poco más de un año, que la economía española tuviera un superávit de dicha balanza y exportara así parte de su ahorro al resto del mundo.
¿Qué se puede aducir contra este temor a la apreciación?
Ante todo, recordar que lo que modifica la competitividad internacional de nuestros productos no son las variaciones del tipo de cambio nominal, sino del tipo de cambio real, resultantes estas últimas de restar la diferencia entre nuestro ritmo de inflación y el exterior a las variaciones del tipo de cambio nominal. Así, si la peseta se depreciara nominalmente un 10%. en los próximos 12 meses y, en este período, los precios crecieran en España un 9% y en los países de nuestro entorno un 3%, la devaluación real apenas habría alcanzado el 4%.
Y en una economía como la española, citando las recientes palabras del propio gobernador del Banco de España en las conferencias de Intermoney, "...los movimientos del tipo de cambio nominal se trasladan rápidamente a los precios, reduciendo notablemente los efectos de las modificaciones del tipo de cambio". Cabría, por cierto, preguntarle al gobernador del Banco de España por qué intenta impedir la apreciación frenando las subidas de tipos de interés y comprando marcos si, como él mismo explica, esta apreciación nominal se traduciría rápidamente en menor inflación y no tendría efectos significativos sobre el tipo de cambio real.
La competitividad
Por otro lado, se ha de señalar que los efectos de las variaciones cambiarias reales sobre la balanza comercial se manifiestan a lo largo de un período considerablemente dilatado, unos tres años, y tienen mucha menor entidad que los efectos de variaciones del diferencial entre el ritmo de crecimiento económico del país y el de sus principales socios comerciales. Si se considera preocupante el nivel que el déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente pueda alcanzar a final de año, no serán las variaciones del tipo de cambio las que evitarán que se materialicen esas preocupaciones; sólo una reducción del ritmo de crecimiento de nuestra demanda interna, acercándolo al de los países de nuestro entorno, podría corregir perceptiblemente el curso de nuestra balanza por cuenta corriente en un período razonablemente corto.
El razonamiento anterior se puede resumir en dos proposiciones. Primero, si se quiere mejorar la competitividad internacional de nuestras empresas, las variaciones cambiarias sólo suelen producir mejoras efímeras; la reducción de los diferenciales de inflación, por el contrario, suele ir asociada con ganancias duraderas de competitividad. Segundo, si se quiere corregir significativamente el desequilibrio exterior, se debe recurrir a fortalecer las políticas de regulación de la demanda agregada, aun cuando ello pueda significar oscilaciones acusadas del tipo de cambio por algún tiempo.
Si se admite esto, y tanto el gobernador del Banco de España como el ministro de Economía han razonado recientemente en términos similares cuando negaban la utilidad de una depreciación, ¿por qué las autoridades económicas intervienen y establecen controles de capital a fin de evitar la apreciación? El abogado del diablo, y esto es una mera licencia literaria, aduciría probablemente que se ha tolerado ya una apreciación de cierta entidad, y admitir la apreciación adicional que impondría el mercado en ausencia de controles de capital e intervenciones llevaría a una dificil situación al sector productor de bienes comerciables.
Esta línea de defensa, sin embargo, no es inexpugnable. Primero, porque la elección que tienen las autoridades económicas es entre admitir una apreciación del tipo de cambio real a través de aumentos del diferencial de inflación o mediante variaciones del tipo de cambio nominal; en cualquier caso, sin embargo, se produciría la apreación del tipo de cambio real. En cuanto a la salud del sector productor de exportaciones y de otros bienes comerciables, una marcada apreciación del tipo de cambio puede inducir una mayor disciplina salarial en este sector. Mientras que la apreciación cambiaría es reversible, los ritmos de incremento salarial no lo son y generan expectativas de aumentos similares para el futuro, ejerciendo por tanto un daño más permanente para el sector que las oscilaciones cambiarias.
El corolario que se desprende de los comentarios anteriores coincide con lo que, en mi opinión, constituye la principal crítica del Fondo Monetario Internacional a la política económica española: el Gobierno debe actuar con mayor contundencia para controlar la inflación, esto exige que, mientras la política fiscal sea la que es, la política monetaria actúe con mayor decisión para controlar la inflación, y ello entraña aceptar una mayor apreciación de la peseta.
Caben pocas dudas de que una política monetaria firmemente orientada al control de la inflación ha de afectar al ritmo de crecimiento del sector privado. Pero si se decide mantener el ritmo de crecimiento del sector público, con los efectos multiplicadores que comporta, eso es inevitable. Alejada ya la posibilidad de una política fiscal razonable, no hay alternativas para la política económica. 0 se ralentiza ahora el ritmo de crecimiento económico del sector privado o la intensificación de las presiones inflacionistas y del desequilibrio exterior exigirán más adelante un frenazo más aparatoso, y de más dificil reanimación, del ritmo de actividad del sector privado.
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