Yo y el tiempo
Hace no más de seis meses, un lugar común del análisis político consistía en afirmar que estábamos ante el fin de un ciclo, que la tendencia hacia abajo del partido socialista no era meramente coyuntural, producto de un momentáneo desamor del público, sino, que anunciaba una estrepitosa caída. La oposición, que ya había acariciado el poder un año antes, dio por llegado el momento de apuntillar al Gobierno: una impaciencia por la alternancia, un clamor para que desalojara, fue la música persistente que acompañó la revelación de aquel cúmulo de escándalos y corrupciones que hundió al Gobierno y al PSOE en la confusión y el desaliento.Desde entonces, la política del Gobierno ha consistido sobre todo en aguantar y esperar, fiados en que, como escribió Saavedra Fajardo, "quien espera tiene a su lado un buen compañero en el tiempo". Aliarse con el tiempo o, como decía el rey Felipe II, "yo y el tiempo contra dos": tal parece ser la lección aprendida por este otro Felipe, menos profundo que el Austria, incapaz probablemente de fabricar una frase tan densa, pero que expresó una similar percepción del valor del tiempo en política cuando lo mantuvo como su mejor, casi único, aliado para hacer frente al embate de la oposición. Ni crisis de Gobierno, ni moción de confianza, ni debate parlamentario; aguantar, esperar: éste es el meollo de su sabiduría política.
La oposición, por su parte, dejándose llevar por ese ímpetu que el mismo Saavedra tenía como "efecto del furor y madre de los peligros", no urdió otra estrategia que la de empujar para que Felipe González se fuera de La Moncloa. Como si todo su tiempo se hubiera agotado, como si no dispusiera ya de tiempo en el futuro ni pudiera aliarse con él, Aznar pretendió ocupar ayer mismo, mejor que mañana, el lugar en el que su adversario se enrocaba. La evidente sorpresa, como la de quien no puede creerse las cosas que sin embargo ve y oye, mostrada por Aznar al salir de su último encuentro con González expresaba perfectamente la perplejidad de quien, por haber consumido todo su pasado sin haber alcanzado el objetivo, no sabe muy bien qué hacer con su futuro.
Esta diferente actitud ante el tiempo, que González persigue como aliado y Aznar teme como enemigo, obedece a la diferente posición que cada uno de ellos ocupa en su partido y en la preferencia de los electores. González es, por ahora, líder indiscutido del partido socialista, sin que en el horizonte surja la amenaza de un posible competidor. Lo es, sobre todo, porque su tirón entre los electores ha sido, de siempre, superior al del propio partido. Aunque lleve camino de convertirse en un lastre, González es, todavía, un capital político para el partido socialista. De ahí que necesite tiempo, y se lo tome, para intentar reparar los destrozos causados por las recientes inclemencias.
Aznar vive, sin embargo, como si su tiempo se hubiera agotado porque, contrariamente a lo que ocurre con González, no es. el líder preferido por los electores de entre todos los que dirigen su partido, y sabe bien que nadie se puede presentar a elecciones legislativas, perder una y otra vez y mantener-, se como una alternativa creíble. Por decirlo rápidamente: mucha gente vota socialista porque Felipe está ahí, pero mucha gente vota popular a pesar de que José Mar¡ esté ahí. La consecuencia lógica es que Aznar desespera porque González huya como un delincuente, pues ésa sería la fórmula garantizada para que el partido socialista saliera a una contienda electoral derrotado de antemano.
De ahí que no quiera verlo. Para González, recibir a Aznar es la mejor prueba de que dispone de todo el tiempo del mundo, incluso del necesario para llegar a algún acuerdo con la oposición. Para Aznar, hablar con González de algo que no sea de lo que hablaban Cánovas y Sagasta, o sea, de fijar la fecha de la pacífica alternancia, es una pérdida de tiempo, una charlita de café. Y así, como sus tiempos no coinciden, nunca podrán encontrarse.
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