Despedidas insufribles
En otoño de 1993, Ronald Reagan, el popular presidente estadounidense de los años ochenta, conocido por sus pinitos como actor de Hollywood, sus ideas conservadoras, su fobia a la Unión Soviética -según él, "el imperio del mal"- y su inquebrantable optimismo, fue diagnosticado de demencia de Alzheimer. Esta incurable y nefasta enfermedad, descrita hace un siglo por el psiquiatra alemán Alois Alzheimer, consiste en la degeneración y atrofia progresivas e irreversibles del cerebro.
Consciente de su implacable destino, Reagan se despidió del mundo en una conmovedora carta publicada el 5 de noviembre de 1994. "Me han dicho que estoy entre los millones de personas afligidas de Alzheimer -escribió en parte-. Continuaré compartiendo el viaje de la vida con mi amada mujer, Nancy, y mis familiares. Desafortunadamente, a medida que la enfermedad avanza, la familia a menudo soporta una carga muy pesada. Sólo desearía que hubiese alguna forma que me permitiera ahorrar a Nancy esta dolorosa experiencia...". La preocupación de Reagan por su familia y su lamento de no poder proteger a Nancy del sufrimiento que le esperaba estaban de sobra justificados.
Aunque el progreso de la medicina ha contribuido a la prolongación espectacular de la esperanza de vida, un efecto secundario de este gran logro ha sido el incremento de afecciones cerebrales incurables relacionadas con el envejecimiento de las neuronas. Hoy se calcula que aproximadamente la mitad de las personas mayores de 90 años sufre demencia de Alzheimer. Estos enfermos pierden la memoria, el sentido del tiempo y del espacio, la capacidad de pensar, de elaborar sentimientos, de relacionarse, de controlar los comportamientos y las funciones corporales más elementales, y de reconocerse a sí mismos y a sus seres queridos. Todos terminan transformados en vegetales sin conciencia ni autobiografía, despojados de las facultades del alma que los definían como seres humanos.
Dado que esta aflicción cerebral no daña el músculo cardiaco ni otros órganos vitales, los afectados se mantienen vivos ocho años, de promedio, y algunos hasta veinte, siempre que reciban cuidados constantes y atención médica. En consecuencia, el coste emocional y social que supone la asistencia de estos pacientes es muy alto. Los familiares cuidadores, mujeres en su mayoría, realizan un trabajo extremadamente duro de dedicación exclusiva. Son voluntarios altruistas que economizan al Estado miles de millones, pero casi siempre pagan su abnegación con agobiantes desajustes en sus vidas y un grave desgaste personal.
Se ha demostrado que el 43% de los cuidadores de personas con Alzheimer padece depresión, el peor ladrón de la felicidad. Esta proporción supera al índice de abatimiento que experimentan quienes cuidan de otros enfermos desahuciados, como pacientes terminales de cáncer. Son múltiples las dificultades que implica el cuidado durante años de estos enfermos profundamente enajenados que han perdido el contacto con la realidad. Los familiares de las víctimas de Alzheimer no sólo pierden a una persona que conocían y amaban, sino que además tienen que soportar la amargura y la impotencia que supone asistir a alguien que, a todas luces, ya ha muerto. De hecho, la mayor parte de los parientes y amigos atraviesa la encrucijada del duelo antes de que ocurra la muerte biológica de su ser querido. Otro aspecto que hace especialmente ardua su tarea es que los enfermos no tienen la capacidad de percibir ni agradecer los sacrificios de sus familiares. Y dada su longevidad, estos dolientes no son catalogados de terminales, por lo que no suelen recibir suficientes cuidados paliativos que minimicen sus síntomas y faciliten la labor de sus acompañantes.
Nancy Reagan reveló con delicadeza esta penosa situación en una entrevista: "Es muy triste ver a alguien que amas, con quien has compartido tu vida, que no te reconoce", explicaba. Igualmente, Patricia, su hija menor, comentaba en un artículo: "Somos como muchas otras familias azotadas por el silencio y el vacío. Nos acercamos a nuestro ser querido para mirar a unos ojos que ya no brillan con el reconocimiento".
Desde el marco social, el impacto de este mal es significativo. En EE UU, por ejemplo, se calcula que el gasto sobrepasa los cien mil millones de dólares al año, sin contar el valor de la contribución de los familiares, quienes en muchos casos acaban en la quiebra tras consumir los ahorros de toda una vida. El pasado 5 de junio, una década después de decir adiós, el corazón de Ronald Reagan, de 93 años, cesó de latir. El "¡Dios mío, por fin!" que exhalaron en privado sus allegados resonó dentro de millones de espectadores como un suspiro de alivio. Y es que, a pesar de contar con todos los recursos al alcance de un ex presidente, la despedida había sido larga, muy larga. Fueron demasiados años sin comunicación, sin reciprocidad, sin recuerdos, sin sentido.
Como tantas personas que tienen la suerte de encontrar la oportunidad que casi siempre se esconde en las adversidades que nos depara la vida, Nancy también ha hallado en su tragedia una nueva vocación. Desafiando la política de su amigo George W. Bush y de los líderes del partido republicano, del que su marido era la estrella, Nancy se ha convertido en una acérrima defensora de la investigación con células madres embrionarias, la mejor esperanza de descubrir el remedio de esta cruel enfermedad. "Hace mucho tiempo que Ronald se marchó a un lugar distante, al que yo no puedo llegar -declaró recientemente-; esto ha hecho brotar en mí la determinación de hacer todo lo que pueda por salvar a otras familias de este sufrimiento". Gracias a las valientes reivindicaciones de familias marcadas por Alzheimer, al apoyo de algunos lúcidos líderes sociales y a los avances de la ingeniería genética, estoy seguro de que un día no muy lejano lograremos vencer este mal. Mientras tanto, sin embargo, no podemos ignorar el enorme reto que estas insufribles despedidas plantean a nuestro humanismo.
Pienso que la dilatada e indigna agonía que padecen tantas víctimas de demencia, y el calvario y la ruina que causan sin darse cuenta a sus seres queridos, obligan a la sociedad a establecer medidas preventivas que otorguen a las personas que lo pidan el derecho a declarar su voluntad anticipada, incluyendo la eutanasia y el suicidio asistido. El objetivo es permitir que podamos elegir libremente, de acuerdo con nuestros principios y prioridades, controlar la duración de nuestro último adiós. Estoy convencido de que si un día nos toca vivir con Alzheimer, muchos nos sentiremos reconfortados si sabemos que tenemos en nuestras manos la opción de ahorrar a nuestros seres queridos una larga experiencia dolorosa, algo que añoró Ronald Reagan en su entrañable misiva de despedida, diez años antes de partir.
Luis Rojas Marcos es profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York y autor de Nuestra incierta vida normal (Aguilar).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.